Cine comercial vs. cine independiente: los apuntes de Daniel Burman

Cine comercial vs. cine independiente: los apuntes de Daniel Burman

por - Críticas
05 Jul, 2012 10:19 | comentarios

Lo que sigue es un extracto de «La suerte en tus manos: apuntes y motivaciones de un director de cine», el libro/diario de rodaje/libreta de notas que escribió Daniel Burman alrededor de la película que lleva el título del libro y que se estrenó este año en la Argentina. El libro es una original forma […]

Lo que sigue es un extracto de «La suerte en tus manos: apuntes y motivaciones de un director de cine», el libro/diario de rodaje/libreta de notas que escribió Daniel Burman alrededor de la película que lleva el título del libro y que se estrenó este año en la Argentina. El libro es una original forma de mostrar el otro lado de un proceso de filmación y, a la vez, de exhibir las condiciones y el talento literario de Burman. El texto del libro que publico a continuación, cedido por Editorial Atlántida y el propio Burman, se titula «Cinematográfica Plusvalía» y refiere a una cuestión varias veces mencionada por el realizador en entrevistas: la extraña relación entre cine comercial y cine independiente. Los dejo con el texto y, tras él, un comentario mío al respecto. Y si los lectores quieren seguir la «polémica» que el texto plantea (supongo que algunos lo verán así), están invitados a hacerlo en los comments.

Burman estará presentando el libro en el ciclo de conferencias «Maestros del cine» en la ENERC, Salta y Moreno, el martes 10 a las 19.45.


«Cinematográfica plusvalía», por Daniel Burman

El cine es un combo que viene con doble porción de plusvalía. En principio, trae la habitual, la básica de cualquier actividad inscripta en un sistema capitalista: quien financia una película, ante la remota eventualidad de que esta sea un éxito comercial, tendrá un beneficio por haber invertido su capital en la producción en lugar de usarlo para plantar soja o construir rascacielos. Adicionalmente, la actividad carga con una segunda clase de “plusvalía”: el reconocimiento que genera para algunos de sus creadores cuando la obra accede a cierto consenso en términos de prestigio. Este plusvalor, que se lo llevan algunos, corresponde a una serie de beneficios tales como ser invitados a hoteles que jamás podrían pagar, tomar vinos de ediciones limitadas, conseguir un turno vespertino en el odontólogo y recibir entradas sin cargo para espectáculos de otros colegas.

Si bien una película es un acto de creación colectiva, si llega a trascender como obra finalmente será uno (o algunos en el mejor de los casos) el que usufructúe el valor social del reconocimiento. Aunque exista el salario, que compensa el tiempo de trabajo, este nunca será suficiente para ecualizar esta injusticia básica. Lo que sí podemos socializar y compartir con todos los integrantes del equipo de una película es la vivencia de un sentimiento muy especial: la sensación de orgullo al pagar en el supermercado con el resultado de nuestra pasión. Los que han tenido la suerte de vivirlo, saben que es un placer intransmisible mirar el carrito mientras se hace la fila y saber que esa cerveza o esos diez sachets de leche están en nuestro poder como resultado de un trabajo que amamos. Que disfrutamos tanto que a veces ni parece ser un trabajo. Que esos billetes que le extendemos a la cajera existen, también, porque nos convertimos en algo parecido a lo que siempre soñamos ser.

Una noche, mientras compraba pañales, tuve esa sensación. Era un solo paquete (además llevé algo de queso Port Salut y dulce de membrillo, para mitigar la acidez). Lo que me preocupaba era el precio unitario de cada pañal. Mientras esperaba mi turno calculé cuántos usaría mi hijo por noche y cuántas noches vendrían. Y pensé que sería maravilloso que ese dinero surgiera de un proceso que se inicia con una idea que luego será guión y finalmente una película que alguien irá a ver. Y que parte de esa entrada que un espectador paga para verla sea luego un pañal que protegerá a mi descendencia de la incontinencia infantil nocturna. Parecía un milagro.

