«Los salvajes», de Alejandro Fadel: aferrarse a la incomodidad
Siguiendo con la secuencia de talentosos «escribas» invitados -tras la crónica de Agustín Mendilaharzu de su encuentro en Bilbao nada menos que con Peter Hammill-, ahora le llega el turno de Santiago Palavecino, otro cineasta y escritor («Otra vuelta», «La vida nueva»), acaso uno de los mejores críticos de cine que hay aquí, sólo que […]
Siguiendo con la secuencia de talentosos «escribas» invitados -tras la crónica de Agustín Mendilaharzu de su encuentro en Bilbao nada menos que con Peter Hammill-, ahora le llega el turno de Santiago Palavecino, otro cineasta y escritor («Otra vuelta», «La vida nueva»), acaso uno de los mejores críticos de cine que hay aquí, sólo que el hombre no se dedica a ésto y prefiere hacer películas. Godard, se sabe, decía que hacer películas no es más que otra manera de pensar y escribir sobre cine, y en este texto que escribió Santiago sobre LOS SALVAJES, la película de Alejandro Fadel, queda claro que el tipo tenía razón.
Por Santiago Palavecino
Nunca nos recordaremos lo suficiente que las películas no están para ser domesticadas, que por el contrario es en ese margen de extrañeza que permanece en nosotros donde empieza a existir la experiencia del cine (la de verlo y la de hacerlo, que en este sentido son iguales). Que aferrarse a esa incomodidad, esquiva y evidente, entraña la posibilidad de aprender algo nuevo: sobre el cine y sobre nosotros mismos.
LOS SALVAJES pone en escena el proceso de esa incomodidad ya desde su propio título. Ninguno de los automatismos con que la memoria me bombardea (el fatal y malconocido de Rousseau, o el panfleto rosista o jacobino, otro título de Truffaut o de Garrel, etc) me sirve para delimitar los alcances del atributo salvaje en él. Evidentemente, no serían los protagonistas, que además de complejos son diversos: tienen diferentes edades, hay cuatro hombres y una mujer, uno que conoce Buenos Aires, dos que se habrían criado en un medio rural. Ostentan saberes no menos variados como faenar animales, elegir los medicamentos según sus utilidades, manejar vehículos. Parecen poder habitar por igual la ciudad y el campo. Han atravesado de maneras diferentes las experiencias del sexo y de la muerte.
Manejan el lenguaje de una manera opaca, no tan comunicativa como reflexiva. Quizás por eso casi no tienen diálogos. Aún cuando intercambien algunas frases, parecen más bien estar pensando en voz alta, usando el habla para descifrarse a sí mismos. A lo sumo, podrían responder al atributo de salvajes tanto y tan poco como todos los demás seres que vemos en la película, los animales pero también los otros hombres que se cruzan. Si los vemos matar sin énfasis, es así también como son matados. Es que la muerte, acá, sucede de esa manera, excepto en el final.
“Acá” no es un tiempo ni un lugar determinado, sino el limbo de que está hecha esta película en particular. El habla y la vestimenta de los chicos parece corresponder a los de adolescentes en infinidad de rincones de la Argentina actual, pero eso es un dato anecdótico casi al día posterior a una proyección. ¿El espacio?: podría ser el centro de la Argentina, pero los personajes lo recuerdan profusamente nevado, y tiene apenas dos o tres atributos indudables: no ser ni Buenos Aires ni el correccional, y su carácter asfixiantemente ilimitado. De hecho, cuando se habla del cruce de una provincia, suena a cuento. En realidad, esa leve serranía parece un laberinto, en cuyo final nos espera no el toro, sino el jabalí. Al final está Simón, que está solo.
Porque no es otro el periplo del film, el viaje que nos propone: partiendo de una narración cuasi genérica (una fuga), toma un grupo y sus reglas, su forma particular de concebir el mundo y de representárselo. Y se contagia de este grupo, de su fuga hacia ninguna parte, de su habla reflexiva, de los azares de sus alianzas, de su inevitable dispersión, de su despilfarro de vidas y muertes. Y elige quedarse solo, como Simón, con Simón.
En esta película donde, a diferencia de casi todo el cine, la muerte no sirve como síntoma de un relato (no nos orienta, al igual que el título, al igual que el espacio), sin embargo vemos largamente dos hechos extraordinarios: una resurrección y un suicidio por el fuego.
Una vez más, la memoria dicta “religión”, sin precisar cuál ni por qué. Y probablemente tenga razón. Mi escasísima formación católica sólo me permite llegar hasta ese umbral, a lo sumo en compañía del recuerdo de otras películas como BAJO EL SOL DE SATAN o NOSTALGIA (las que no podrían ser más diferentes, de esta y entre sí, por cierto).
En todo caso, prefiero pensar que a esa altura de la película también nosotros nos hemos quedado solos, como Simón y con él. Tanto es así, que accedemos a uno de sus sueños. Y en él se sueña animal y se sueña fuego. Las dos cosas que lo veremos ser, poco después. En este punto, se me ocurre que quizás lo salvaje sea acá menos una definición que un deseo, una aspiración: ese desamparo donde uno mismo puede también atisbar lo otro.
Y que yo, un espectador, tomo todo lo que veo, muertes, sueños, resurrecciones, porque son imágenes y sonidos, porque son parte de la película que me retuvo (me retiene) mucho más allá de las dos horas de su duración. Porque de las múltiples supersticiones con que el mundo se finge menos cerril, me afecta sobre todo aquella, lateral y frágil pero resistente en su turbiedad, que el cine y sólo él puede obsequiarme. Eso que en esta película no se deja olvidar ni, una vez más, decir.
«LOS SALVAJES» se exhibe el 15, 16 y 17 de octubre en la Sala Lugones del Teatro San Martín. En el Malba se da los jueves y viernes, a las 22, hasta fin de octubre.