Estrenos online: crítica de «Red Rooms: obsesión perversa», de Pascal Plante (YouTube Movies)

Estrenos online: crítica de «Red Rooms: obsesión perversa», de Pascal Plante (YouTube Movies)

Una mujer se obsesiona por las llamadas «red rooms», en las que se cometen y filman asesinatos reales para entretenimiento en la llamada «dark web». Disponible para alquilar en YouTube Movies.

Los actos brutales y horrorosos que usualmente son el centro de atención en el cine de género, más específicamente el de terror, resultan marginales, secundarios, en Red Rooms, film canadiense que se acerca a uno de los submundos más truculentos de ese género, el de los llamados snuff films, de una manera más bien lateral, poniendo el eje en quiénes lo consumen más que en los casos en sí. Este angustiante film canadiense pone la mirada en las personas que se obsesionan por los criminales y por los casos policiales sin resolución, un universo cada vez más expandido que ha generado una enorme industria de lo que se ha dado en llamar true crime. No en relación a quienes cometen esos crímenes, sino en aquellos que se obsesionan en resolverlos, develar sus misterios y hasta hallar por su cuenta a los culpables.

Esa obsesión quizás sea un tanto preocupante en el mundo real pero la industria del entretenimiento la exprime a fondo, desentendida de cualquier tipo de consecuencia. Red Rooms se mete a fondo en ella y se consolida como película de terror más por lo que habilita y analiza que por lo que muestra en sí. Como buen thriller canadiense, heredero de la tradición de David Cronenberg, se trata de una película que deja entrever los lados oscuros, extravagantes y hasta tenebrosos que se esconden bajo la fachada amable, respetuosa y políticamente correcta de ese país. Esos Lados B si se quiere perversos que existen por detrás de esos ambientes y personas prolijas y respetables que vemos en la superficie.

Kelly-Anne (Juliette Gariépy) es una de esas personas. Una chica bella, alta y elegante que trabaja como modelo, Kenny-Anne es una mujer solitaria, que vive en un muy moderno pero totalmente desangelado departamento en un piso alto que tiene una vista envidiable de todo Montreal. Bastante solitaria, la chica pasa buena parte del tiempo entrenando o tomando jugos vitamínicos, teniendo como principal “compañía” a la voz tipo Siri de su computadora. Dialogando con ella organiza su día y contesta sus emails mientras pasa el resto del tiempo jugando al poker online, algo que hace muy bien gracias a la manera fría y desapasionada con la que apuesta. No es solo un entretenimiento sino una manera de hacer sus buenos dineros.

Como “entretenimiento”, si se quiere, Kelly-Anne sigue un juicio a un hombre acusado de asesinar y descuartizar a tres adolescentes. No solo está atenta a las noticias sino que deja su cómodo departamento para pasar las noches durmiendo en la puerta del Palacio de Justicia y así asegurarse un lugar en la sala donde se lo está juzgando. Y la película ocupa buena parte de su metraje en los detalles de ese juicio, comenzando por la manera clínica en la que se lo muestra: un recinto blanco y muy iluminado que parece más una moderna oficina comercial que una sala de juicios. Allí se juega, oficialmente, el destino del asesino. Pero la verdadera historia pasa por otro lado.

Kelly-Anne se sienta en esa sala y se dispone a seguir el caso, acompañada de los jurados, abogados, colaboradores, familiares de las víctimas y de los periodistas que siguen en detalle las acciones de “El Demonio de Rosemont”, como se conoce al acusado, cuyo nombre real es Ludovic Chevalier. Se trata de un tipo gris, con cara de aburrido, que no parece muy interesado siquiera en el juicio que se le hace y en el que se presenta detrás de un vidrio. La fiscal lo presenta como un criminal terrible y habla de las cosas espantosas que hizo. 

Pero lo principal no pasa por ahí, sino por el hecho de que el asesino (sea o no el tal Chevalier) transmitió en forma de livestream –en lo que se conoce como la dark web– esos crímenes para personas que pagan mucho dinero por eso. Los “red rooms” que dan título al film, de hecho, son esos supuestos espacios de transmisión, claramente ilegal, de este tipo de actos criminales. Es la versión oscura, directa y morbosa de lo que muchas personas ven, legalmente, cuando siguen el juicio. La curiosidad es similar, solo que una va mucho más lejos que la otra.

Red Rooms se ocupa más de Kelly-Anne que del caso, poniendo especial énfasis en la relación que empieza a establecer con Clémentine (Laurie Babin), otra fan del true crime pero una con una tipología más evidente que la suya: psicológicamente perturbada, verborrágica y en apariencia enamorada del criminal, lo defiende todo el tiempo –los medios entrevistan a la gente a la salida de cada jornada del juicio– y justifica su inocencia con decenas de teorías conspirativas. Las dos chicas, muy distintas entre sí, se pondrán en contacto a partir de su obsesión por el caso y empezarán a compartir algunas vivencias, experiencias y hasta secretos.

El film de Pascal Plante (director de Falsos tatuajes y Nadia, Butterfly) se ocupa de manera insidiosa, lateral, de la vida de la protagonista. Por un buen rato no queda claro hacia dónde va el film, que pone tanta atención al detalle en la presentación del caso –largos planos secuencia con discursos enteros de los abogados– que bien podría ser un relato centrado en el juicio. Luego todo parece indicar que será un retrato de la relación entre las dos chicas obsesionadas por el caso. Y, ya en una tercera etapa, Red Rooms se meterá más a fondo en la vida de Karen-Anne, en sus cada vez más arriesgadas decisiones y en la manera en la que su obsesión por el caso va dejando en evidencia cuestiones un tanto más enfermizas de su personalidad.

Plante no psicologiza el caso ni a su protagonista, no intenta encontrar las raíces o los traumas que pueden haber generado su obsesión por este tipo de universos. Lo presenta, más bien, como una suerte de rechazo inconsciente a esa fría y aséptica realidad en la que vive, una manera de vivir situaciones más tensas y potencialmente espeluznantes, aunque solo sea en conexión con una computadora y otras personas a las que no ve ni conoce. Esa tensión y ese miedo que existe al entrar en ciertos universos se contrasta con la apacible pero tediosa rutina cotidiana de la vida de una modelo exitosa en una ciudad que sigue su rutina como si nada sucediera.

No es Red Rooms un film de terror convencional y casi no hay escenas que impacten en un sentido tradicional, tipo jump scare. Obviamente que no se ven las grabaciones de los crímenes (algunas solo se escuchan o bien se oye las reacciones desesperadas de quienes las ven), pero uno puede advertir el submundo espantoso que allí existe, uno que Plante deja librado a la imaginación. De hecho, lo más tenso que tiene la película para mostrar –lo más parecido al suspenso– pasa por una enervante situación de apuestas online, una que se conecta de maneras impensadas a la trama policial del film.

Inquietante más por lo que habilita que por lo que muestra, Red Rooms es una inmersión en el mundo de la obsesión, un film que se mete en la delicada relación que algunas personas establecen con los casos policiales violentos de la vida real. Es una fina línea la que une y a la vez separa a los fanáticos de esos casos con los espectadores que los siguen a través del cine y la literatura. Es una línea que esta provocativa película canadiense se atreve a cruzar una y otra vez, y que invita a que sean los propios espectadores los que adviertan dónde están esos límites.


Nota publicada originalmente en Peliplat