Festival de la Riviera Maya: Parte 1

Festival de la Riviera Maya: Parte 1

por - Críticas
27 Mar, 2012 10:24 | Sin comentarios

Fui abducido por una secta durante una semana. Uno podría llamarla “la secta del All Inclusive Resort”, pero no sería del todo completo el panorama. O, al menos, no para mí, que no tengo una gran experiencia en el universo resort y, mucho menos, en el marco de un festival de cine. Durante el Festival […]

Fui abducido por una secta durante una semana. Uno podría llamarla “la secta del All Inclusive Resort”, pero no sería del todo completo el panorama. O, al menos, no para mí, que no tengo una gran experiencia en el universo resort y, mucho menos, en el marco de un festival de cine. Durante el Festival de la Riviera Maya, en Playa del Carmen, México, estuve alojado en un hotel del tamaño de una pequeña ciudad, con cientos de habitaciones, decenas de piletas (“albercas”, en el secreto código de la secta), otros tantos bares y restaurantes, y centenares de metros que recorrer entre los dos puntos más cercanos imaginables. Pero lo curioso del asunto no es del todo eso (sin haber ido nunca, uno puede imaginar que estos lugares pueden ser así), sino la estética del lugar, que lo volvía todo más, si se quiere, místico, dejando la sensación de estar atrapado en una especie de templo de la Cientología en el que todos pueden ser felices si siguen las reglas al pie de la letra y, en lo posible, si no salen nunca del lugar.

El templo de esta secta respondía al no casual nombre de Paradissus y los enormes edificios blancos y rigurosamente estructurados con líneas rectas le daban la sensación de ser una versión veraniega de algún palacio fascista, una suerte de Ministerio del Placer. Adentro, los pisos eran blancos, gran parte del personal vestía de blanco y te sonreía a cada minuto, y con la luz del sol iluminándolo todo intensamente, se lograba la sensación de estar en una suerte de extraño “paraíso” terrestre: una isla de comodidad en la que no hay que usar dinero y en la que todo está servido, pero una que a la vez parece ver con muy malos ojos cada vez que salís.

Que el “Paradissus” esté separado de una parte no muy turística y de clase obrera de la ciudad, mediante un larguísimo muro, no hacía otra cosa que incrementar esa sensación de separación y distancia. Se entraba y se salía como pertrechado en autos (no hay forma de caminar a ningún lado) y cualquier cosa estaba a 30 cuadras de distancia, mínimo. Inclusive los cines en los que el jurado al que pertenecí tenía que ver las películas.

Es curioso lo que sucede en estos lugares: proveen una sensación de comodidad pero, a la vez, generan un aislamiento social que no es del todo apto para un festival de cine, especialmente si, como aquí pasó, sucede que no todos los visitantes al festival están en ese Resort, sino divididos en varios similares, aunque de distinta categoría –como castas- por toda la ciudad. La desconexión con el resto es casi absoluta y, salvo algún cóctel o un cruce casual en el pasillo del cine, una terminaba yendo del All Inclusive al cine –casi siempre después de las 18- y viceversa. Si los organizadores hubieran puesto un microcine en el resort, creo que no salíamos en toda la semana de ahí. No se si nos hubieran dejado poner un pie fuera…

Hay algo extraño en esta tradición que hace que los festivales de cine sucedan en ciudades balnearias, pero ese es un tema largo que merecerá un post aparte (sólo pensar en los colegas críticos que conozco y que le huyen al sol tanto o más que al teatro, me hace pensar que odiarían esta experiencia, ya que playa y alberca pasan a ser tu forma de vida casi única durante el día). Ahora ya es hora de ir un poco al festival y a las películas.

Fui jurado de la sección Plataforma Mexicana y la misión era ver once películas en esa competencia para dar dos generosos premios de 300.000 pesos mexicanos cada uno (unos 25 mil dólares a cada película premiada). La dimensión de esos premios (a los que hay que sumar los Work in Progress y proyectos de coproducción) deja en claro que el festival intenta, desde lo organizativo (turismo cultural, llamémoslo), entrar con pie fuerte en un mercado que ya tiene a Guadalajara y a Morelia como pesos pesados. Programado por Michel Lipkes y Maximiliano Cruz, entre otros, uno ex programador del FICCO y actual cineasta, el otro ex FICCO y hoy del FICUNAM, además de distribuidor de cine independiente, el festival ofrece una muy buena serie de filmes en un marco un poco curioso para ese tipo de cine, marco del que hablaré un poco en la próxima entrada.

