Festivales/Online: crítica de «The Last Black Man in San Francisco», de Joe Talbot

Festivales/Online: crítica de «The Last Black Man in San Francisco», de Joe Talbot

Premiada en el Festival de Sundance, esta opera prima estadounidense se centra en un hombre afroamericano que quiere recuperar su casa familiar en un barrio hoy habitado solo por millonarios blancos. Una mirada poética y enrarecida a un tema sociopolítico muy actual.

La inusual combinación de estilo y tema de esta opera prima le da, seguramente, un toque de originalidad que no muchos debuts recientes han tenido, pero la estrategia utilizada por el director de esta película premiada en Sundance no siempre es del todo efectiva. Es una idea (o un serie de ideas) curiosa y fascinante que da menos resultados que los esperados. Cuando funciona, puede ser brillante. Pero en la mayoría de las situaciones es un mix un tanto inexplicable. Y fallido.

Talbot –y su director de fotografía Adam Newport-Berra– han hecho de THE LAST BLACK MAN IN SAN FRANCISCO una especie de homenaje a cierto realismo poético de décadas atrás. Con una iluminación casi teatral o de escenografía –por momentos la ciudad parece pintada a mano–, una puesta en escena artificiosa y grandilocuente, y una música persistente e igualmente rimbombante, la película cuenta una historia que, por otro lado, podría tranquilamente ser narrada de una manera mucho más realista, humana y sencilla. Es, después de todo, una película sobre la relación de amor/odio de un personaje con su ciudad, pero esa ciudad y ese personaje terminan siendo excesivamente falsos, ficticios, casi de cartón pintado.

Jimmie Fails, que interpreta una versión ficcional de sí mismo (el film cuenta un poco su historia) es un personaje triste y taciturno, casi depresivo, que vive en las afueras de la ciudad en la casa de su mejor amigo, Montgomery (Jonathan Majors) y de su ciego y anciano padre (Danny Glover). En su tiempo libre (trabaja como enfermero), Jimmie viaja en bus o en skate hasta el centro de la ciudad, al mítico distrito Filmore, a observar y pintar una bella casa en la que vive una pareja blanca. ¿Por qué lo hace? Esa casa, asegura, fue construida por su abuelo y es allí donde creció hasta que fueron echados del lugar por motivos familiares pero también porque esa zona, en algún momento conocida como «El Harlem del Oeste», se gentrificó a tal punto que hoy no solo todos sus habitantes son blancos –Jimmie y Mont son vistos casi como extranjeros ahora allí– sino que la casa en cuestión vale 4 millones de dólares.

La trama principal de THE LAST BLACK MAN IN SAN FRANCISCO trabaja sobre la posibilidad de Jimmie de ocupar esa casa luego de que sus habitantes actuales la dejan desocupada a causa de un asunto familiar. Los amigos se meten, tipo squatters, en la casa y empiezan a acomodar allí viejos muebles familiares, ocupándola. Pero quedarse allí no es sencillo porque hay interesados en la casa –para ponerla en venta y también para comprarla– y ellos no tienen posibilidades reales de pagar lo que vale. En paralelo, Monty trata de escribir una obra de teatro sobre sus experiencias en la ciudad, en la que combina diversas situaciones que viven ambos, especialmente una ligada a la relación de estos dos jóvenes afroamericanos un tanto atípicos y sensibles con una bandita de viejos conocidos del barrio más agresivos y, en apariencia, violentos.

Estas dos subtramas en algún momento –muy forzado– confluirán pero a lo largo del film corren casi en paralelo. THE LAST BLACK MAN IN SAN FRANCISCO es, por un lado, una película sobre clases sociales y cómo la comunidad afroamericana fue desplazada de sus viejos barrios por la llegada de los billonarios puntocom de Silicon Valley. Y, por otro, es una sobre las diversas maneras de «ser afroamericano», ligadas al choque entre la masculinidad convencional y la manera, si se quiere, más artística y sensible en la que se manifiestan los protagonistas, algo que se refleja claramente en las formas poéticas de la película, que curiosamente tiene un realizador y un director de fotografía blancos.

Todos estos temas abren ejes de discusión riquísimos (se podría hacer casi un estudio sociológico, racial y económico sobre los cambios en la ciudad de los años ’40 hasta la actualidad con el material que se juega aquí) y uno debe entender que pasa por ahí gran parte de la extraordinaria recepción crítica que el film ha tenido en los Estados Unidos. Pero si uno toma cierta distancia de esa recepción respetuosa ligada a la corrección política, THE LAST BLACK MAN IN SAN FRANCISCO es película problemática, que no termina de funcionar, un compendio de ideas cinematográficas curiosas que no cuajan demasiado bien entre sí.

Es difícil resumir las arriesgadas decisiones formales del film. Tiene algo old fashioned y retro, una mezcla de melodrama de los años ’50 con algunas ideas que hacen recordar a las primeras películas de Spike Lee, con movimientos de cámara muy marcados (y gente que mira a cámara) y planos formalmente muy cuidados que son más propios de videoclips, publicidades o muestras fotográficas. Es una película muy bella pero cuya estilización no solo distancia, sino que parece ir a contramano de lo que se está contando. THE LAST BLACK MAN IN SAN FRANCISCO tampoco tiene todo resuelto en términos de guion –sus dos tramas paralelas chocan, la caracterización de muchos de sus personajes está más que estereotipada– y su mayor mérito está en los temas que plantea y, si se quiere, en cierta respiración melancólica, tristona, que le da otro toque extraño. Una película rara, poco usual, que seguramente funcionaba mejor en la cabeza de sus creadores de lo que lo hace en la pantalla.