BAFICI 2012: Más allá de «Tierra de los padres» (Segunda carta)

BAFICI 2012: Más allá de «Tierra de los padres» (Segunda carta)

por - Críticas
11 Abr, 2012 03:05 | comentarios

Con el debate que se ha armado en torno a la no inclusión de TIERRA DE LOS PADRES, de Nicolás Prividera, en el BAFICI, el realizador me ha enviado una segunda carta en la que desea dejar en claro su postura y explicar que su reclamo va más allá de su propia película y que […]

Con el debate que se ha armado en torno a la no inclusión de TIERRA DE LOS PADRES, de Nicolás Prividera, en el BAFICI, el realizador me ha enviado una segunda carta en la que desea dejar en claro su postura y explicar que su reclamo va más allá de su propia película y que se trata de un reclamo más general acerca de cómo se manejan los festivales públicos. Con algunas cosas estoy de acuerdo y con otras no, pero los dejo con el texto de Prividera para que lo lean, analicen y sigan debatiendo.

He leído (aquí, en otros blogs, twitter y demás medios) las distintas respuestas (ninguna oficial, desde ya) ante la carta que envié a críticos y demás colegas, que fuera publicada por Diego Lerer en este mismo sitio [http://www.micropsiacine.com/2012/04/bafici-2012-el-caso-tierra-de-los-padres-de-nicolas-prividera/#comment-9103]. Algunas de las cuestiones planteadas las responde ese mismo texto, si se lo lee con atención y menos soberbia de la que se me acusa para evitar ir a la cuestión de fondo, que va más allá del destino de una película en particular. Esta breve carta sólo pretende aclarar algunas cosas y profundizar en aquello que la anterior proponía para la discusión (y no para el «escándalo», como también anonimamente se me acusa de promover, cuando si lo hay no es por los dichos de un cineasta sino por el peso mismo de los festivales, que sostienen sin argumentos una exclusión que sorprende a propios y ajenos, como lo refrendan varios críticos de perfiles diversos).

Pues la película no deja de ser apenas la lamentable excusa para hablar de un problema que la excede (y que me preocupa hace rato, como cualquiera que haya leído lo que vengo escribiendo hace años sabe): el funcionamiento del sistema de legitimación institucional -ese nudo formado por crítica, festivales y fondos- que es clave para el destino del llamado “cine independiente”. Cada uno de sus componentes requeriría un análisis detallado y una puesta en correlación con los otros, tema que excede las posibilidades de esta breve comunicación. Lo que nos ocupa ahora (y muy en general) son los grandes festivales públicos argentinos.

En primer lugar debo decir que es notable como los mismos que suelen criticar con toda razón cuestiones de transparencia y funcionamiento general en el caso de instituciones estatales como el INCAA, no lo hagan con sus festivales asociados sino todo lo contrario, tiendan a invisibilizar debates que tampoco son nuevos. Porque no es la primera vez (ni probablemente sea la última) en que pasan cosas como esta.

Lamento entonces si el hablar sobre el caso de Tierra de los padres pudo sonar a pedantería, pero era necesario determinar de algún modo su interés “objetivo” a los fines de la argumentación general (y por eso recurrí a medios o críticos respetables, y a la propia tradición festivalera). No hace falta aclarar que de ningún modo se suponga que es una obra maestra, como sabemos que no lo son tampoco la mayoría de los cientos de películas argentinas que pasan por los festivales mencionados. Lo que señalo es algo menos discutible: que ha sido excluida no por no ser módicamente buena o valiosa, sino por una política cinematográfica que no la juzga digna de sus valores (lo que -sin especificar cuales son estos- fue lo único que dejó en claro la comunicación informal con sus fuentes). Y pregunto entonces cuales son –y cuales deben ser– los valores de un festival estatal.

Porque en el caso de los grandes festivales locales (acá o en cualquier parte del mundo donde sean públicos y tengan una gran presencia de films del país) el fondo de la cuestión va más allá de si deben o pueden explicitar sus criterios de selección (ya que no se trata de una simple “curaduría”) o al menos tener una mejor comunicación de sus decisiones (algo que sería deseable aunque más no sea por mínima cortesía). De lo que se trata, en definitiva, es de responder a una simple pregunta: ¿de quién -y para qué y quienes- es un festival público? La respuesta debería ser evidente (y lamentablemente parece que no lo es, por una rémora mental del neoliberalismo): los festivales públicos son de y para el público, precisamente. Y como en cualquier institución estatal, sus estatutos deberían ser tan claros como su funcionamiento.

