Diario del Festival de Berlín – Parte 5

Diario del Festival de Berlín – Parte 5

por - Críticas
17 Feb, 2012 06:20 | comentarios

Empiezo a escribir esto cuando apenas me quedan dos películas por ver antes de emprender el regreso, y la sensación que tengo –salvo que alguna de las dos últimas películas me lo modifique, cosa que veo difícil- es que el festival, en cierto sentido, se terminó con TABU, de Miguel Gomes. Tengo la sensación de […]

Empiezo a escribir esto cuando apenas me quedan dos películas por ver antes de emprender el regreso, y la sensación que tengo –salvo que alguna de las dos últimas películas me lo modifique, cosa que veo difícil- es que el festival, en cierto sentido, se terminó con TABU, de Miguel Gomes. Tengo la sensación de que podría haberme ido allí –o dedicarme al turismo, digamos- ya que lo que vino después no agregó nada importante, no vi películas relevantes y la sensación que me quedó con la mayoría de ellas no sólo fue que eran una pérdida de tiempo, sino que atrasaban 20 o 30 años cada una.

De cualquier manera, no me quejo. Un lugar común del medio dice que si un festival sirvió para ver una obra maestra, valió la pena el viaje. Y éste sirvió para eso y para ver una serie de películas bastante más interesante que otros años, en los que uno permanentemente sentía ganas de irse de muchas salas apenas empezaban las películas. En esta ocasión, sólo me fui de dos películas de, si no calculo mal, 27 que terminaré viendo en este festival corto para mí, de siete días.

Tras TABU me fui a ver SIDE BY SIDE, un documental de Chris Kenneally sobre el fenómeno del cine digital que tiene como productor y entrevistador a Keanu Reeves. De hecho, uno podría decir que Keanu es el contacto que hizo posible que tantos directores célebres prestaran su testimonio para la película. El filme es por demás convencional, casi al punto de lo obvio: la voz en off de Keanu abriendo cada tema en discusión y luego entrevistas, entrevistas y entrevistas. Algunas muestras y comparaciones visuales del tema en discusión son los aportes más valiosos que tiene como película.

De cualquier manera, lo disfruté, como uno disfrutaría un bien producido extra de un DVD en el que se entrevista a gente sobre un tema que a uno le interesa. Y el asunto del fin del celuloide y de la invasión del digital en todos los órdenes de la industria me fascina. De hecho, recuerdo que un paper universitario que escribí en 1999/2000 era sobre esto, cuando todavía la revolución digital estaba en pañales.

Temáticamente el documental está dividido en las distintas modificaciones que la llegada del digital fue cambiando: la dirección de fotografía, el montaje, la actuación, los procesos de posproducción, de archivado, de transporte, de efectos especiales, las cámaras y, especialmente, de dirección, cómo los directores se sienten frente al digital. Un documental que se debe haber terminado hace pocas semanas –las entrevistas y referencias son tan actuales como podrían serlas las de un informe de televisión-, el filme sirve para entender cómo el digital ha cambiado al cine de maneras mucho más profundas, detalladas y específicas que la mayoría de la gente supone.

Hay cineastas que lo apoyan ferozmente (Fincher, Soderbergh, Lucas) y otros que lo rechazan (Nolan, especialmente) y lo mismo pasa con los directores de fotografía, acaso lo más “perjudicados” por el cambio. Se debate mucho el tema de la calidad, del ojo, la costumbre al celuloide, las formas de mirar, de iluminar, de editar y de posproducir. Ver las diferencias de los procesos digitales y analógicos son sorprendentes, y por momentos da la impresión de que hasta hace pocos años se trabajaba de manera muy artesanal. Para los curiosos por cuestiones más banales, hay una larga entrevista a Lana Wachowski, la artista anteriormente conocida como Larry Wachowski, la mitad del equipo de directores de Matrix.

Unas horas después pude ver aplicadas muchas de las cosas de las que hablaba Soderbergh en su HAYWIRE. Ver cómo las escenas estaban dirigidas, organizadas y montadas –y la calidad de imagen- en función de lo que hace el fanático número uno de las cámaras digitales (en su caso, las RED) es un ángulo interesante para entender la lógica de funcionamiento de Soderbergh, que parece filmar ejercicios de estilo de manera rápida, como si hubiera decidido años atrás abandonar la idea del cine tradicional y estrenar bocetos o ensayos. Como si hubiera pasado de la pintura a dibujo, digamos.