Vimos, con el productor uruguayo Sandino Saravia (El baño del Papa, La demora) y el director mexicano Eugenio Polgovsky (Trópico de Cáncer, Los herederos), una bastante digna serie de filmes, con un nivel promedio mejor en los documentales y uno un poco más flojo en la ficción. Tengo la impresión –pese a lo dicho por Thierry Frémaux, que celebró el cine hecho en México y dio por suicidado al cine argentino en una frase que pasó a la historia y que confirmé aquí que sí la dijo, con testigos presenciales- que 2011 no fue un gran año para la ficción mexicana. Sí para los documentales que vienen siendo el motor más confiable del cine hecho aquí.

De los documentales premiamos a Cuates de Australia, de Everardo González, y teníamos también a Canícula, de José Alvarez, y El hombre que vivió en un zapato, de Gabriella Gomez-Montt, como posibles contendientes, mientras que los otros docs de la sección (Lecciones para una guerra, de Juan Manuel Sepúlveda, y Silvestre Pantaleón, de Roberto Olivares) son también bastante dignos. Pero en la ficción, además de Los últimos cristeros, de Matías Meyer, que también premiamos (no había que premiar una ficción y un documental, sólo se dio así), era poco lo que había destacable, con una serie de películas que iban desde pasables hasta realmente flojas.

Dirigida por el realizador de Los ladrones viejos, Cuates de Australia es el retrato de un pequeño pueblo llamado así, como el curioso título del filme, que sufre una tremenda sequía anual que obliga a sus habitantes a irse por un tiempo de ahí. Pero siempre vuelven, por motivos que tienen más que ver con un sentido de pertenencia al lugar que a otra cosa. El filme recorre distintos aspectos de la vida en esta comunidad acumulando personajes, anécdotas y situaciones en un todo no demasiado ordenado pero que consigue meternos en “el clima del lugar”, en la sensación de “estar ahí”, en ese espacio y acompañando a esas personas.

Para lograr eso ayuda el hecho de que González sea un fotógrafo de gran talento: si hay algo que distancia a Cuates… de otros documentales sobre las vidas en pequeños pueblos (varios son así) es su calidad cinematográfica, un notable cuidado de la puesta en escena y de la luz que permite al espectador entrar en la zona y el tiempo narrativo que propone el filme. No es preciosismo lo que busca el filme (bah, por momentos está en el límite), es más bien un elemento que se ha ido perdiendo con la explosión del HD: la sensación de que la imagen tiene un poder en sí misma y no sólo como referencia de un hecho o situación.

Es eso lo que la distancia un poco de Canícula, Silvestre… o Lecciones para una guerra, filmes que exploran vidas en pequeños pueblos a partir de búsquedas similares, pero que parecen más descuidados y casuales desde lo formal (en ese sentido, Canícula es la que más se le acerca). El hombre… también es algo descuidado en ese sentido, pero es un retrato de un personaje insólito del DF y el centro de la acción pasa por otro lado, en las historias y testimonios de su vida. Es cierto que, tras ver varios de estos retratos de sufrimiento en pequeñas comunidades, uno puede empezar a detectar un cliché, un cierto modelo a imitar, uno que tal vez funcione en festivales internacionales como lo hizo El lugar más pequeño el año pasado. Y es verdad también que es una fórmula que podría agotarse (o agotar a los espectadores) tarde o temprano. Dependerá de los filmes que se hagan de aquí en adelante y cómo logren romper o abrirse de ese pequeño encierro temático.

Para que este post no se haga eterno, dejaré el balance de los filmes de ficción y un análisis de lo que fue el festival fuera de las películas (al menos desde mi particular perspectiva “all inclusive”) para una próxima entrada. Es que ahora que me dejaron salir del paraíso, quiero volver a ver qué es de la vida de los demás.