Diario de Venecia: Olmi, Sion Sono, Arnold, Sokurov, Friedkin

Diario de Venecia: Olmi, Sion Sono, Arnold, Sokurov, Friedkin

por - Críticas
09 Sep, 2011 10:04 | comentarios

La última parte del festival se convirtió en la mejor, cinematográficamente. O al menos lo fue para mí. Más allá de lo que se dice habitualmente, y con razón, de que los grandes nombres están puestos al principio (antes de que arranque Toronto y la atención se mueva allá), los títulos de la segunda mitad […]

La última parte del festival se convirtió en la mejor, cinematográficamente. O al menos lo fue para mí. Más allá de lo que se dice habitualmente, y con razón, de que los grandes nombres están puestos al principio (antes de que arranque Toronto y la atención se mueva allá), los títulos de la segunda mitad del programa resultaron mejores, en promedio, que los de la primera. Tal vez, al haber menor expectativa por los grandes (Clooney, Cronenberg y Polanski estaban al principio), la selección se abrió de esas limitaciones de tener filmes «masivos» hacia otros autores que mostraron, al menos en esta ocasión, señas más personales y divisivas.

Es que, más allá de las opiniones que uno tenga de los filmes Cronenberg y Polanski, se trata de películas que difícilmente alguien ponga a la altura de las obras maestras que estos dos geniales cineastas tienen. Ambas, para mí, son correctas adaptaciones de obras teatrales que parecen escritas para ser filmadas por ellos, pero no logran convertirse del todo en películas de ellos. Son como una especie de homenaje, o relecturas, de sí mismos.

Algo de eso puede haber también en UN VILLAGIO DI CARTONE, la película del octogenario director de «Il posto» y «El árbol de los zuecos» Ermanno Olmi, que retoma también en formato casi teatral los temas clásicamente cristianos que caracterizan su obra. El filme transcurre en una Iglesia que será demolida y cuenta lo que pasa a lo largo de una noche en la que un grupo de inmigrantes ilegales africanos se refugian en ese lugar, con el apoyo del cura que lucha contra quienes quieren denunciarlos. El filme es módico, pequeño, sensible, algo simplón si se quiere y muy de «la vieja escuela», estéticamente hablando, pero consistente con los temas, la obra y la búsqueda del director de Bérgamo.

Tras Olmi llegó un golpe de timón brutal. Todo lo que allí era calma, humanidad y solidaridad ante la crisis, en HIMIZU, de Sono Sion, se convierte en odio, brutalidad y desesperación. Viéndola una se siente obligado a resumirla como un grito atronador y desgarrante ante una situación de destrucción masiva, física y del «tejido social» como la del tsunami que vivió Japón. La película procede de un manga que el director de COLD FISH adaptó a la situación actual, encontrando ecos más que entendibles, en el comportamiento de los personajes con la enfermedad social y el apocalipsis visual.

La historia es secundaria –lo principal es la relación de un adolescente solitario y muy inteligente con su brutal padre y con una admiradora/compañera de colegio– y lo que impacta es el crescendo constante del tono. A los 45 minutos de relato empiezan a instalarse una serie de discusiones, gritos, combates, peleas, cuchillazos y otro tipo de agresiones entre los personajes (los citados y una serie de amigos, gangsters y así, hasta extenderse hacia el final a toda la ciudad, casi a cualquier transeúnte) que van involucrando a un protagonista que, de a poco, empieza a enloquecer (o a pensar que nada tiene sentido) y se quiere convertir en una especie de vengador, matando a cualquiera que se le cruce. Allí encontrará que no es el único en ese estado catatónico, que usa la violencia para soportar lo que ven como un futuro negrísimo.

De una manera muy diferente, Andrea Arnold también usa unos llamativos dispositivos de acercamiento visual y sonoro del espectador a su filme, una versión muy libre y «lírica» de CUMBRES BORRASCOSAS, la novela clásica de Emily Brontë, ya muchas veces llevada al cine. Cámara en mano, actores no profesionales, pocos diálogos, muchos planos de objetos, de vida natural, de brumas y más desgarro emocional que realismo psicológico para contar esta historia del amor contrariado entre Heathcliff y Catherine.

Aquí, la directora de FISH TANK le suma un cambio importante a la trama: Heathcliff es negro, lo cual da un ángulo social/racial que se agrega a la historia de este romance desafortunado en el siglo XIX. Algunos la compararon con Albert Serra (exagerado, me parece), otros con Claire Denis (un poco más justos), alguno con Lucrecia Martel (algo hay) y varios nos vimos obligados casi a comentar, tal vez por la cámara en mano siguiendo de cerca a los personajes, que el filme debía algo a los hermanos Dardenne. Todo eso está, es cierto, pero también está el propio cine de Arnold, que se va soltando y liberando para atreverse a una versión tan radical de un clásico.

