Estrenos online: crítica de «La cosecha» («Harvest»), de Athina Rachel Tsangari (MUBI)

Estrenos online: crítica de «La cosecha» («Harvest»), de Athina Rachel Tsangari (MUBI)

En este drama de época se cuenta la historia de una aldea sin nombre, en un lugar y tiempo indefinidos, que entra en un caos que pone en riesgo su existencia. Con Caleb Landry Jones y Harry Melling. Estreno de MUBI.

Una especie de paraíso sobre la tierra es el que parece habitar el protagonista de LA COSECHA, Walter Thirsk, cuando empieza el film. Recorre la pradera solo, se sube a un árbol –hace algunas cosas un tanto extrañas ahí– y luego se mete a nadar al lago, desnudo. Lo que no sabemos es que acaso sea el último momento tranquilo de ese período de su vida, la calma antes de la tormenta, el principio del fin. Sobre esa especie de paraíso perdido –o tiempo olvidado– trata el nuevo film de Athina Rachel Tsangari, la directora griega que se hizo conocida por títulos como ATTENBERG y CHEVALIER, además de producir los primeros films de su colega Yorgos Lanthimos. A diferencia de su prolífico compatriota, Tsangari no filmaba un largo desde 2015. Y HARVEST marca su regreso al cine y es su primera película en inglés.

En qué momento transcurre la historia no es claro ni en la película ni tampoco en la novela homónima de Jim Crace en la que se basa. Tampoco el lugar exacto, más allá de que los acentos y paisajes revelen que es una zona de Escocia. Es una decisión buscada, ya que la aldea que retrata bien podría ser cualquier otra y en cualquier otro lugar, y en cierto punto el film funciona como metáfora del presente. De todos modos, más allá de la confusión inicial –uno podría creer al principio que es una aldea comunal hippie–, pronto nos queda más o menos claro que esto transcurre alrededor del siglo XVII, antes de que las tierras empezaran a ser compradas y privatizadas.

Walter (Caleb Landry Jones) es, además, quien relata la historia de lo que pasó con su comunidad. De entrada es claro que el paraíso no es tan calmo como parecía, ya que un extraño incendio prende fuego al establo del Master Kent (Harry Melling, a años luz de su personaje de HARRY POTTER), los lugareños parecen demasiado borrachos como para poder apagarlo y Walter se lastima y quema la mano intentando resolver el problema en medio del caos. A la mañana siguiente los locales descubren a dos hombres y una mujer cerca del lago, los acusan del incendio, dejan a los dos hombres en una picota –atados, atrapados y apenas capaces de mantenerse de pie–, le cortan el pelo bruscamente a la mujer y la expulsan del lugar.

Ese será el primero de sus problemas, ya que pronto llegará un primo de Kent llamado Jordan (Frank Dillane, de FEAR OF WALKING DEAD), el verdadero heredero de las tierras que, a diferencia de su más amable pariente, tiene intenciones claras de transformar la zona en un área para que paste el ganado en lugar de ser un terreno agrícola. A la par, llega a la aldea un cartógrafo contratado por Kent que hace mapas del lugar, mapas que generan fascinación en Walter (que desconocía la cercanía de su pueblo con el mar), pero que también son utilizados para marcar y dividir territorios. A partir de allí, una serie de confusos hechos, malos entendidos, atentados y acusaciones maliciosas irán destrozando la poca armonía que queda en el pueblo, con Walter como un sorprendido observador que ve cómo ese paraíso en el que creía vivir se le escapa de las manos.

Tsangari presenta este escenario de una manera inmersiva, lírica. La cámara de 16mm. de Sean Price Williams (director de fotografía de algunos films de Alex Ross Perry y los hermanos Safdie, entre otros) se inserta en esos escenarios oscuros tratándolos como una suerte de cuadro en movimiento de esa imprecisa época. Y las acciones se suceden de forma caótica, confusa, sin una línea narrativa clara, sino más bien como el retrato de una semana en la que todo cambió, una época concluyó para empezar otra que llega –con sus evidentes diferencias y marcadas etapas– hasta nuestros tiempos: la Revolución Industrial.

LA COSECHA es, más que cualquier otra cosa, una película acerca del fin de una etapa –comunitaria, hasta cierto punto socialista e irremediablemente caótica– y el comienzo de otra en la que el poder económico, las ventas de las tierras y los recelos y problemas entre los miembros de distintas comunidades empiezan a ser centrales. Es obvio que esos recelos son promovidos por los dueños de las tierras para culpar a los vecinos (hoy serían los inmigrantes) de los problemas de esas aldeas como un modo de azuzar el caos y así poder controlarlo todo mejor. Y hasta los avances de la ciencia, gracias a la cartografía, terminan siendo utilizados como instrumentos de poder y control social.

En casi ningún momento Tsangari hace una lectura política obvia y directa. Lo que ofrece es una serie de sucesos encadenados que van generando la disolución de una comunidad que, de forma caótica pero solidaria, parecía arreglárselas más o menos bien. En un momento Walter quiere ayudar a los dos hombres que apenas pueden hacer pie en la picota y es maltratado por los propios, convencidos que vienen a quedarse con lo suyo. En otro, el cartógrafo es acusado de un incidente que no cometió. Y en el medio, ante un pasivo y confundido Kent, Jordan va trazando su plan, digamos, de adaptar la aldea a sus propios intereses.

Visualmente fascinante, HARVEST tiene algunas dificultades para desplegar sus varias líneas narrativas paralelas de un modo claro. Pero es evidente que Tsangari prioriza transmitir la sensación y la vivencia ante los hechos que se desatan desde el punto de vista de Walter que desplegar un drama más clásico y políticamente correcto sobre el mundo que retrata y su inminente desaparición. Y de un modo poético y evocativo, lo logra. Sobre el final de los créditos, cuando la directora le dedica el film a sus abuelos «en cuya granja ahora hay una autopista» (sic), expresa lo más directo que tiene para decir sobre la historia del curioso paraíso perdido que acaba de contar.