Estrenos online: crítica de «La última carta de amor», de Augustine Frizzell (Netflix)

Estrenos online: crítica de «La última carta de amor», de Augustine Frizzell (Netflix)

Esta adaptación de la novela de Jojo Moyes conecta dos historias de amor: una que transcurre en 1965 y otra, en el presente. Con Shailene Woodley, Felicity Jones y Callum Turner.

Es difícil rescatar el melodrama romántico clásico sin caer en el cliché, en la cadena de lugares comunes. Algunas películas han intentado hacerlo desde el homenaje hecho y derecho, jugando con el género como si se tratara de un disfraz que uno se pone o un tono que usa para decir ciertas cosas, y en general funcionan más como ejercicios de estilo que como películas. Se aprecian pero, salvo excepciones (se me ocurre, por ejemplo, CAROL, de Todd Haynes), se miran con cierta distancia.

Hay otras que han preferido ir directo al grano. Algo así como «hagamos de cuenta que el tiempo no ha pasado» y contemos las cosas como se contaban antes. El caso de LA ULTIMA CARTA DE AMOR está más cercano a este modelo, solo que le agrega un toque contemporáneo para que el espectador sepa cómo un complicado romance de los años ’60 puede afectar a una persona en esta época en la que esas ideas románticas tradicionales parecen añejas y hasta perimidas.

Adaptada de la novela homonina de Jojo Moyes, LA ULTIMA CARTA DE AMOR cuenta una historia en dos tiempos. O, en realidad, dos historias que se van conectando a través de una serie de cartas que unos escribieron entonces y otros leen ahora. No es la primera vez –ni será la última– en la que utiliza ese recurso. Aquí no se puede decir que funcione del todo pero sí sirve para poner las cosas en movimiento y traer cierto «anticuado» romanticismo al presente.

Shailene Woodley –la chica de la saga DIVERGENTE y la serie BIG LITTLE LIES que acaba de terminar de rodar el nuevo film de Damián Szifron, MISANTHROPE— encarna a Jennifer, una chica norteamericana casada con Laurence, un pedante e insoportable millonario inglés que la vive ignorando. Cuando la conocemos acaba de tener un accidente grave que la ha dejado amnésica y con una cicatriz en el rostro. No recuerda qué le pasó, ni su casa, ni su marido. Lo que el espectador ve, sí, es una carta misteriosa que el hombre esconde adentro de un libro.

La película salta al presente. Allí la protagonista es Ellie (Felicity Jones), una joven periodista que prefiere citas de una noche a cualquier cosa que se parezca a una relación. La chica convence a Rory, el hombre encargado del archivo de la publicación de revisar viejas notas, y allí se topa casualmente con esa carta. Y es una de amor. Y descubre que son las que intercambiaba Jennifer con un amante, Anthony (Callum Turner), mientras estaba casada con Laurence.

La película irá contando esa historia a partir de esos intercambios epistolares, yendo fundamentalmente al pasado para centrarse en la prohibida relación romántica entre Jennifer y Anthony, cuyo amor se vio complicado –una y otra vez– por esas situaciones, decisiones y personajes que parecen haber sido creados para que existiera el melodrama. En paralelo, la lectura de las cartas producirá en Ellen dos cosas. Por un lado, el deseo de saber qué pasó con esa relación, con esa «pareja», lo que las cartas no cuentan, lo que pudo o no haber sucedido después. Y, por otro, despertará en ella un romanticismo que tenía dormido y que involucra al bueno del bibliotecario.

A lo largo de excesivas casi dos horas de metraje, la película irá complicando su estructura narrativa y sus idas y vueltas en el tiempo, pero el planteo es claro. En ambos casos y por distintos motivos –decisiones externas o limitaciones personales–, las mujeres no logran vivir la vida que desean. Se puede decir que eso parece bastante claro en las escenas de los años ’60, pero la idea de que Ellen necesita enamorarse en el presente para alcanzar la felicidad suena un tanto más discutible.

Más allá de la previsibilidad de muchos de los hechos –hay sorpresas narrativas, sí, pero uno sabe a los cinco minutos de iniciada la película hacia donde va su lógica, cuál es su concepto central–, LA ULTIMA CARTA DE AMOR es uno de esos films que habitualmente sirven para que el espectador se deleite con los vestuarios, la moda, los paisajes (una parte de la historia transcurre en la Costa Azul francesa) y hasta la música de mediados de los ’60. Se trata de un film que transcurre en algunos ambientes refinados ingleses, pero de a poco se siente el cambio de época en el aire, algo que tendrá su peso con el correr del tiempo y las acciones.

El melodrama clásico está lleno de esos amores imposibles, previos a la telefonía móvil, en los que un problema específico, una demora, una confusión, un error, un accidente podían acabar (o enredar) historias de amor que parecían ser –o podrían haber sido– perfectas. Ahora eso no es problema y lo que la novela (y el film) parecen decir es que, si bien las libertades están dadas y las posibilidades también, la dificultad está en otra parte, en la desaparición de cierta idea de romance. El film de Frizzell hace lo posible por convencernos de las virtudes, las nobles emociones y los desgarros del amor romántico. Y sin duda convencerá a los que, de algún modo u otro, ya estaban convencidos. Los demás sentirán que se le nota demasiado el esfuerzo.