Festival de Mar del Plata: «Birdman», de Alejandro G. Iñárritu
Acaso lo de la «G» en lugar de González –como firma ahora sus películas para las confusiones de Googles e IMDBs– sea un gesto más importante de lo que parece en el cine y la carrera del director de AMORES PERROS. Uno podría pensar que es un «gesto» puramente comercial: para hacer su nombre más fácil […]
Acaso lo de la «G» en lugar de González –como firma ahora sus películas para las confusiones de Googles e IMDBs– sea un gesto más importante de lo que parece en el cine y la carrera del director de AMORES PERROS. Uno podría pensar que es un «gesto» puramente comercial: para hacer su nombre más fácil de recordar, más corto, para que no ocupe la mitad de los carácteres de un tuit. Pero lo cierto es que también parecería haberle quitado «pomposidad» a su apellido, alivianado el nombre del que firma, como si se quitara algún peso de encima. Algo de eso sucede en BIRDMAN, su película más liviana, entretenida, amable y simpática en una carrera llena de drama, sufrimiento y miserias. De todos modos, G. no logra del todo quitarse el González: pese a su frescura y originalidad, los destellos de la pesada carga pseudo existencialista de sus películas sigue presente, solo que bastante más contenida que en sus anteriores filmes.
Digamos que BIRDMAN tiene también un tema, un elenco y un formato narrativo que son irresistibles y que tornan al menos los primeros 90 minutos de la película en un deleite constante y hasta sorprendente. La trama es más sencilla de lo que parece pero tiene ribetes amplísimos. Se centra en lo que sucede en los días previos al estreno en Broadway de una adaptación teatral de DE QUE HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE AMOR, de Raymond Carver. Lo curioso del caso es que el protagonista es Riggan Thompson, un actor en decadencia que supo ser famoso como el «Birdman» del título, un superhéroe de la ficción de la época en la que no había tantos superhéroes como ahora y que no tiene ninguna reputación seria, mucho menos como actor y director de teatro.
En el curso de esos días, en los ensayos y en los «previews» (funciones públicas de prueba a las que la gente puede ir pagando mitad de precio) Riggan tiene que convivir con los nervios y la presión de un estreno y un mundo para el que no está preparado, con las respectivas tensiones de los otros actores y el productor, con cambios de último momento que obligan a traer a un actor muy respetado de teatro pero también pedante e insoportable, con su hija recuperándose de una adicción a las drogas, su ex mujer y su «otro yo», esa voz interior del superhéroe en cuestión que, como un diablillo en el hombro, le habla y trata de convencerlo de volver al cine de los efectos especiales y dejar estas «snobeadas» que no le importan a casi nadie. Y, como una situación surrealista extra, Riggan parece tener algún tipo de superpoder en la vida real…
Lo primero a tener en cuenta es que Riggan es interpretado por Michael Keaton, un comediante que a fines de los ’80 se hizo famoso por encarnar a Batman en las dos primeras películas de la saga –las dirigidas por Tim Burton– y luego decidió no participar más y, de hecho, desapareció bastante del mapa. Eso, que hace que la película tenga un eje casi realista/documental, se complementa con la presencia de Edward Norton en el rol del actor talentoso, respetado e insoportable que trata de decirle a los directores lo que tienen que hacer (exactamente la fama que él mismo tiene). Naomi Watts, Zach Galifianakis y Emma Stone completan los roles principales de un elenco que se luce en cada una de las complicadas escenas.
Lo segundo a tener en cuenta –y ahí viene lo de «complicadas»– es que BIRDMAN está filmada como si fuera un solo y continuo plano secuencia de dos horas. Más allá de alguna escena suelta al principio y al final, el extraordinario fotógrafo Emanuel «Chivo» Lubezki conduce la narración a través de los laberínticos pasillos del teatro de Broadway (y de la mente de Riggan) y sus calles de alrededor con una cámara flotante que sigue al protagonista en movimiento constante. Obviamente que hay varios trucos digitales que permiten sostener esa ilusión (solo unos pocos son evidentes), pero lo que genera ese modelo de puesta en escena es una energía permanente, un nervio y una vitalidad que son únicas. Y es eso también lo que hace notable la performance de los actores, sosteniendo sus dramas y situaciones personales en medio de un laberíntico y seguramente muy calculado mapa de movimientos.
Temáticamente, la película apuesta por dos ejes centrales que se combinan: el drama personal de Riggan y una mirada más general a la industria del cine. El paso de Riggan/Keaton del cine al teatro, la sensación que hoy en Hollywood no se hace otra cosa que superproducciones sobre cómics, la discusión sobre la reputación del actor y su relación con el mundo del teatro y la relación de los artistas con la crítica son los temas, si se quiere, más generales que la película aborda. Temas que si bien son tópicos (algo que sucede también en MAPS TO THE STARS, donde muchos de los chistes están ligados a actores conocidos de hoy, chistes que tal vez pierdan sentido en la posible larga vida útil de la película) funcionan muy bien ya que la propia película se basa en un concepto de casting del mismo orden.
