Series: crítica de «El estudio» («The Studio»), de Seth Rogen, Evan Goldberg y otros (Apple TV+)

Series: crítica de «El estudio» («The Studio»), de Seth Rogen, Evan Goldberg y otros (Apple TV+)

Seth Rogen creó, dirige y protagoniza esta comedia centrada en un ejecutivo de un estudio de Hollywood que no para de meterse en problemas. Con Catherine O’Hara, Ike Barinholtz, Kathryn Hahn y muchos actores invitados haciendo de sí mismos. Desde el miércoles 26 de marzo, en Apple TV+

Hollywood adora mirarse su propio ombligo. A veces lo ha hecho de una manera muy ácida y crítica, en otras un tanto menos, pero el funcionamiento de buena parte de estas historias pasa por su capacidad de observación, la elegancia o certeza de sus ironías, los personajes que crea, el mundo que retrata y la manera en la que lo hace. THE STUDIO no revelará nada nuevo sobre Hollywood y quizás no siempre ofrezca las más sutiles observaciones sobre ese mundo, pero logra ser bastante divertida y formalmente bastante creativa.

Rogen y su habitual socio creativo Evan Goldberg –junto a los cocreadores Peter Huyck, Alex Gregory y Frida Perez– han creado EL ESTUDIO como una suerte de secuela y extensión del tipo de sátira perfeccionada por Robert Altman en la película de 1992 THE PLAYER. De hecho, el nombre del veterano CEO del estudio Continental –que acá interpreta Bryan Cranston– es Griffin Mill, que es el nombre del personaje que interpretaba Tim Robbins en aquel film. Pero el actor de BREAKING BAD no es aquí el protagonistas sino una presencia ocasional, aunque importante, en la trama. Es él quien elige a Matt Remick (Rogen) como presidente del estudio tras despedir a Patty Leigh (Catherine O’Hara) del cargo. Y es él quien más cerca del final moverá en más de un sentido el piso a los protagonistas.

Pero la trama pasa por Remick, quien llega al cargo con una sensación agridulce. Es un cinéfilo obsesivo, estudioso de la historia del cine y fan de los grandes directores, pero la orden de Mill es olvidarse de todo eso y tratar de crear grandes superproducciones, secuelas y películas basadas en productos comerciales. Y le impone que su gran objetivo debe ser crear «The Kool-Aid Movie», una película que de alguna manera se base en esa bebida saborizada en polvo que es bastante popular en Estados Unidos. Mill no tiene idea cómo hacer una saga cinematográfica basada en algo así y ese será uno de los ejes narrativos del film.

A Remick lo acompañan dos asistentes creativos llamados Sal Saperstein (Ike Barinholtz) y Quinn Hackett (Chase Sui Wonders), una apabullante ejecutiva de marketing (Kathryn Hahn) y la reaparecida Leigh, a la que Remick convoca como productora en su desesperación por sacar adelante una complicada situación. A lo largo de diez episodios de media hora promedio cada uno, THE STUDIO seguirá al atribulado Remick y a su intenso equipo a través de una serie de enredos con los que tienen que lidiar, situaciones que se complican aún más por la torpeza, incomodidad, equívocos y errores de todos ellos, especialmente de Matt, quien no logra resolver el conflicto interno de intentar ser querido por los demás pero a la vez tener que tomar algunas decisiones que pueden no gustarles.

Pese a apuntar más a generar efectos cómicos que a revelar secretos oscuros de la industria –en ese sentido el film de Altman era más perverso–, la serie logra sus mejores momentos cuando se vuelve feroz acerca del egoísmo, el patetismo y la falsa corrección política de sus protagonistas, especialmente del cada vez más confundido Remick, que tiene buenas intenciones pero no para de equivocarse o quedar en situaciones de esas que hoy llamaríamos «cringe» por la manera en la que se revela la confusión y, especialmente, la vanidad de todos ellos. Los líos por un corte final, una decisión de casting o una lata de celuloide perdida empiezan como algo manejable y terminan en un caos generalizado.

THE STUDIO es un festín para los que gustan de husmear en la cocina de Hollywood. Está hecha con conocimiento profundo del mundo que retrata y con una inusual cantidad de cameos de celebridades haciendo de sí mismos, empezando por Martin Scorsese, Paul Dano, Charlize Theron, Peter Berg y Steve Buscemi –todos ellos tan solo en el primer episodio–, a los que luego se les sumarán Sarah Polley, Greta Lee, Ron Howard, Anthony Mackie, Olivia Wilde, Zac Efron, Johnny Knoxville, Ice Cube, Adam Scott, Dave Franco y Zoë Kravitz, entre otros, haciendo versiones exageradas y usualmente muy narcisistas de sí mismos.

El otro fascinante ingrediente de la serie –que también la conecta con THE PLAYER, que se hizo famosa por una toma de este tipo– es que está filmada en celuloide y con un formato que prioriza los planos secuencia, al punto que uno de ellos abarca por completo, más allá de admitidos trucos, el segundo capítulo, que transcurre en una locación en la que se rueda una película. Rogen y Goldberg, directores de todos los episodios, arman las escenas siguiendo con fluidez el movimiento de los personajes en el espacio, yendo por los pasillos del estudio, a través de sus escenarios de filmación, en entregas de premios y hasta una convención en Las Vegas. Quizás esa sea el arma secreta de EL ESTUDIO, la que le da su potente impronta narrativa, su intensidad y su nervio, y a la vez la que hace que pasemos por alto sus partes más banales y sus momentos de humor más bien adolescente. Se trata de episodios que llevan puesto al espectador por su energía y su organizado caos creativo.

Rogen se debe haber visto en una encerrona similar a la de su personaje a la hora de hacer la serie. ¿Cómo hacer algo creíble y realista sobre las internas de Hollywood sin alienar a una audiencia no especializada? Esa es la lucha interna de EL ESTUDIO, que por momentos es muy ácida, adulta y detallista del mundillo que describe (aparecen hasta directores poco conocidos, como Owen Kline o Parker Finn, haciendo de sí mismos y hasta se habla de sus películas) y en otros apela al humor cringe más clásico, lleno de papelones, situaciones vergonzosas y ridículas, incluyendo la destrucción de diversos espacios físicos.

Lo que le permite escaparle al costado más misantrópico de las más crueles sátiras es el amor que Rogen y su personaje sienten por Hollywood. Se burla de todo y de todos –de Netflix, de Amazon y de los estudios que pertenecen a empresas tecnológicas, aún cuando la serie la hace Apple–, pero es evidente el cariño que tiene(n) por el mundo en el que operan, la pasión por el cine, por contar historias y por la gente que, aún con sus miserias y sus comportamientos ridículos, trabaja en ese cacofónico circo ambulante.

Ver como Wilde, Kravitz, Howard, Dano o Mackie se burlan de sí mismos y del mundo en el que habitan es, más allá de segundas lecturas, reconfortante y deja en claro que todos, de algún modo, saben que están enredados en un mundo en el que la creatividad y el talento se mezcla constantemente con el narcisismo más desatado. Pero no por eso lo abandonan. La fábrica de sueños, como le dicen, puede ser pesadillesca. Pero quedarse sin ella es, seguramente, muchísimo peor.