Algunas impresiones sobre «El árbol de la vida», de Terrence Malick

Algunas impresiones sobre «El árbol de la vida», de Terrence Malick

por - Críticas
28 Sep, 2011 10:00 | 1 comentario

Viendo EL ARBOL DE LA VIDA no pude evitar pensar en otro cineasta al que, creo, no mucha gente comparó a la hora de hablar del filme: Wong kar-wai. Es cierto que las temáticas que ambos manejan tienen poco y nada que ver pero, más allá de eso, las similitudes son muchas. Ambos empezaron utilizando […]

Viendo EL ARBOL DE LA VIDA no pude evitar pensar en otro cineasta al que, creo, no mucha gente comparó a la hora de hablar del filme: Wong kar-wai. Es cierto que las temáticas que ambos manejan tienen poco y nada que ver pero, más allá de eso, las similitudes son muchas.

Ambos empezaron utilizando narraciones más o menos tradicionales, en las que la voz en off tenía una presencia, sí, pero no central, organizadora, única. Con el correr de los años, ambos fueron desarrollando estilos de rodaje en donde todo parece entrar –se sigue filmando y se sigue filmando, en tanto ideas y posibilidades parecieran surgir- y las películas se transforman en permanentes “work in progress”. Esos “work in progress” son los que, forzados por la lógica del mercado cinematográfico, ambos se ven obligados a “entregar” a los estudios que les han dado dinero, a los festivales que les pueden permitir recuperar la inversión (siempre llegan un año, o dos, después de lo anunciado, igualmente). De cualquier manera, eso es lo que son: “works in progress”.

Esa impresión los obliga a dos decisiones extras, que son similares en ambos casos: la voz en off omnipresente que organiza el sinfín de imágenes acumuladas (ambos nos permiten pensar que hay diez películas diferentes posibles en lugar de la que estamos viendo) y el “montaje impresionista” por el cual las escenas nunca se desarrollan de manera tradicional, sino más bien como figuras, formas y, especialmente, epifanías. Constantes epifanías musicalizadas.

Cerrando esa comparación, uno podría decir que LA DELGADA LINEA ROJA era la CON ANIMO DE AMAR, de Malick. Las figuras narrativas, la música, la organizada/desorganización del relato: esa dispersión de imágenes acumuladas durante años tenían en esos filmes una cohesión que se volvía, a su manera, dramática. Siguiendo esa línea, EL ARBOL DE LA VIDA es, entonces, el 2046 de Malick. La misma estética está presente pero englobada en otra (místico/bíblica en su caso, futurista en el de Wong) y los paralelos son más forzados, los resultados menos coherentes, ideas más grandes que obligan a “imágenes/textos más grandes”. Con momentos sublimes, en ambos casos, pero con la sensación aún más clara, de estar viendo algo que podría ser cualquier otra cosa.

No puedo evitar pensar que hay dos películas en una en EL ARBOL DE LA VIDA y que nadie se atrevió (o supo o pudo) a decirle a Malick que debía abandonar una de ellas. Tal vez por su ambición de, finalmente, convertirse en el heredero de Stanley Kubrick, nadie pudo quitarle de la cabeza la idea de que la historia potencialmente conmovedora que tenía en su centro (una familia estadounidense en los años ’50 en un pueblo texano, con un padre severo, una madre inocente y tres niños a mitad de camino entre esos dos “ejemplos”) no necesitaba incluir ni la creación del mundo, ni la idea de un “after life”. Se dice que Malick tiene un proyecto ahora de ese orden (la idea de la Gracia vs. La Naturaleza, etc.) y uno podría pensar que las partes del filme que van hacia ese lado bien podrían haber quedado a la espera de esa otra película.

A diferencia de algunos colegas, a mí no me molesta el tono elíptico que tiene para narrar sus escenas, la forma en la que la música, la voz en off y una Steadicam viajera que todo lo recorre arman las secuencias. Siento que hay algo vívido, palpable y muy humano en la forma en la que filma a esos niños crecer, con un padre severo (que tampoco es el cliché del padre violento del cine americano) y esa madre “puro amor” (que tampoco es el cliché de la mujer golpeada) como “marcos” de esa educación.