Más allá de algunas críticas que se le han hecho que tal vez sean entendibles (le sobran 15 minutos, el filme no es muy emotivo), se agradece que los nuevos cineastas ingleses elijan un camino diferente del de EL DISCURSO DEL REY para contar sus historias del pasado, reales o literarias. Ya hay demasiada sobriedad en el cine inglés, y tanto Arnold como McQueen representan claramente a una nueva generación que prefiere acercarse al cine desde otras perspectivas.

Acá llega la película de la que todos hablan, pero nadie sabe muy bien qué decir. Se trata de FAUSTO, de Alexander Sokurov, basada en el texto de Goethe. Es que resulta difícil hablar del filme porque es difícil seguirlo, pero a la vez fascina a cada paso. Y resulta difícil explicarlo, analizarlo o entenderlo del todo, sea porque exige un conocimiento vasto del mito de Fausto o porque sus recursos audiovisuales son en extremo tortuosos de explicar o porque uno no llega a absorber todo lo que pasa en una sola visión.

A mí me fascinó que fuera, en principio, más liviano y hasta humorístico de lo que suponía. Decía por ahí que era una «buddy movie» sobre Goethe o un «Harold & Kumar Go to Hell». Algo de eso hay. Sokurov cambia su estructura de planos secuencia y tono severo en gran parte del relato para armar una suerte de entrecruzamiento audiovisual asombroso entre los diálogos, los recorridos, las subtramas y los escenarios por los que se mueven los personajes (sí, vuelve el plano deforme de lente anamórfico tan clásico del muchacho). Es una larga serie de conversaciones mezclada con episodios que las ilustran en tanto el Doctor Fausto y su «diabólico» acompañante van metiéndose más y más en la oscuridad de sus mentes y el egoísmo de sus almas.

Aterroriza, divierte y fascina el FAUSTO, de Sokurov. También, por momentos, cansa, abruma, agota. Pero el resultado es muy bueno, en general, y muestra que el viejo zorro ruso todavía puede apelar a unos cuántos trucos para convencernos de firmar un pacto con él. Eso sí, pidámosle cláusula de rescición. Nunca se sabe adonde puede terminar llevándonos.

Nada mejor para salir de ese manifiesto de la alta cultura europea que es FAUSTO (por más «aligeramientos» que la adaptación tuvo, sigue siendo un… mazazo) que toparse con el cada vez más radical William Friedkin, que en esta parte de su carrera parece haberse vuelto una especie de Abel Ferrara tardío de la América profunda. O una mezcla de Jim Thompson con David Lynch. O algo así. KILLER JOE es una «white trash black comedy», gran definición que explica esta película basada en una obra teatral acerca de una familia de clase baja, texana, bien de cerveza, TV y pollo frito, que contrata a un asesino a sueldo para matar a la ex esposa del padre y quedarse ellos con su seguro de vida que le correspondería a la hija menor. El plan es armado por el hijo mayor (Emile Hirsch), que parece como el tipo con más luces de ese combo, lo cual resultará no ser tan así.

Pero Joe (Matthew McConaughey, casi parodiándose a sí mismo) los da vuelta fácilmente y, como los muchachos no le pueden pagar hasta no cobrar el seguro, el tal Joe pide, como depósito, a la hija de la familia, una adolescente que está despertando medio inocentemente a la sexualidad. A regañadientes, padre y hermano aceptan, entrando en una espiral de hechos cada vez más violentos y bizarros. La última parte, bien teatral, será en la casa de estos Simpsons texanos, y las situaciones se volverán cada vez más densas y cómicas, ya que Friedkin plantea toda la situación con una puesta en escena y manejo actoral que lleva el asunto a la parodia, nunca se sabe si del todo voluntariamente. Bah, al final ya si, si no habrá que pensar que enloqueció del todo…

Cuesta entrarle al filme por su extremedamente fea y brillante imagen en HD y por un tono actoral que parece al principio demasiado impostado, pero que luego se revelará como parte de esa gran broma sobre el sueño del ascenso social y económico, de la estructura familiar clásica, que es la película. Cuando Joe muestre su costado perverso, y la niña demuestre saber seguirle el juego, el choque entre ellos y el dúo bobalicón (demasiado, tal vez) de hijo y padre se hará más atractivo. La avejentada pero aún sexy Gina Gershon, como la nueva mujer del «homérico» Thomas Haden Church, es otra arma oculta (bah, no demasiado oculta, o no oculta demasiado) de la película que dejó a casi todos contentos, riendo como pocas veces en este festival.