En ese sentido, no hay nada más honesto que una película comercial, si es que las películas son entes que admiten calificaciones morales. Yo lo dudo. La cámara no tiene moral. Es un artefacto cada vez más electrónico que óptico y que atrapa lo que le das. Más allá de los atractivos juegos de palabras que sugieren la ética y la estética, ninguna imagen redime el incumplimiento de un contrato, o la falta de pago de un salario. No hay belleza posible si al final del camino uno se queda con todo.

Hace un tiempo fui invitado a un festival en Suiza. Como se estila, por la noche fuimos agasajados junto a otros colegas. Uno de ellos participaba con un documental que hacía un desgarrador relato de la vida de una familia muy humilde del norte argentino. Entre sus personajes había una niña con signos de desnutrición. Mi colega rechazó tres veces el vino ofrecido, como el más exigente sommelier, hasta que le trajeron uno tan caro que el costo de una sola copa hubiera alcanzado para alimentar a toda la familia de su documental. No dudo de la buena fe del director, pero cada vez estoy más convencido de que el cine es un proceso cuyo inicio es programable, pero su final, impredecible. Podés empezar con los pies en el barro retratando la miseria de otro, y luego esa miseria entra en un proceso ¿cinematográfico? que resulta en la siguiente escena: vos sentado en una mesa políglota bebiendo Pinot Noir de Nueva Zelanda. Todo un riesgo.

No sé si a Karl Marx le hubiera gustado el cine, o qué género hubiera preferido. Pero seguramente habría visto en el proceso productivo de una película un claro exponente de su concepto de plusvalía.

 

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Comentario:

Sé que muchos cineastas trabajan con claras ambiciones comerciales, pero no todos lo confiesan abiertamente. Prefieren hablar de otra cosa. Hablarán del esfuerzo que tienen que hacer para conseguir dinero -como si hacer su película fuera sólo una misión épica a nombre del arte puro-, pero nunca contarán demasiado acerca de cuánto ganan, cómo viven y lo que cobran. Escuchando a la mayoría de los cineastas hablar de la dificultad de conseguir plata para filmar y la casi imposibilidad de ganarla con las películas, uno siempre se pregunta: ¿de qué viven?, ¿cómo viven?, ¿les alcanza para las compras en el supermercado?

Antes de que me responda alguno ofendido, doy fe de que muchos se las rebuscan como pueden: dando cursos, filmando publicidades, cortos, alquilando equipos, dando talleres, trabajando en empresas o negocios sin relación alguna con el cine o, como tantos, con la ayuda de sus padres. Y que no todos son jóvenes millonarios, o con padres de bolsillos generosos, que no tienen la necesidad o las ganas de ganarse la vida haciendo lo que hacen. Al contrario. Lo que no hacen es hablar del tema. Nunca o casi nunca. Raramente mencionan créditos, subsidios, facturas, IVA, monotributos, cuentas bancarias o plazos fijos. Si los que les niegan, no los que consiguen.

Burman sí lo hace y, en ese sentido, su postura me parece honesta y sincera. Para él, el cine es su trabajo. Un trabajo particular, creativo, que le permite vivir de lo que ama, ir a Coto (en entrevistas solía hablar de Coto, tal vez ahora no da para hacer «chivos» publicitarios de supermercados, o porque cambió de cadena de supermercados) a comprar pañales y pagar sueldos en tiempo y forma a todos los que trabajan en sus películas. Burman siente que en ese intercambio comercial está la honestidad laboral que él no encuentra en ese cineasta que, según su texto, viaja por festivales parando en hoteles caros y filmando documentales sobre la indigencia en las provincias del norte argentino. Y, siguiendo su argumentación, el asunto es irrefutable.

