Estrenos online: crítica de «Pecadores» («Sinners»), de Ryan Coogler (Movistar TV, Apple TV)

Estrenos online: crítica de «Pecadores» («Sinners»), de Ryan Coogler (Movistar TV, Apple TV)

Unos hermanos gemelos regresan a su ciudad natal de Mississippi para comenzar de nuevo, solo para descubrir que los espera un mal imprevisto. Con Michael B. Jordan, Michael Caton, Hailee Steinfeld y Delroy Lindo. En Apple TV y pronto en plataformas de alquiler.

Un drama racial de época que, promediando su relato, pega un salvaje vuelco hacia el cine de género, PECADORES intenta ser varias cosas a la vez, con dispar éxito en cada una de ellas. Como historia más o menos clásica acerca de las marcas del racismo en las vidas de los habitantes de un pueblo de Mississippi en los años ’30 es promisoria, creando un inteligente drama entre dos «empresarios» afroamericanos y los que, por diversos motivos y desde distintos lugares, se oponen a su emprendimiento. Pero como film de terror es bastante más endeble, ya que la tensión y el suspenso están colocados de un modo en exceso metafórico y no necesariamente efectivo en sí mismo.

Pero hay un tercer film posible en ese combo y es uno que intenta unificar a los dos usando los modos de un cuento folclórico de grandes ambiciones y cargados simbolismos: algo así como la historia de los negros en los Estados Unidos enfrentados a la constante presión y/o lucha contra la asimilación o a la pérdida de la cultura propia. Usando a la música como metáfora de esa batalla histórica –el blues, más específicamente–, PECADORES propone una suerte de ensayo inteligente pero un tanto pomposo y grandilocuente acerca de la batalla en el corazón de la cultura afroamericana ligada a la integración con los Estados Unidos y la potencial traición de sus raíces.

Todo empieza recordando al espectador de que esto es, en lo esencial, una película de género. Como parece pedir el mercado en las últimas épocas, se considera necesario capturar a los espectadores en el primer minuto y es por eso que SINNERS arranca cerca del final del relato, cuando vemos a un joven llamado Sammie llegar a una iglesia con una guitarra destrozada y el cuerpo y el rostro dañados tras haber tenido algún tipo de violenta pelea. El pastor es su padre, quien le recuerda lo que ya le había dicho antes, de modo amenazante: tocar la música del Diablo, tarde o temprano, lo iba a dejar así.

Esa frase, divisoria en la cultura afroamericana históricamente, habla del rechazo de los más religiosos y creyentes a los perversos caminos del blues y la vida licenciosa. Cuenta la leyenda que en los años ’30 el mítico bluesman Robert Johnson hizo un pacto con el mismísimo Diablo para poder tocar la guitarra tan bien como lo hacía. Y esa leyenda –también recuperada en el clásico film de Walter Hill CROSSROADS de 1986– es la que retoma Ryan Coogler, ya que pronto la historia retrocederá 24 horas para mostrar que Sammie (Michael Caton) es un eximio guitarrista y cantante de blues con un talento único y una sabiduría llamativa para su juventud, mal que le pese a su padre religioso.

No es el único «Diablo» que tienta a Sammie. En paralelo vemos llegar a Clarksdale (el mismo lugar del mito del cruce de caminos de Johnson) a dos hermanos mellizos conocidos como los Smokestack Brothers. Interpretados ambos por Michael B. Jordan, en realidad uno es Smoke y el otro es Stack. Son dos «empresarios» que han estado viviendo en Chicago y trabajando para Al Capone, a quien al parecer le han robado un dinero con el que piensan abrir un juke joint, una suerte de taberna y lugar de reunión social para los trabajadores negros rurales de la zona, uno de esos boliches en los que el alcohol barato, el sexo y, por supuesto, el blues se conectan para el espanto de tipos como el padre de Sammie y, por supuesto, de los habitantes blancos de una zona en la que el Ku Klux Klan, disimuladamente, aún existe.

