Estrenos: crítica de «La batalla de los sexos», de Valerie Faris y Jonathan Dayton

Estrenos: crítica de «La batalla de los sexos», de Valerie Faris y Jonathan Dayton

por - cine, Críticas, Estrenos, Festivales
29 Nov, 2017 09:30 | comentarios

La nueva película de los directores de «Little Miss Sunshine» se centra en un célebre partido de tenis de 1973 entre una de las mejores jugadoras del circuito entonces (Billie Jean King) y un ex campeón de Wimbledon ya retirado (Bobby Riggs). El enfrentamiento es una excusa para hablar de la opresión y marginación económica, cultural y social de la mujer, entonces y ahora. Pero el filme, protagonizado por Emma Stone y Steve Carell, jamás trasciende su políticamente correcto mensaje.

De aquí en adelante, tengo la impresión, se van a hacer muchas películas como LA BATALLA DE LOS SEXOS. Políticamente correcta en todos sus aspectos, previsible, plagada de frases hechas y lugares comunes «apropiados» y con sentimientos justos, nobles e irreprochables. Sexualmente correcta, económicamente correcta, socialmente correcta, cinematográficamente correcta, actoralmente correcta. En definitiva, una película mediocre como solo puede ser una más preocupada en marcar con una cruz todos esos items y, a la vez, intentar generar algún tipo de drama, intriga o emoción que se transmita a los espectadores.

Para los que no lo saben, la película se centra –toma como eje, en realidad– un famoso enfrentamiento tenístico que tuvo lugar en 1973 entre Billie Jean King (entonces una de las mejores jugadoras del circuito femenino) y Bobby Riggs, un ex campeón para entonces ya retirado con 55 años de edad. Si bien el filme tiene su climax narrativo con ese partido, la intención de los realizadores de LITTLE MISS SUNSHINE es la de enmarcarlo en la lucha por los movimientos de liberación femenina de entonces. Y, en lo específico del tenis, que la mujeres recibieran pagas similares por sus partidos a las de los hombres. A eso hay que sumarle un tercer ingrediente: si bien Billie Jean estaba casada, la película muestra la relación que empieza a tener con su peluquera, que despierta sospechas y que debe mantener oculta de todo el mundo ya que entonces podía haberle significado el fin de su carrera.

Todo eso está dramatizado por personajes que, más que roles, ocupan posiciones en la cancha: del bien y el mal, de lo correcto o incorrecto, del pasado y el futuro. Riggs, los capos de la asociación del tenis y algunos comentaristas son los trogloditas del guión: machistas que se burlan de las mujeres («piensan que les corresponde otro lugar que cocinar, cuidar a los niños y lucir bonitas») permanentemente y se ríen como villanos de película de superhéroes. Del otro lado, Billie Jean, su amante, algunas tenistas del circuito (hay una, Margaret Court, que cumple el obligado papel de la mujer que no logró liberarse y juega para los contrarios; hay un hombre que juega el rol opuesto), una pareja gay que las acompaña en el circuito y unos pocos más. Así, enfrentados como para un partido más de voley que de tenis por la cantidad de «jugadores».

Es que el tenis es lo de menos en el filme: se los ve jugar muy poco, juegan pésimo (solo verlo a Steve Carell pegar un drive es darse cuenta al instante que esa persona no podría ganar un partido ni en un country) y solo sirve de fondo para desplegar todos estos correctos y apropiados sentimientos y políticas. Que son, claro, altamente válidos y más que aplaudibles. Pero con conceptos no se hace un drama ni se crean personajes. La película alrededor de esas ideas es algo que a todos parece resultarles algo secundario.

Salvo a Emma Stone, que encarna a Billie Jean King. Ella es la única que parece comprometida no solo con la causa sino con el personaje, el drama, la realidad de lo que está interpretando. Es evidente que su personaje cumple un rol –y fundamental–, pero Stone entiende que sin verdad emocional no hay película, no hay nada. Y es ella, la que a raquetazos sueltos, logra insuflarle un poco de vida a este chato, previsible, mediocre pero políticamente correcto filme en el que lo importante es la causa, a costa de casi todo lo demás que constituye un drama cinematográfico. Ella, Elisabeth Shue y Sarah Silverman son las que, por momentos, logran escapar a los clichés que el guion de Samuel Beaufoy (SLUMDOG MILLIONAIRE, THE FULL MONTY) lleva a los personajes.

El problema, más allá de esta película (hecha mucho antes de las recientes acusaciones de acoso, abuso o indecencia sexual a decenas de directores, productores y actores) es que, tengo la impresión que de aquí en adelante, en función de no tener problemas con nadie y recibir los apoyos correctos de las personas y organizaciones apropiadas, el cine norteamericano va a producir cada vez más películas prolijas y anodinas como LA BATALLA DE LOS SEXOS. La lucha puede ser la correcta, pero las formas (artísticas) no lo estarían siendo. O, al menos, se irán volviendo tan moralmente correctas como mortalmente aburridas.