Cannes 2014: «P’tit Quinquin», de Bruno Dumont

Cannes 2014: «P’tit Quinquin», de Bruno Dumont

por - Críticas
30 May, 2014 06:49 | comentarios

Seamos honestos: nadie imaginaba que Bruno Dumont podía tener un comediante adentro. Habiendo visto sus películas –y conversado alguna que otra vez con él–, el cineasta francés da la impresión de ser un hombre serio para quien el mundo es un lugar duro y difícil, amargo tal vez, donde reina la oscuridad y en el […]

quinquinSeamos honestos: nadie imaginaba que Bruno Dumont podía tener un comediante adentro. Habiendo visto sus películas –y conversado alguna que otra vez con él–, el cineasta francés da la impresión de ser un hombre serio para quien el mundo es un lugar duro y difícil, amargo tal vez, donde reina la oscuridad y en el que las relaciones humanas son complejas y muchas veces violentas. No recuerdo momentos graciosos en ninguna de sus películas.

Lo cierto es que P’TIT QUINQUIN tiene la particularidad de ser todas esas cosas citadas –violenta, desesperanzada, oscura y amarga–, pero a la vez es una enorme comedia física de esas que hacen reír muchísimo, como hace mucho tiempo a mí no me sucedía. Parece una tarea imposible pero Dumont hace el milagro: su miniserie de tres horas y media es violenta y deprimente, pero también romántica, tierna y muy graciosa, una película capaz de contener un universo entero (un pueblo y su gente) y hacerlo funcionar.

quinquin2La serie –presentada aquí en un formato cinematográfico, por lo que imagino que tiene algunas diferencias con el que se dará en televisión en Francia– tiene un punto de partida de policial casi a la manera de los de David Lynch: en un pequeño pueblo del norte francés (la misma zona y el mismo tipo de personajes con los que el director de LA HUMANIDAD casi siempre filma) empiezan a aparecer cadáveres en extrañas maneras. Los dos primeros lo hacen… adentro de vacas. Y luego habrá otros, en posiciones y en formas humanamente improbables.

Los investigadores del crimen son, por decirlo de algún modo, un tanto torpes. El policía y su ayudante no parecen tener demasiadas luces, pero se conducen como si tuvieran todo muy claro, especialmente el oficial Van Der Weyden, cuya cara es una máquina de tics incontrolables y su cuerpo parece funcionar independientemente de sus brazos. El más discreto Carpentier es quien maneja el auto –lo hace de una forma, digamos, bastante circular– y ambos tratan de atar cabos respecto a los casos.

quinquin1El tema es que los crímenes –todos en principio ligados a un affaire amoroso secreto entre distintos miembros de la comunidad, con un toque también interracial– parecen conectados de manera bastante obvia pero ellos dos miran para cualquier parte y pontifican sobre todo. Alrededor suyo, una banda de chicos circula complicando aún más las cosas. El principal de todos ellos, el Quinquin que da título al filme, es como el «Jaimito» de la vieja tradición humorística argentina: ese chico molesto y jodón al que le gusta andar por ahí metiendo las narices donde no debe y haciendo lo que no tiene que hacer. Pero, en la visión de Dumont, Quinquin también es el alma del relato: enamorado de su vecina, la bella Eve, es el único que parece conectado a sus emociones –y salvable– en este lugar despiadado.

Sí, la película habla (ya los títulos de cada episodio lo dicen) del Mal en mayúsculas, del Diablo y de la imposibilidad de que el Bien triunfe en un mundo cruel. En ese sentido, QUINQUIN tiene algo de TWIN PEAKS. Pero la manera de acercarse al humor de Dumont es menos oblicua y absurda que la de Lynch: por momentos apuesta a situaciones imposibles pero en otros es humor físico puro y duro, casi clásico en su estructura de chiste.

quinquin4Es cierto que gran parte del humor de la serie está en los personajes, en sus rostros, su manera de hablar, su torpeza (hasta para actuar), su mayúscula excentricidad. Pero esa sensación un poco incómoda de que uno está riéndose de ellos se disipa rápidamente ya que queda claro que los mismos actores (o «no actores») participan de esa «fiesta» que es la película, se divierten horrores con los gags (el de la iglesia, en ese sentido, es clave para entender cómo Dumont atraviesa ese límite entre lo ficcional y el documental del rodaje) y contagian esa extraña forma de la felicidad.

Claro que, siendo una película de Dumont, la trama irá volviéndose más oscura con el correr del relato: el cuarto episodio acumula muchas muertes más y muy cruentas, pero la densidad y desesperación de la situación pasan a primer plano, lo mismo que temas como el racismo, la violencia familiar y un cierto sentido absurdo de una existencia sin Dios. Son los niños, enamorados, los que todavía parecen poder conectarse entre sí y, a diferencia de sus mayores, caminar o circular con cierto sentido de la dirección. Los adultos, en cambio, no hacen más que dar vueltas y vueltas en círculos hasta enredarse en sí mismos.