«El largo y sinuoso camino»: Paul McCartney en Buenos Aires

«El largo y sinuoso camino»: Paul McCartney en Buenos Aires

por - Música
19 Nov, 2010 09:05 | comentarios

El primer disco que tuve de los Beatles me lo regaló mi primo Eduardo, unos ocho años mayor que yo, a finales de los ’70. Era «Let it Be». Yo tendría unos diez años y en realidad quería el disco de «Music For UNICEF», que tenía canciones de ABBA, Rod Stewart y Bee Gees, pero […]

El primer disco que tuve de los Beatles me lo regaló mi primo Eduardo, unos ocho años mayor que yo, a finales de los ’70. Era «Let it Be». Yo tendría unos diez años y en realidad quería el disco de «Music For UNICEF», que tenía canciones de ABBA, Rod Stewart y Bee Gees, pero no me hizo caso, insistió y terminé con «Let it Be» en mis manos. Igualmente terminé recibiendo el disco de UNICEF y, en ese momento, el de los Beatles quedó en absoluto segundo plano.
Entonces no tenía idea que se trataba de su último disco (el anteúltimo, en términos estrictos, pero el último en editarse) y tampoco le pregunté jamás a mi primo porqué decidió comprarme ese disco y no otro, porqué empezar por el final. Calculo que la historia musical de la banda le importaba poco y nada: o bien le gustaba específicamente ese disco o justo lo vio en la disquería el día que fue o estaría en oferta.
Mi primo tenía un gusto musical -me di cuenta después- bastante standard para la época y, de ahí en más, cada vez que visitaba su casa me dedicaba a escuchar sus discos («Breakfast in America», de Supertramp, era mi preferido entonces), además de los de Queen, que ya conocía de antes. Sin hermanos mayores a la vista -y padres que tampoco tenían casi conexión con el rock-, mi primo Eduardo pasó a ser una referencia en mi aprendizaje musical. Y no tanto por los discos sino por que compraba la revista Pelo y algún Expreso Imaginario, material obligado de lectura para mí en esos años.
Lo cierto es que me tomó un tiempo ponerme a escuchar a los Beatles, pero el efecto fue casi inmediato, especialmente gracias a «Across the Universe», «Get Back», «Let It Be» y «The Long and Winding Road» (en el disco, claro, se llamaban en castellano, algo que no estaba mal para «A través de universo» y «El largo y sinuoso camino», pero que era más complicado para «Déjalo ser» y directamente terrible en el caso de «Toma revancha»), aunque salteaba directamente canciones como «Dig a Pony» y «I Me Mine», por ejemplo. Fue pasar de ahí a los dos discos dobles (el rojo y el azul, 62-66 y 67-70) y luego ya a todo lo que encontraba a mi paso, incluyendo libros, biografías, películas, etc. De lo disponible en esa época creo que, a lo largo de los años siguientes, no me quedó material sin tocar.
Recuerdo haber leído una vez que Charly García, cuando escuchó su primer disco de The Beatles, no sabía cómo ubicarlo musicalmente en pautas preconcebidas. Decía que algunas canciones le sonaban con influencias árabes o cosas así, algo altamente posible especialmente viniendo de una educación musical como la suya. A mí me pasaba, me pasa hasta el día de hoy con muchas canciones de la banda, que no puedo incorporarlas a ningún género o ubicarlas en un contexto histórico-musical. Las canciones de los Beatles eran, son, serán, simplemente canciones sin contexto, preceden en mi relación con la música cualquier posibilidad de análisis, son más recuerdos infantiles que música propiamente dicha, como fotos un poco añejadas, como un álbum de parientes cercanos. Me cuesta verlas de otra manera, a diferencia del 99% de la música que escucho.
Toda esta larga introducción viene a cuento, claro, del recital de Paul McCartney del jueves. A diferencia de casi todos los shows que he visto a lo largo de mi vida, las canciones de Paul (especialmente las de los Beatles, las de Wings sí puedo escucharlas como canciones y no como recuerdos) «entran por otro lado», no hacen el mismo recorrido interno que el resto de la música, se dirigen directamente hacia otra parte del cerebro (o del cuerpo, sería incapaz de reconocer la diferencia química) y activan otros resortes.
