Estrenos: «Force Majeure», de Ruben Östlund
El arranque del filme nos hace imaginar que pronto vendrá el caos. Una familia sueca posa –sus miembros enfundados en uniformes de esquí– para un fotógrafo que los fuerza a abrazarse, a sonreír, a mirar de tal o cual manera a la cámara y entre sí. Están en un resort de los Alpes franceses al […]
El arranque del filme nos hace imaginar que pronto vendrá el caos. Una familia sueca posa –sus miembros enfundados en uniformes de esquí– para un fotógrafo que los fuerza a abrazarse, a sonreír, a mirar de tal o cual manera a la cámara y entre sí. Están en un resort de los Alpes franceses al que han ido a pasar unas vacaciones invernales y si bien todo parece normal entre ellos –en la, digamos, versión escandinava de la normalidad–, que el director Ruben Östlund haya decidido arrancar la película con esa escena hace temer lo peor.
Y lo peor sucede, pero no de la manera que un espectador –acostumbrado a este tipo de relatos europeos de burgueses en problemas– lo espera. En realidad, lo peor es mínimo, casi imperceptible y será debatido luego entre la pareja y algunos otros pasajeros del hotel hasta el cansancio. Entre sesiones de esquí, comidas y juegos en el cuarto, la familia parece estar pasándola muy bien hasta que en un desayuno en un sector abierto y alto del hotel (una especie de terraza), una avalancha de nieve parece venirse con todo hacia ellos. En el momento en que la pantalla comienza a ponerse en blanco y todos a gritar, mamá Ebba toma a los niños y se tira al piso. Papá Tomas agarra el iPhone y sale corriendo.
No es más que un susto, después de todo. Lo que llegó al restaurante no fue más que el polvo de la calculada avalancha (de esas que se hacen para llenar de nieve los lugares que no tienen), pero las diferentes actitudes de los padres generan el comienzo de un sismo (¿avalancha?) emocional que se desarrollará a lo largo del resto de la película. Al principio todos tratan de actuar como si nada hubiera pasado. Pero las caras no son las mismas. Cuando Ebba –en una circunstancia pública e incómoda– saque a la luz el tema, el conflicto saldrá afuera, complicándose cuando Tomas no admita haber hecho nada malo excusándose en un «no recuerdo» o «no fue para tanto»…
Östlund juega un juego riesgoso en FORCE MAJEURE: ponernos a seguir a una familia burguesa en principio bastante poco interesante para tratar de ir despedazándola de a poco. Es un punto de vista narrativo que suele ser cruel y molesto (en la línea Michael Haneke y Lars Von Trier, por citar algunos casos), pero que Östlund evita gracias a dos notables decisiones. Una, puramente cinematográfica: si bien el filme tiene características de psicodrama con momentos casi teatrales (en la mejor tradición escandinava que va de Ibsen a Bergman), la puesta en escena es por momentos casi abstracta, transformando el lugar en algo más parecido al hotel de EL RESPLANDOR, de Stanley Kubrick, con algunas escenas enrarecidas en su tono, con planos muy largos y una preferencia por ángulos y decisiones formales poco convencionales.
Pero el elemento principal que transforma a FORCE MAJEURE en una muy buena película es que Östlund no toma la posición de un entomólogo que disecciona a los personajes desde afuera, casi como un juez que lo sabe todo sobre la clase media alta y les va a dar una lección (a la manera de Haneke). No, aqui de a poco aparece una notable empatía con los personajes, especialmente el de la madre, que no sabe cómo manejar su decepción: puso su vida en construir una familia y de golpe se encuentra con un acto cobarde y egoísta de su marido que le tira todo su castillo de naipes al piso. Y el propio marido, más que un monstruo (que, en cierto sentido, lo es) se va revelando más bien como un hombre incapaz de analizar sus actitudes, de tener una mínima autocrítica. Pura sonrisa falsa (el permanente lavado de dientes de la familia es una metáfora, hasta un poco obvia, de esa necesidad de ser socialmente correctos y aceptables), ninguno quiere hundirse en sus propias miserias para ver porqué a veces actúan como actúan. Pero –alcohol mediante, como suele pasar en estos casos y más aún en estas tradiciones culturales– no les quedará otra…
Östlund es un cineasta clínico y frío que hace películas-tesis sobre comportamientos humanos, imaginando las reacciones que tendríamos ante circunstancias complicadas y adversas. Su anterior, PLAY, era un ejemplo claro, pero más cruel, de este punto. Lo atrapante de esta película no está solo en ser testigos de cómo va avanzando esa crisis matrimonial, sino en cómo ese incidente tiene –al igual que la avalancha– un carácter expansivo: la familia se lo pasará luego a una pareja amiga a la que le cuentan lo que pasó (ella le cuenta; él, diríamos aquí, «se hace el boludo») y esa pareja empezará a cuestionarse a sí misma a la manera de un «qué pasaria si…». Lo mismo, espera Östlund, debería suceder con los espectadores de esta llamativa, curiosamente estructurada y compleja película.
Poner en discusión los roles masculinos y femeninos en una pareja, la idea de la responsabilidad familiar versus el «sálvese quien pueda», la persistente «conveniencia» de la negación versus la necesidad de explorar los temas a fondo, son temas que el filme plantea claramente y que seguramente repercutirán en cualquier pareja, con o sin hijos. El tono ligeramente humorístico que Östlund usa en algunas escenas complicadas pondrán en situaciones incómodas a los espectadores, que se encontrarán tal vez riéndose en momentos en extremo dramáticos. La apuesta es complicada, pero es claro que Östlund no intenta burlarse del drama de los personajes sino más bien jugar con las incomodidades de los espectadores.
Hay escenas llamativas en el filme (una fiesta descontrolada que perturba a Tomas, una genial escena de Tomas y su amigo bebiendo al borde de la pileta que deriva en una confusa situación) que sacan a FORCE MAJEURE de la estructura día a día casi mecánica que tiene. Y hay algo raro que sucede también con el trato de los niños: en una escena Östlund los muestra insoportables y dominadores, casi una pesadilla para todo padre, para luego ponerse en su lugar y empatizar con ellos cuando ven que el edificio familiar se va derrumbando creando, acaso, los momentos más emotivos del filme.
Los varios finales de la película no están a la altura del resto: no solo por la cantidad (el filme parece terminar tres veces por lo menos) sino por ofrecer una sensación acaso demasiado tranquilizadora en una película que hasta allí usó la confusión y perturbación emocional como motor principal. De todos modos, esa «tranquilidad», queda claro, nunca es tan así. Si bien hay algo narrativo al final que remite a un modelo clásico –hacer catársis, enfrentar los miedos, posible resolución–, la sensación de que cualquier incidente puede volver a encender la mecha no se va nunca. Ya quedó instalada en todos ellos. Y en todos nosotros.
Me gustó. Coincido, lo más flojo es/son el/los final/finales. Me decepcionó un poco.