Tratando de armar el juke joint en una fábrica abandonada que compran con efectivo a un empresario blanco que los mira con desprecio, el más serio Smoke y el más pícaro Stack reclutarán trabajadores, empezando por el veterano Delta Slim (Delroy Lindo), un alcohólico bluesman; una pareja de origen chino que pone en condiciones el lugar; un guardia de seguridad (Omar Miller) y a la ex pareja de Smoke, una suerte de curadora espiritual llamada Annie (Wunmi Mosaku) para trabajar en la cocina, además del prodigio Sammie que se hace llamar Preacher Boy. A ellos hay que sumarles a Marie (la estrella pop Hailee Steinfeld), una ex de Stack que tiene una mínima ascendencia africana; y a Pearline (Jayme Lawson), una joven casada y cantante de blues en la que el pequeño Sammie está muy interesado.

Armado el boliche en cuestión y cuando todo parece preparado para una noche de inauguración inolvidable, empiezan los problemas. Es que ya antes, en paralelo, vemos a un intrigante hombre blanco llamado Remmick (Jack O’Connell) ir «reclutando» gente de un modo que recuerda bastante al clásico sistema de los vampiros. Y cuando algunos de ellos se presenten en el juke joint en cuestión queriendo entrar (Nota: recuerden que los vampiros no pueden entrar a un lugar sin ser invitados), esa suerte de comedia dramática con elementos musicales y bastante horny en tono empieza a convertirse en otra cosa. En algo así como en una batalla por el control del «alma» norteamericana. Y no solo la musical.

SINNERS es una película ambiciosa desde lo temático, desde su lujoso juego con los formatos (que lamentablemente se pierden en el paso al formato casero/plataforma) y desde la acción que dispara, más allá de que suceda fundamentalmente en un único espacio físico y sus alrededores. Uno podría pensar que el film en ese momento se transforma en una versión politizada de DEL CREPUSCULO AL AMANECER, de Robert Rodríguez, dirigida por un émulo de Jordan Peele. Es que Coogler, a lo largo de una carrera que incluye CREED y BLACK PANTHER, es otro cineasta afroamericano que utiliza los géneros populares para hablar de temáticas políticas y culturales, aunque lo hace de una forma mucho menos sutil que el director de NOP y HUYE!

En el corazón de esta historia está la manera en la que las culturas se relacionan en ese país y no solo en el pasado. Smoke y Stack representan dos versiones dentro de la cultura negra –una más independiente y reacia a cualquier tipo de integración, y otra más negociadora–, mientras que los blancos tienen sus distintos modos de «conquistarlos»: una más brutal y la otra, engañosamente amable. Quizás uno de lo toques más llamativos de la propuesta es que los «vampiros» que acechan a los que están en la taberna lo hacen desde la amabilidad y el supuesto respeto, en un intento de cruce de culturas (ellos cantan y bailan canciones de tradición irlandesa) que quizás no sea tal. Y, a la par, la realidad más violenta y directa del KKK no está demasiado lejos.

En ese sentido, la música funciona como paradigma y metáfora central del relato, jugando con la idea de una industria (blanca) que presiona a los afroamericanos para cumplir con sus pautas y formatos de cómo debe funcionar en el mercado. Esa metáfora es una que podría extenderse también al cine, ya que la misma discusión existe allí también. Tras haber hechos films más comerciales donde siempre intentó colar temáticas socioculturales pero siempre en términos mainstream, en PECADORES Coogler logró tomar el control absoluto del relato y de sus modos: tanto en el tipo y tono de película que hizo como en el propio control de los medios de producción, ya que el realizador no solo tuvo corte final sino que es dueño de la película por 25 años en una rarísima concesión que hizo el estudio Warner Bros.

SINNERS es excesiva en más de un sentido: demasiado larga, demasiados temas, demasiados personajes y posee hasta un sinnúmero de símbolos y metáforas que recarga a todo de sentido sobre sentido, yendo de la música al vudú, de la mitología vampírica a la violencia racial y de la religión al pecado (o al sexo), incluyendo coqueteos con el realismo mágico. En su primera hora funciona muy bien, de un modo más bien clásico y tradicional, ya que Coogler lleva hasta ahí de modo muy firme las riendas el relato, incorporando sus distintas facetas de una forma fluida y natural. Pero lo que hasta ahí podría ser un buen drama racial de época –como lo han sido muchos otros–, en la segunda mitad se desarma, duplica su ambición y se enreda en sí misma. De todos modos, Coogler no tira del todo por la borda lo logrado hasta ese momento. Los excesos del film pueden ser problemáticos, pero en un panorama cinematográfico tan cauto y poco propenso a las sorpresas, aún con sus fallas son bienvenidos.