Y debo decir que el Soderbergh “dibujante” me interesa, igual o más que antes. Un director que en muchos circuitos es despreciado profundamente (nunca logré de terminar de entender por qué), Soderbergh hace ejercicios de estilo y el último es uno acerca de los filmes de espionaje de los ’60, con un touch de artes marciales, gracias a su protagonista, Gina Carano, luchadora profesional en la vida real que encarna a una especialista en operaciones secretas que trabaja para una empresa privada que contratan gobiernos y entidades, digamos, difusas.

En una trama con alguna similitud a KILL BILL, pero con más reminiscencias a sagas como las de BOND y BOURNE, la chica cuenta cómo fue traicionada y su revancha contra los que la engañaron en una serie de operaciones en varios países del mundo. La trama es complicada pero no importante: a Soderbergh lo que le interesa es plantar escenas de acción como Hollywood filmaba musicales cuando los actores sabían bailar. Esto es, con la menor cantidad de cortes posibles.

Así, la buena serie de peleas en la que Carano se enfrenta con Channing Tatum, Ewan McGregor, Michael Fassbender y otros (en el elenco están Michael Douglas y Antonio Banderas, pero con ellos no pelea) en lugares como Dublin, Barcelona o San Diego están filmadas (grabadas, habría que decir) casi como si unos estuviera viendo una pelea de lucha libre, con planos largos, sin cortes ni close ups permanentes, que le otorgan mayor realismo y, a la vez, enrarecen todo el asunto. Ese “enrarecimiento” se produce por los mismos tiempos (más lentos, espaciados, coreografiados) que se chocan radicalmente con la forma de filmar acción que siempre propuso Hollywood. Sin ser una gran película, es un entretenimiento que, además de disfrutable, es muy interesante para analizar.

POSTCARDS FROM THE ZOO, del indonesio Edwin (así, sin apellido), es lo que dice el título, una serie de viñetas y situaciones que transcurren en el zoológico de Jakarta y que tienen como protagonista a una mujer que parece vivir en el lugar. Al empezar la vemos como niña, recorriendo el lugar sola, y la película deja en claro desde que ahí que no apunta a ningún realismo, que cuenta una especie de fábula de la extraña jungla que vive allí, tanto animales como un montón de personas que habitan el lugar y que, parece, trabajan allí sin estar oficialmente contratados.

El filme sigue a la joven y su relación con los animales y con otras personas, en sus explicaciones a los turistas, en sus descripciones de la vida en el zoológico y así. El asunto es entre simpático e irritante hasta que aparece un ilusionista vestido de cowboy, a la chica le empieza a obsesionar tocarle la panza a una jirafa y luego a trabajar en un sauna, y la cosa ya se pone directamente insoportable. Si uno deja tres o cuatro viñetas graciosas y deja afuera todo lo demás, le queda un corto muy simpático. Y punto.

A la que habría que cortarle como menos una hora es a WHITE DEER PLAIN, la película del chino Wang Quanan, que cuenta unos 25 años en la historia china (de 1912 y la caída de la Dinastía Imperial hasta la invasión de los japoneses) de una manera tan clásica como morosa, haciendo hincapié en las desgracias, traiciones y general estupidez (o malicia, o las dos cosas a la vez) de los protagonistas, padres, hijos, sobrinos y esposas que viven en un pueblo productor de granos que sufre los distintos embates y cambios políticos de ese cuarto de siglo.

Como los personajes son tan desagradables como intercambiables (por sus acciones, no por el chiste viejo de que son parecidos), y la protagonista principal es una chica finalmente inaguantable que engaña a todos y la que todos se disputan (sí, una metáfora del país o algo peor), el asunto se hace insoportable con sus tres horas de duración. Yo, no sé por qué, me quedé hasta el final, tal vez porqué quería ver hasta dónde llegaba y qué mostraba, tal vez porqué quería saber hasta dónde iba a caer el realizador. En el mejor de los casos, hay que agradecerle cierta rigurosidad en nunca salir del pueblo ni contar historias de vida de cada personaje. Eso no quita que, cuando los aviones japoneses llegan como para bombardear a los habitantes de este sufrido pueblo, uno no desee que los liquiden a todos de una vez y terminen  con la historia de calamidades.