En donde yo quisiera poner el eje de la discusión es en otro lugar. No tanto en contraponer «el cine comercial honesto» con el «falsamente independiente que no paga salarios y se queda con todo el crédito, el artístico y el otro también», ya que esa es una discusión eterna y remanida, imposible de resumir acá. Más me interesa plantear otra cosa: ¿Hasta dónde sería honesto cierto cine comercial si, en busca de poder comprar más pañales (por usar el ejemplo de Daniel), hace un producto artístico donde lo único que parece primar es la intención de ganar más dinero y no la de generar un buen producto? No lo digo por el cine de Burman: creo que, más allá de los gustos de cada uno, me queda claro que, pañales más/pañales menos, sigue su propia veta creativa, la que no está reñida necesariamente con lo comercial. Pero sí sucede -y tengo la impresión de que en alguna ocasión le habrá sucedido a él también- que la necesidad o el deseo de ganar más dinero hace que se haga un peor producto.

Compáremoslo con una fábrica de ropa, si quieren sacarlo del debate «arte vs. comercio». Si vas a hacer medias -o pantalones o camisas- de una peor calidad y cobrarlas al mismo precio que productos bien hechos sólo porque te permite ganar más dinero, estás entrando en una situación donde esa honestidad puede ser puesta en duda. Puede ser que asumas que vas a hacer ropa de mala calidad y el que la compra la compra «y problema suyo». Tal vez te parezca una transacción aceptable y, en el peor de los casos, asumís que harás tu dinero rápido, antes que la gente se dé cuenta y deje de comprar tus medias. O, como puede suceder, podés empezar a pensar que para poder comprar más pañales tal vez la única forma de ganar dinero sea pagarle menos a los que trabajan en tu fábrica. Y así…

Pero asumamos que no: que sos un comerciante honesto y justo que comercializa sus productos, mejores y/o peores, de la manera que puede, sin engañar a nadie ni engañarse a sí mismo. En ese plan deberías poder aceptar que digan que tu producto no es del todo bueno: las medias tienen fallas, las remeras se autodestruyen después de dos lavados, y así… No hay crítica de ropa o de mayonesas o de toallitas femeninas. Lo que hay es un comportamiento del público que se acerca o aleja de esos productos en función de su rendimiento. En cine, la crítica existe ,y en algunos casos, cumple la tarea (no es para eso que está, pero siguiendo este eje temático veámosla así) de poner a conocimiento del espectador que ese producto que le están vendiendo no es tan bueno como dicen, que el vino de la publicidad pinta bien pero no tiene el sabor que promete, etc…

Lo que quiero decir con esto es que no siempre el cine comercial es el más honesto del mundo. No lo digo, insisto, en el caso de Burman (a quien no quiero hacer arrepentir de haberme cedido este texto y al que además quiero felicitar por lo bien escrito que está el libro), pero tanto él como yo y muchos lectores, sabemos que es así. Que, al igual que el cineasta indie que viaja en primera clase con su documental sobre indigentes «que la ven pasar», hay realizadores/productores que hacen pésimos productos en función de poder llenar más carritos en el supermercado. Y, aún en el caso de que ese mal producto esté hecho con toda la honestidad comercial posible (pagando cada sueldo a término, etc.), y sin «cagar» a nadie, eso no lo exime de una mala crítica a su película.

La crítica de cine, nos guste o no, refiere a un hecho artístico. Casi nunca nos enteramos si ese «gran director que demuestra su gran talento en esa gran película» en realidad maltrata a sus empleados, le debe plata a medio mundo, engaña a su esposa, no paga la cuota del colegio de su hijo o tiene mal aliento cuando se levanta a la mañana. La plusvalía del prestigio se la damos a su producto, no a su forma de vida. Tal vez sea injusto, pero suele ser así en todo el mundo. Somos críticos de cine, no agentes de la AFIP.

El cine comercial, es cierto, es honesto al dejar en claro sus intenciones y el circuito económico en el que participa. No engaña a nadie o no debería hacerlo. Pero también es importante que sea honesto con su producto y hacerlo de la mejor manera posible. Si no, también estará engañando al consumidor. Y ya no con su vida privada, sino con el producto que le ofrece.