La carta de Peter Hammill

La carta de Peter Hammill

por - Críticas, Otros
19 Jul, 2012 10:26 | 1 comentario

«¿Recordás que en una de tus cartas mencionaste la canción Pushing 30? Yo escribí esa canción en un período en el que un montón de nuevas responsabilidades cayeron sobre mí. Estaba por cumplir 30 años y sentí que tenía que dejar atrás la vida que venía llevando, despedirme para siempre de toda esa libertad, toda esa diversión, toda esa locura. Sentí que […]

«¿Recordás que en una de tus cartas mencionaste la canción Pushing 30? Yo escribí esa canción en un período en el que un montón de nuevas responsabilidades cayeron sobre mí. Estaba por cumplir 30 años y sentí que tenía que dejar atrás la vida que venía llevando, despedirme para siempre de toda esa libertad, toda esa diversión, toda esa locura. Sentí que ya nunca volvería a ser ese hermoso huracán llamado Ricky Nadir. Pero pronto comprendí algo. A medida que vamos creciendo, estamos obligados a dejar cosas atrás. Pero si sos… “sabio”, te das cuenta de que podés seguir haciendo las cosas que te gustan y te hacen sentir vivo. En esa canción que nombraste, yo termino gritando que todavía estoy vivo, que todavía me divierto, que tengo un corazón de 16 años…   y que todavía puedo ser Nadir. Voy a cumplir 56 años pronto, mi cabello es todo blanco, me recupero de un ataque cardíaco que casi acaba conmigo… y todavía hago las cosas que me gustan. Todavía puedo reunirme con David, Hugh y Guy a tocar. Todavía estoy vivo y puedo gritarlo. Todavía me divierto. Y todavía puedo ser Nadir. Todavía puedo ser Nadir…»

 

En uno de los comentarios que recibí en la nota «El empleo del tiempo», en la que hablaba de mi renuncia a Clarín, Juan Villegas -cineasta, ¿ex? crítico y una de las personas más lúcidas de este «negocio»- me mencionó cómo, en cierto sentido, lo que yo había hecho tenía contacto con la trama de LA EDAD DE ORO, la excelente obra teatral de Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob que se da en el teatro El Extranjero. Yo había visto la obra pocas semanas atrás, pero más allá de algunos tweets recomendándola, no había escrito sobre ella aquí. Los motivos son simples: el teatro no es mi especialidad y siento que no podría hacer una crítica cabal de una obra, más allá de expresar algunas razones por las que me gusta o no.

Pero al conectar una cosa con otra, a través del comentario de Villegas, me pareció pertinente hablar de la obra desde un costado personal, y tal vez pensar, entender e interpretar lo que le puede suceder a una generación que llega a cierta etapa de la vida (los 40, digamos, quien más, quien menos) viviendo de lo que es en cierto sentido su pasión pero que, en algún punto, se convierte en su medio de vida. La obra es más que eso: plantea una suerte de confusión y ambigüedad ante la idea de crecer, hasta qué punto uno puede aferrarse a fetiches de la adolescencia y la juventud, y cuándo y porqué es necesario dejarlos ir. O no.

A partir de un texto (del cual utilizo una parte al abrir este post) y que se lee en la obra, Jakob y Mendilaharzu parecen dejar clara una idea: crecer -o madurar o tornarse «responsables» o envejecer- no quiere decir abandonar las pasiones de la juventud, sino, de alguna forma, reformularlas de una manera menos fetichista y más -si se quiere- proactiva. Si los protagonistas -dos tipos de treintaypico que venden vinilos- quieren dejar de una vez por todas esa etapa de sus vidas, no sólo deberán vender los discos de Bowie, Bolan, Wire, Talking Heads, Joy Division -o cualquier otro artista glam/punk/post punk/new wave que la obra cita, además de Dylan claro-, sino también los de Peter Hammill, los únicos de los que les resulta imposible desprenderse, los que en un sentido más cabal representan un ideal adolescente de identidad propia y diferenciada.