Me pasó más de una vez durante las varias horas del show –estaba muy bien ubicado, sentado bastante cerca–, de cerrar los ojos y no mirar el escenario. O concentrarme en los primeros planos de McCartney en la pantalla de video. No porque el show no mereciera ser visto, pero en cierta manera interrumpía la conexión directa entre las canciones y mis recuerdos: ver a otros músicos que no eran John, George y Ringo (y con looks más bien de músicos de Aerosmith, a excepción del baterista), en principio, podía hacerme romper esa ilusión y, McCartney o no McCartney, siempre corría el riesgo de sentir que veía a The Beats o Danger Four. Al rato me di cuenta que repetía ese rito con casi todas las canciones de los Beatles: cerraba y los ojos al menos una parte de la canción y las cantaba (sí, claro, estudié de memoria los libritos con las letras hace 25-30 años y todavía me las acuerdo) «a voz en cuello», algo que nunca hago.
Me acostumbré, de a poco, también ayudado por la -para mí- excelente idea de tener una gran mayoría de temas de Wings en la primera mitad del show, una suerte de traspaso, o intermedio, entre ambos mundos, a mirar el escenario cada vez más. McCartney hizo seis de los nueve temas originales de «Band On the Run», por ejemplo, un disco que sí escuché de más grande y cuyas canciones funcionan para mí, bueno, como canciones. Gloriosas canciones.
A la hora de escuchar a Paul haciendo temas de los Beatles queda en cada uno determinar cuál fue el mejor momento, el más emotivo, qué canciones uno hubiese deseado oir, cuales tal vez eran evitables (nunca podrá gustarme «Ob-la-di, ob-la-da», aunque entiendo su popularidad) y si sonaban o no de acuerdo a esos Beatles que uno tiene en la cabeza.
Paul, claro, está ahí, enterísimo, llenando el escenario y trajinando las casi tres horas del concierto con sus increíblemente bien llevados 68 años. Yo no estuve en la Argentina durante su visita anterior, así que no podría comparar ambos shows ni saber si «se nota el paso del tiempo», más allá de las arrugas y bolsitas en su cara de avejentado «babyface» inglés.
De la misma manera en la que no puedo ingresar las canciones de los Beatles a ninguna estructura o mapa musical (puedo, de hecho, pero no me sirve, no me interesa, no quiero), tampoco, creo, podré comparar este show con otros, ni decir si fue el mejor del año o no, si faltó tal o cual cosa, si sonó de tal o cual manera (puedo, de hecho, pero no me sirve, no me interesa, no quiero). Fue una pieza agregada al mapa de los recuerdos «beatle», tal vez una de las últimas.
No sé donde quedaron la mayoría de los libros que tenía entonces de los Beatles (ahora tengo otros), no están tampoco conmigo ni vinilos, ni cassettes ni grabaciones en TDK. Todo ha sido reconvertido, más de una vez. Tampoco sé donde quedaron -en las incontables mudanzas y separaciones familiares, personales, físicas y emocionales- los discos de mis padres, ni el de UNICEF ni el single de «I Want to Hold Your Hand» que, tiempo después, descubrí que mis padres tenían tirado por ahí. A mi primo casi no lo veo, vive en Miami y nos cruzamos unas cuatro o cinco veces en los últimos veinte años: la última vez que lo vi escuchaba sin parar ese disco de dúos de Carlos Santana y me di cuenta que los largos y ¿sinuosos? caminos musicales de la vida nos habían llevado por caminos separados. Ok, no sólo los musicales.
Mañana vienen mis padres a la Argentina, de visita, después de dos años. Yo todavía tengo las canciones de los Beatles escuchadas el otro día en la cabeza. Podría cerrar escribiendo: «como si no hubiese pasado el tiempo». Pero no es así, el tiempo pasó. Sólo que, por una vez, no me molesta tanto…