La comedia de la crueldad: Acerca de «El hombre de al lado»

La comedia de la crueldad: Acerca de «El hombre de al lado»

por - Críticas
17 Dic, 2010 09:50 | comentarios

La comedia de la crueldad funciona siempre. Es casi un axioma, como juntarse con dos amigos y burlarse de las forradas que se manda un tercero que no vino a la reunión. O como agarrar a alguna celebridad medio impresentable en Twitter y «retwittear» lo que escribe para hacer saber, indirectamente, que somos mucho más […]

La comedia de la crueldad funciona siempre. Es casi un axioma, como juntarse con dos amigos y burlarse de las forradas que se manda un tercero que no vino a la reunión. O como agarrar a alguna celebridad medio impresentable en Twitter y «retwittear» lo que escribe para hacer saber, indirectamente, que somos mucho más cancheros que él y que queremos que todos ustedes lo sepan.

En el cine es igual. Vos, director, tenés muy claro que sos genial. Y querés que yo, espectador, lo sepa. Y querés, también, guiñarme el ojo y decirme: «Mirá que copados que somos y como nos cagamos de risa de estos giles». El tipo va, se sienta, escribe un montón de situaciones de personajes odiosos, insoportables, con todos los vicios que nosotros sabemos que no tenemos (o, si los tenemos,  al hacer la película demostramos que somos conscientes de eso y tomamos distancia, como una terapia tercerizada) y nos lo muestra a nosotros como quien nos pasa un código secreto. «Mirá estos forros y cagate de risa».

La comedia de la crueldad puede tener sus variantes. Está la misantropía pura, la que se nota en el cine de los Coen, por ejemplo, especialmente en algunas películas como «Quémese después de leerse», un catálogo de tarados haciendo taradeces para nuestra satisfacción y disfrute. Y está la «empática», digamos, la que nos implica un poco más en la cuestión y que, aún cuando dispara dardos venenosos contra sus propios protagonistas, nos hace sentir parte del asunto, no nos libera del todo. El cine de Todd Solondz, por ejemplo, tiene algo de eso: uno termina sintiéndose extrañamente identificado con esos personajes. Se nota que, por más patéticos que sean, el tipo les tiene cariño, los entiende.

ATENCION: se revelan detalles de su resolución argumental

«El hombre de al lado» está mas cerca del primer caso que del segundo. Supone ser una crítica a cierta pretensión burguesa («gorila») y su mirada cargada de prejuicios de las clases populares, o de ciertos códigos y costumbres de ella. Todo eso, claro, si uno escribe a partir de conocer su final. Durante el 90% del filme, Cohn y Duprat presentan a dos tipos intragables por donde se los mire, catálogos de diferentes tipos de «argentinidad» («la culta, burguesa, cheta» en el personaje de Spregelburd, y la «berreta, grasa, bostera», en el de Aráoz), los enfrenta desde sus prejuicios y nos da vuelta el eje sobre el final para, supuestamente, revelarnos el otro lado del asunto.

El espectador que va a ver una película como «El hombre de al lado» muy probablemente tenga más que ver con el mundo del personaje de Spregelburd que con el de Aráoz, aunque creo que el éxito de la película tiene que ver también con el hecho de que funciona fuera de ese círculo concéntrico. Y, al ver el filme, algunos sentirán que comparten algunas actitudes con él pero, a la vez, lograrán separarse ante sus dichos y acciones más oscuras y truculentas. Nosotros, espectadores burgueses, nos podemos reír de él porque no seríamos capaces de llegar tan lejos, hay una distancia tal que al espectador le resulta tranquilizadora. Jamás perturba. Cuando revela sus cartas más tenebrosas, sobre el final, ya nos hemos separado tanto de él que nada nos sorprende ni nos implica. Misantropía pura.

El caso de Aráoz es inverso. Durante el 90% de la película sus actitudes refuerzan nuestros prejuicios de clase, y si nos cae simpático lo hace gracias a esos hábitos que el espectador burgués encontrará como «kitsch» o simpáticamente grasas. De hecho, más allá del cambio en la forma en la que el personaje es mirado a lo largo de la película, se nos muestran suficientes lados insoportables como para que la distancia y hasta odio que le tiene el personaje de Spregelburd nos resulten comprensibles.

Hay dos cosas que siempre me cuesta entender de los artistas, en especial de los cineastas. ¿Cuál es la gracia de hacer una película sobre gente que desprecias? ¿Vale la pena pasarte años de tu vida escribiendo, ensayando y filmando las peripecias de tipos imbancables? ¿Para qué, para reírte de ellos? ¿Funciona como algún tipo de terapia, de revalorización personal, de revancha del nerd, de «devolución de gentilezas»? Esa pregunta me recorre toda la película. No puedo ver ni entender para qué alguien filma algo así, cuál es el sentido, adónde quiere llegar…

Por otro lado, hay una cuestión estética del filme que me resulta cuestionable. Muy cuidada pero esencialmente teatral, me la pasé pensando en lo sencillo que sería poner «El hombre de al lado» en la calle Corrientes, con estos mismos actores, lo que resultaría a la vez un choque de estilos y formatos teatrales. Y no, «El hombre de al lado» no pertenecería al Off. Más bien, mal que le pese, sería una comedia de la calle Corrientes, con marquesinas grandes y todo.

Hay algo muy sólido que escribió el siempre más serio colega y amigo Roger Koza en su blog (pueden ver toda su nota aquí).  Lo cito:

«El plano inicial no permite dudas: dividido en dos, en un falso plano-contraplano, vemos una pared blanca y otra negra; en realidad, se trata del afuera y el adentro de una misma pared que está siendo martillada. Es un dualismo conceptual omnipresente en la totalidad del film: blanco-negro, grasa-snob, luz-oscuridad, voluptuosidad inconsciente-ascetismo involuntario, antagonismos al servicio de una tesis: existe una guerra de clases sin concesiones, amparada y sostenida aquí en una misantropía supuestamente humorística. En todo el film, a ningún personaje se le otorga un estándar mínimo de clemencia, y en la totalidad del relato sobrevuela un tono perverso jamás cuestionado (los dedos de Aráoz convertidos en dos piernas femeninas de cabaret bailando, rodeados de fetas de embutidos, bananas y otras especies, ofreciendo un numerito pseudo erótico a una preadolescente en un heterodoxo teatro de títeres, es la exposición inconsciente de un concepto de perversión aplicado a una clase).» (El subrayado es mío)

Koza va al mismo punto que yo: «El hombre de al lado» es una película de tesis, una tesis banal y previsible (es un «cómo somos los argentinos» y no mucho más que eso), y que funciona porque funciona esa idea de ubicar al espectador por encima de los personajes, dándole el estatuto de juez, y porque la crueldad vende más que la empatía, es más graciosa, menos susceptible «al lugar común», al exceso de sensibilidad. No se podrá acusar a la película ni de sensiblera ni cursi porque, en principio, toma los recaudos necesarios para ubicarnos afuera, como mirando a dos peces en una pecera, dos animalitos simpáticos tratando de escapar de alguna cruel trampa que le creamos para nuestra diversión.

Entiendo el éxito de «El hombre de al lado». Su celebración me supera.