Uno podría pensar que al llegar a cierta etapa de la vida, los cineastas y los críticos nos planteamos también una serie de disyuntivas similares a las de los personajes de LA EDAD DE ORO. ¿Es esa «edad de oro» la que ya vivimos? ¿O la que podremos llegar a vivir de acá en adelante? La obra lo resuelve muy bien: no apela a la nostalgia por el tiempo perdido, pero tampoco se resigna al pragmatismo de dejar de lado esas pasiones en función de «ganarse la vida haciendo algo digno». De alguna forma, ambas cuestiones -pasado y presente- se conectan. Y, además, la herencia, el paso de la antorcha a una nueva generación, es un tema central de la trama que pinta a las claras a los personajes, a lo que fueron y a lo que serán.

Uno podría pensar que un cineasta a los 40, por ejemplo, debería «profesionalizarse», «tomar en serio su trabajo», «dejarse de pelotudeces», por usar algunos términos banales. También, se podría decir, debería hacerlo un crítico o un periodista. Sin embargo, siento que la obra, el cine y la crítica funcionan de modos más complejos y ambiguos. Crecer en lo personal no significa, supongo, perder esa intriga y curiosidad por el mundo y su/s ambigüedad/es. «Profesionalizarse» no implica abandonar las pasiones ni los intereses de «los veintipico». Y hacer cine -y crítica- debería seguir siendo un desafío personal, emocional, en el que uno se implica no sólo cerebral y económicamente…

¿Cuál es «la edad de oro» de la que habla la obra? ¿Cuál es la de un cineasta, la de un crítico? Supongo que, en esa interpretación abierta que deja la obra, la «edad de oro» es la que puede hacer que ese «pasado idealizado» se incorpore, se sume al presente. Que no trabe, ni impida moverse a los personajes, pero que tampoco sea algo que deba tirarse a la basura en función de «ganarse la vida».

Supongo que es eso lo que le pido al cine y lo que me pido a mí, muchas veces. No dejarnos llevar por la indolencia, la comodidad, la rutina, el sueldo a fin de mes y las comodidades que determinados trabajos nos generan. Cada uno debería tener «una carta de Peter Hammill» guardada en algún bolsillo para mirarla, de tanto en tanto, cuando sienta que ha perdido demasiado el rumbo, de alguna o de otra manera.

En mi caso, habiendo trabajado en un diario grande como Clarín desde que dejé la Universidad, mi sensación siempre fue -por usar una comparación acaso simplista- la de ser una especie de músico indie (por personalidad, por gustos) tocando para un sello grande, instalado y disfrutando las comodidades del «trabajo» y el «éxito», pero sin ponerme a pensar demasiado hasta qué punto la música que estaba tocando ya no me representaba mucho, y que en un punto ya me había olvidado un poco los motivos por los que hacía lo que hacía.

Me gusta pensar que la obra habla de eso. Me gusta pensar que los cineastas deberían, en todo momento, mirar esa «carta de Peter Hammill» y analizar lo que hacen y si lo hacen por los motivos correctos, sean esos los que fueran (cada uno escucha a su propio Hammill, finalmente). No creo que la obra de Mendilaharzu y Jakob -insisto, véanla, es genial en serio- me haya cambiado la vida y llevado a tomar una decisión que no tenía ya en la cabeza años atrás. Pero sí, en un punto, me hizo reflexionar más en profundidad sobre estas cosas. Además de hacerte bajar decenas de discos de Hammill, la obra es una buena forma de enfrentarte a vos mismo en tiempo presente y hacerte pensar en cuál es la Edad de Oro con la que te vas a quedar de todas las que te tocaron, te tocan y te tocarán vivir. Tal vez no sea una sola, tal vez todas las edades tengan sus momentos «de oro».

 

LA EDAD DE ORO: El Extranjero, Valentín Gómez 3378. Viernes, 23.30 hs.