Estrenos: «Intensa-mente», de Pete Docter y Ronaldo Del Carmen
Las ideas que proponen las películas de Pixar se distinguen de las de los demás estudios de animación en dos cuestiones básicas. Primero –y salvo por una mala racha de secuelas para ganar dinero producto de la fusión con Disney– por su originalidad y sus riesgos: raramente sus películas proponen temas simples, trillados o personajes […]
Las ideas que proponen las películas de Pixar se distinguen de las de los demás estudios de animación en dos cuestiones básicas. Primero –y salvo por una mala racha de secuelas para ganar dinero producto de la fusión con Disney– por su originalidad y sus riesgos: raramente sus películas proponen temas simples, trillados o personajes previsibles de esos que abundan en el cine animado. Segundo: porque, a diferencia de los otros estudios, no teme afrontar la idea de que la infancia no es un comercial soleado y enloquecido de permanentes alegrías y satisfacciones, que hay un lugar allí para la tristeza, la soledad, la confusión, el miedo. No son ideas nuevas ni las ha inventado la compañía de John Lasetter, pero resultan cada vez más provocadoras en medio de un sistema de gratificación instantánea y de poca «durabilidad» de la competencia.
En sus mejores películas —WALL-E, RATATOUILLE, BUSCANDO A NEMO, buena parte de UP y LOS INCREIBLES, y toda la saga TOY STORY, que es como EL CIUDADANO de la empresa–, Pixar ha logrado hacer algo parecido a un cine reflexivo para chicos, tratando de que esas películas sean a su vez material apto para padres que irán con ellos casi con más entusiasmo que los niños en sí. Es, en sí, algo admirable: cuando las películas que rompen la taquilla en animación son las enésimas ERAS DE HIELO y MADAGASCARES, Pixar podría establecerse sin problemas en esa zona con secuelas y secuelas. Pero insiste en ir contra la corriente. Cada vez menos, es cierto, pero no pierde el espíritu aventurero en un mercado que cada vez más va para el otro lado.
INTENSA-MENTE juega en esa zona peligrosa entre el riesgo absoluto y la necesidad de satisfacer a la «core audience» del filme, que deberían ser los chicos y hasta los preadolescentes. Esa compleja batalla es la que hace que sus filmes coqueteen con la brillantez, tengan momentos de absoluta perfección que podrían ponerlos a la altura de obras maestras del cine, pero que terminen como teniéndole miedo al mercado, aminorando las pérdidas, aflojando su capacidad de ir más allá por, imagino, consejos de algún ejecutivo de marketing. No digo que no sea entendible –no imagino a Disney poniendo 200 millones de dólares en una películas vanguardista sobre el funcionamiento bizarro del cerebro de una niña–, pero eso le quita de todos modos unos puntos a la hora del análisis.
La película del director de UP tiene los mismos momentos grandiosos y los mismos problemas que esa película: se anima a ir al corazón de la melancolía, lleva a los espectadores a elaborar cuestiones que tal vez excedan la capacidad del target natural del filme y pone el acento –en este caso, literalmente– en las emociones, haciendo que la película en sí, en su trama narrativa, remede a los efectos que produce en el espectador. Pero cuando es momento de elevar la apuesta hacia zonas aún más complejas –o, al menos, mantener la perspectiva un tanto perturbadora a la manera, por ejemplo, de la primeras películas de Tim Burton– tiende a elegir la escapatoria ligada a la persecución, a la peripecia, a la aventura que distraiga y contenga el escozor de los espectadores. A la carrera que entretenga y haga olvidar, en un punto, la complejidad de lo que se está hablando.
Es algo que sucede aún en las mejores películas de Pixar, como WALL-E, BUSCANDO A NEMO o RATATOUILLE (en mi opinión) y en una segunda línea de grandes filmes como UP y MONSTERS INC., las que dirigió el propio Docter: tienen arranques sublimes (uno recuerda la primera hora de WALL-E o el arranque de UP y llora casi mecánicamente), pero en algún punto ceden a la tentación de la chase movie, de que el conflicto debe «estirarse» o complicarse a partir de situaciones que no son tan orgánicas como podrían serlo. Y ese sistema de plantear situaciones emocionalmente duras y complejas para luego rebajarlas en una suerte de aventura un tanto intrascendente termina jugándole un poco en contra. Para el final, generalmente, vuelven las emociones a flor de piel y esas películas recuperan su costado más, si se quiere, trascendente. Lo que, claro, se agradece con lágrimas en los ojos…
La historia que cuenta INTENSA-MENTE es conocida ya por cualquiera que haya visto alguno de sus trailers. Es un filme acerca de lo que sucede dentro de la cabeza de una niña llamada Riley en la que las distintas emociones están representadas por distintas criaturitas que combaten entre sí por dominar el estado de ánimo de la pequeña. Y como el filme se centra en el paso de la niña de la infancia a la pre-adolescencia, mezclada con una serie de cambios y complicaciones familiares (en especial, una mudanza que la aleja de su pueblo y la lleva a una gran ciudad; un padre que trabaja todo el tiempo y no le presta la atención que ella necesita), el proceso interno, cerebral, de la pequeña Riley empieza a sufrir todo tipo de alteraciones, una visualización un poco esquemática pero bastante certera de lo que representa el llamado «fin de la inocencia», que el filme traslada a una aceptación de que la tristeza es también una parte constitutiva de lo que somos.
Este «canto a la melancolía» tiene momentos brillantes, especialmente en su primera mitad, con las peleas internas en esta especie de comando de nave espacial que es la cabeza de la niña y, en algunos momentos, de sus padres. Luego, cuando ciertas circunstancias obliguen a algunos personajes de esa comunidad de emociones a perderse en los laberintos del cerebro de Riley, otras escenas fascinantes se mezclarán con algunas un tanto más arbitrarias y rutinarias (ajustados escapes, recursos de guión un tanto forzados y/o mecánicos). Pero ante cada sensación de que la arquitectura del filme empieza a caerse hacen su aparición personajes de orden casi psicodélico, tornando esa parte del filme, por momentos, en una especie de persecusión lisérgica o directamente surrealista.
En el fondo –o en el centro– es una amable «batalla» entre la Alegría y la Tristeza, un pequeño personaje tipo «emo» que circula sin mucho que hacer durante los años más tiernos de la niña. Pero al llegar la adolescencia y con los problemas antes citados, su rol empieza a crecer. Sin saber porqué empieza a literalmente teñir las cosas con su color, lo cual se ve reflejado en los comportamientos cada vez más perdidos y fastidiosos de Riley. La cuestión a resolver, para el resto del equipo, será ver cómo sacársela de encima para que la niña siga siendo tan feliz como siempre fue. Pero tal vez la solución sea otra…
Es ése, en algún punto, el objetivo y el conflicto de Pixar en su versión más «avant garde»: cómo meter la tristeza dentro de la alegría, lo complejo y autoral dentro de lo comercial y masivo, y seguir siendo una máquina de facturación dentro de un estudio como Disney que, hoy, busca entretenimientos cada vez más grandes, millonarios y multinacionales. Cómo seguir haciendo películas creativas para niños sin achicar la billetera de la casa que construyó un tal ratón Mickey y que transformó en imperio un tal Iron-Man… con una ayudita de sus amigos.