Otra verdadera sorpresa –al menos para mí– es el guión, escrito por los argentinos Armando Bo Jr. y Nicolás Giacobone, que parecen tener un conocimiento profundo del mundo y el vocabulario del teatro de Broadway y la industria de Hollywood. Si bien colaboraron ambos con un tercer guionista (Alexander Dinelaris, debutante como guionista pero autor y adaptador teatral de experiencia en Broadway) y con el propio G. (desde ahora Iñárritu será solo G. aquí), la línea narrativa y los diálogos son de una consistencia y un realismo excepcionales para tres personas que no vienen del riñón de la industria. En ese sentido me es difícil no comparar BIRDMAN con EL ULTIMO ELVIS, la opera prima de Bo Jr., también centrada en un artista algo deprimido, considerado de segunda (un imitador de Elvis, no más que eso), con problemas familiares irresueltos y con un sueño a cumplir: conocer Graceland. Más allá de las diferencias (de estilo, de ambición, de tono), es sorprendente la cantidad de puntos en común que hay entre los dos filmes. No olvidemos, además, que Bo y Giacobone vienen también de una complicada familia de artistas que han tenido sus idas y vueltas con el éxito, el fracaso, la crítica y la «mala reputación» artística…
Hay dos ejes del filme que, para mí, no registran a la altura de los demás. Uno, si se quiere, es más personal. Otro, me lleva directamente a la zona más mística/metafísica/recargada del cine de G. cuando era «González». El personal tiene que ver con la relación de la película con el mundo de la crítica. Un personaje importante en la trama es la crítica de The New York Times, a la que los responsables de la obra ven como la persona que decidirá si la pieza funcionará o no comercialmente cuando escriba su review. Y la mujer –que bebe cocktails y escribe en un anotador en un bar próximo al teatro– es una mujer amarga que ya ha decidido que Riggan no merece la pena y que no hay nada que ese actor mediocre pueda hacer bien. Si bien la situación luego pegará un giro, los diálogos entre Riggan y ella repiten los clichés más desagradables y banales de los artistas hacia los críticos: que son prejuiciosos, que no saben de lo que hablan, que en unas horas destruyen el trabajo y sacrificio de años. En ningún momento, claro, se toma en cuenta que ese trabajo, por más años que haya tomado hacerlo, puede ser horrible ya que se da por sentado que debe ser excepcional y que la crítica será incapaz de mirarlo con su miopía y prejuicios. Revelar más sería spoilear la resolución de esa situación, pero es una zona gris del filme que me resulta molesta.
La otra, la «González», también aparece con todo sobre el final haciendo que la energía y liviandad del filme (aún con las cosas «graves» que suceden hay un tono jovial durante gran parte del relato, algo rarísimo en el viejo Iñárritu) vaya desapareciendo dando paso al «levantamiento de pesas emocional» que el mexicano lleva como una pesada carga de 21 GRAMOS a esta parte. Deberán ver el filme para tener en claro a qué me refiero, pero es una pena que la película no logre mantener esa ligereza hasta el final. Si bien es cierto que la carga dramática de la trama va creciendo y pesando más y más en el momento del estreno, me da la impresión que ahí a la «G.» se le apareció el resto de «González» («se le escapó la tortuga», diríamos por aquí) y BIRDMAN saca a la luz la zona menos interesante del realizador.
De todos lados, considerando la masacre ampulosa de su anterior BIUTIFUL –filme que me da escalofríos de disgusto al solo recordar el título– no puedo menos que celebrar este impresionante cambio de rumbo de Iñárritu que si bien no alcanza a dejar del todo atrás a su «otro yo» tortuoso y angustiado, al menos lo reviste de una capa de ligereza que es más que bienvenida. Obviamente que el otro gran mérito es el de Lubezki (que se apunta para su segundo Oscar tras GRAVEDAD), del ya comentado guión, de todo el elenco (mis respetos y admiración para la siempre luminosa Emma Stone, cuyos ojos y mirada levantan a cualquier muerto), de la notable decisión de musicalizar casi toda la película con un gran solo de batería de jazz (con sus distintos ritmos y movimientos muy acordes a los cambios tonales del filme) y de la siempre interesante aunque discutible mirada sobre el mundo del espectáculo y sobre el ego y los temores de los artistas. Los actores, especialmente, se sentirán muy identificados viendo este filme que, finalmente, habla de ellos y de ese momento en el que «poner toda la verdad sobre el escenario» significa mucho más que un derroche de técnica: es encontrar una verdad, allí, adelante de la gente, que acaso justifique toda su existencia.