Porque todos acordamos en que esos festivales deben ser autárquicos. Pero del mismo modo en que tienen ese derecho a su propia administración sin depender del partido de turno, deben también tener la obligación de limitar su propio ejercicio. Por el mismo motivo por el que todos sabemos que no hay que confundir al Estado con un gobierno (y por eso hay elecciones y renovación al cabo de cierto tiempo): porque de lo contrario se fomenta la discrecionalidad en el ejercicio del poder. Puesto que el problema no es la bondad o maldad de nadie en particular, sino el hecho de que cualquier persona o grupo en sostenida posición de poder termina inevitablemente abusando de él.

Entonces, el concurso y la renovación de los cargos debiera ser la necesaria contracara de la requerida autonomía. De lo contrario, como en cualquier área, se corre el riesgo de generar el encastamiento de una suerte de burocrático grupo de poder (parecido a aquel que el NCA y su crítica aliada vinieron a derribar, aunque ahora muchos de ellos ocupen el mismo lugar que antes execraban), guiado en este caso por los dictados de una “aristocracia del gusto” (ligada a un grupo, una escuela, un medio, o incluso a todo eso junto). Y cuando eso sucede ya no se trata de defender posiciones estéticas (lo que está muy bien para un crítico, pero no para un funcionario), sino del mero ejercicio de determinar que se ve y que no en un ámbito ganado por la lógica de las camarillas (y sus premios y castigos).

Lo irónico es que ese “cahierismo” mal entendido (lo que fue un gesto radical se convirtió en algo reaccionario, como suele suceder con muchas vanguardias) llega incluso a contradecir la propia “política de los autores” que dice proteger. Por ejemplo –y no es mi caso– cuando se exige como condición a un director que corte o modifique su obra (tal como lo han hecho en la historia del cine esos productores que terminaban siendo los malos de la película). Y generalmente los realizadores no hablan de estos temas justamente para no exponerse al escarnio público o las represalias privadas. O simplemente porque se asimilan a un sistema que fomenta más bien todo lo que sea lobby, relaciones públicas o tráfico de influencias.

Tan naturalizado está ese sistema que algunos (anónimos, por supuesto) sugieren que digo estas cosas ahora sólo porque mi película no fue seleccionada… cuando en estos casos lo esperable es más bien el abnegado silencio (y cuando por decir cosas como estas me he ganado enemigos entre los que no entienden que una discusión política no es un ataque personal). Desde que viví la situación inversa con mi primer film (objeto de disputa de ambos festivales, cosa que me parecía igualmente absurda) he aprendido en carne propia las “reglas” del medio, como me las recuerdan todos los que me aconsejan bajar la cabeza y aceptar las cosas “como son”. Pero no son naturales y ni siquiera contractuales: son sólo tácitamente asumidas, por miedo, complicidad, o simple condescendencia, como todos sabemos.

Y yo no quiero jugar a ser Gary Cooper en High Noon. Simplemente pretendo ser consecuente con mis propias películas. Porque si en temas más graves he dejado en claro mi posición, Tierra de los padres no hace más que ampliar esa discusión estético-política que ya estaba presente en M (porque estas reflexiones son parte del mismo proceso que me hizo ir de una película surgida de una carta abierta, a esta carta abierta surgida de una película). La diferencia es que en aquel momento ese diálogo se pudo dar en el marco de los dos festivales que hoy lo niegan. Son sus actuales responsables, entonces, los únicos que conocen el motivo de esta exclusión en particular (que ilumina, más allá del caso, un método peligroso). Y yo no puedo exponer un motivo por ellos o descubrir otro por ustedes: sólo puedo hacer la pregunta en voz alta, llevándola más allá de mi propio caso y yendo al núcleo mismo de la cuestión al inquirir por el sentido público de un festival.

“Todas las películas nacen iguales” es un dicho que gustan repetir algunos críticos y programadores. Lo que muchos no asumen es que ese liberalismo termina en el mismo lugar en que los derechos del hombre: “algunos son más iguales que otros”, como ironizaba Orwell. Yo conozco otro dicho que quisiera hacer mío: “como nada debo, nada temo”. Hablo con toda la honestidad, con el simple antecedente de un par de películas que intentaron ganarse su lugar en base a sus propios méritos. Si sigo haciendolas, espero que alguna que otra pueda verse en los grandes festivales argentinos, si es lo suficientemente buena como para merecerlo.

Eso es todo. Queda ahora de manos de críticos, periodistas y colegas hacer suyas las cuestiones que este caso solo pone públicamente en evidencia, y que va más allá de un festival y administración en particular.

Nicolás Prividera