Si uno hace eje en esa historia familiar (digamos, 90 minutos de los 140 que dura el filme), aún empezando por el final –la película arranca contándonos que uno de los tres hijos murió– hay ahí una notable historia familiar que husmea un territorio conocido, es cierto (la infancia en el conservador sur de los ’50), pero que lo hace no sólo con un estilo que es único (nadie filma como Malick, a lo sumo lo vienen imitando los directores de publicidad hace años, pero eso ya no es su culpa), sino con las características particulares que le da el hecho de ser, según todos dicen, una historia con mucho de autobiografía.

El problema es cuando Malick quiere hacer de esa historia, la Historia. Transformar a esos personajes en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. De esa lucha interna del hijo mayor, la Lucha por el Corazón y el Alma del Ser Humano. Cuando no se conforma con dejar algunas reflexiones filosóficas (Heidegger, San Agustín) sobre la trascendencia, la vida y la muerte, la existencia de la Gracia, de Dios, el deseo de la muerte del padre, la idea de la inmortalidad, en algunas voces en off de los personajes, sino que se obstina en mostrarnos la creación del mundo, un posible “Cielo”, donde pone en imágenes esa pelea entre Gracia y Naturaleza en un choque entre dos dinosaurios. Y así…

Nadie duda de que, aún en esas escenas, Malick es capaz de crear bellas imágenes y momentos hasta sublimes. Pero lo cierto es que se sienten forzados, impostados, retóricos. Lo mismo que toda la zona de la película en la que muestra al chico en el presente, encarnado por Sean Penn, sufriendo las consecuencias de su algo traumática infancia. Me da la impresión de que eran escenas para sacar pero que, acaso por la presencia y/o presión de Penn (también como nombre en el elenco, para vender la película) se vio obligado a dejar. En algunas de sus escenas más, si se quiere, líricas, la película bordea el comercial New Age. Son 20 minutos en los que, parecería, la misión es sacarle una sonrisa al caracúlico actor.

Con esto, me temo, parezco decir que EL ARBOL DE LA VIDA podría hacer sido una gran película –una obra maestra quizás- si Malick se hubiera contenido, limitado, autocensurado. No es eso lo que intento decir, al menos no directamente. Creo que a esta altura del partido el hombre tiene todo el derecho de engordar su pequeña historia con el Big-Bang, con dinosaurios o con lo que le venga en gana. Sólo digo que las escenas en sí no logran ese cometido: le insuflan Importancia a una película que no necesita que le insuflen nada.

La cámara de Malick  -y la fotografía de Emanuel Lubezki- filma sola esa trascendencia, tiene el poder para revelar sensaciones (a la manera de algunas películas de Andrea Arnold, Lynne Ramsay o Lucrecia Martel, por citar cineastas que me impresionan como “táctiles”; Martel especialmente en los accidentados juegos infantiles que hay aquí y que me hicieron remitir a LA CIENAGA). Esas  sensaciones que, ya con la música y la susurrada voz en off, imprimen en el espectador lo necesario para llevarlo, si se quiere, a viajes interiores. Por la memoria, los recuerdos infantiles (los juegos, los amigos, las peleas con hermanos, las situaciones en la mesa de la cena cuando “papá vuelve cansado del trabajo y hay que hacer silencio” y así…), los traumas de crecer, de pasar de una infancia de travesuras a una adolescencia donde las marcas empiezan a sentirse en el cuerpo. No necesitan ser “aumentadas”, infladas, engordadas.

La Gracia no se dice, se encuentra, llegado el caso. EL ARBOL DE LA VIDA tiene la particularidad de brindarla, ofrecerla generosamente, pero luego nombrarla, casi como poniéndole un sello que, si bien no la anula, la explicita. El ojo que ve lo que la cámara le muestra del mundo (real) es suficiente testigo de que en la naturaleza existe algo que trasciende la presencia misma de las cosas. El resto son efectos especiales…