
Estrenos: crítica de «Familia en renta» («Rental Family»), de Hikari
Un actor estadounidense que vive en Tokio encuentra un sentido inesperado a su vida al trabajar para una empresa que alquila familiares, enfrentándose a vínculos ficticios, choques culturales y su propio vacío emocional. Estreno: 8 de enero.
Siete años no le alcanzan a Philip para entender del todo la cultura japonesa. El hombre habla bastante bien el idioma y vive como un local más –en un departamento pequeño de una edificación enorme, comiendo cenas compradas en el 7-Eleven cercano–, pero hay cosas que por más que quiera no logra entender. Interpretado por Brendan Fraser, Philip es un actor estadounidense que ha llegado a Tokyo para trabajar en una publicidad años atrás y que se quedó a vivir allí. Pero una vez que pasaron sus quince minutos de gloria también se secaron las oportunidades laborales. Y es así que el tipo va a sesiones de casting tratando de conseguir algunos de los pocos roles que hay para extranjeros allí. Y no le está yendo nada bien. Hasta que le sale una oferta extraña que, por motivos económicos, no puede rechazar. Y que, en buena medida, cambiará su vida para siempre.
Esta coproducción entre Japón y los Estados Unidos se basa tanto en un hecho real como en un «falso documental» que contaba su historia y que dirigió hace unos años Werner Herzog. En su lógica, estética y modelo narrativo, Rental Family hace coexistir también ciertos modos cinematográficos de ambos países. Al verla uno nota su tono parecido a tantos dramas íntimos y familiares japoneses, pero es inevitable a la vez notar una cierta occidentalización de algunos rasgos de la propuesta, de un modo parecido –aunque menos eficaz– a lo que sucedía con Perfect Days, de Wim Wenders.

De una manera sorpresiva y bastante graciosa, Philip se topa con una empresa llamada «Rental Family» que se dedica a contratar actores para interpretar los roles que sus clientes les pidan. Puede ser algo más o menos normal –extras para un velorio, o un ensayo de velorio–, o situaciones un tanto más elaboradas. Puede ser tanto algo específico y puntual como contratos a largo plazo que llevan a estos actores a vivir casi una vida paralela a la propia. Philip no termina de entender el concepto y siente que es parte de una trampa, pero su jefe, Shinji, (Takehiro Hira, de Shōgun), le asegura que los japoneses prefieren muchas veces utilizar este tipo de recursos antes que afrontar una verdad difícil.
De hecho, tras dudarlo, Philip queda más que feliz con su primer trabajo en el que tiene que interpretar al novio de una mujer en su boda. La chica, lesbiana y con pareja, quiere casarse en una ceremonia tradicional para contentar a sus padres, y Philip, nuestro «americano triste» (como lo definen y la cara de Fraser da exactamente eso), cumple ese rol y al final termina aceptando su enrevesada lógica, una que tiene bastantes similitudes con la de Los simuladores, la serie argentina de Damián Szifron. Pero no todos los clientes tienen las mejores intenciones –o las más apropiadas– con los que hacen este trabajo y en ese terreno Philip y sus colegas tienen que saber jugar.
La película en sí se moverá entre tres ejes, dos laborales y uno más centrado en su vida y la de sus colegas de la empresa. En uno de esos trabajos Philip debe encarnar al padre norteamericano de una niña mitad japonesa (Hāfu) a quien la madre quiere inscribir en una cara escuela privada. Como la pequeña no conoce a su padre, Philip se hará pasar por él, tanto para calmar sus nervios y ansiedad como para lograr que ingrese a esa institución que no acepta madres solteras o divorciadas. Y el otro trabajo consiste en acompañar a un anciano actor, Kikuo Hasegawa (Akira Emoto), al borde de la demencia senil, haciéndose pasar por un periodista que lo viene a entrevistar por su carrera, un plan de su hija que quiere que el hombre tenga un cierre feliz a su vida. Ambas labores, por supuesto, vendrán con sus respectivas cuotas de sorpresas, alegrías, sinsabores y lecciones de vida.

En medio de ese juego de roles que hace recordar también a After Life, de Hirokazu Kore-eda, la película de la realizadora japonesa radicada en los Estados Unidos intentará husmear en lo que los occidentales interpretamos como rarezas o peculiaridades de la cultura japonesa. Será un retrato de esa sociedad pero, a la vez, uno de su protagonista, un hombre a mitad de camino entre dos mundos, entre un pasado problemático, un presente en crisis y un futuro que se presenta como una gran incógnita. Familia en renta, de un modo un tanto curioso, incorpora también el tema religioso (budista en este caso) a la vida de los personajes, de una forma que resulta más pintoresca que emotiva.
La película está todo el tiempo jugando sobre ese límite, tratando de no caer en el turismo cultural pero sin poder alejarse nunca del todo de ese registro. Es una película amable, dulce, con ese cruce entre comedia y drama constante que es habitual en cierto cine japonés, solo que aquí llevado adelante por un extranjero que funciona como «representante» del espectador ante ese confuso territorio de relaciones humanas. Y gracias a la cálida presencia de Fraser, un actor cuya mirada entre triste y melancólica le caen como anillo al dedo a la idea que la directora maneja, la película funciona. Por más que Philip viva momentos complicados, difíciles y potencialmente peligrosos, uno sabe que su viaje será uno de redescubrimiento personal. Y el actor de La ballena se pone bajo su enorme espalda la tarea de cargar con el peso emotivo de esta amable y cálida película. No la transforma en una obra maestra ni mucho menos, pero la saca del pantano edulcorado en el que podía haber caído.



