Festival de Mar del Plata: «El perro Molina», de José Celestino Campusano
El nuevo filme de José Campusano es, en cierto sentido, un giro respecto a sus filmes previos. No solo porque transcurre en escenarios ligeramente más reconocibles e institucionalizados –en ese borde en el que el Gran Buenos Aires se transforma en un gigantesco wasteland– sino porque tiene medios de producción definitivamente más sofisticados: la calidad […]
El nuevo filme de José Campusano es, en cierto sentido, un giro respecto a sus filmes previos. No solo porque transcurre en escenarios ligeramente más reconocibles e institucionalizados –en ese borde en el que el Gran Buenos Aires se transforma en un gigantesco wasteland– sino porque tiene medios de producción definitivamente más sofisticados: la calidad de las imágenes, la fluidez en el movimiento de cámara y el montaje son de un corte más tradicional y, si se quiere, profesional.
A la vez, la estructura es aún más clásica que en anteriores películas suyas como VIL ROMANCE y FANGO, manejándose en ese terreno donde el western se junta con el policial, como si fuera una película de Walter Hill o Don Siegel, por citar dos ejemplos que bien le servirían a un especialista en thrillers de hombres (y mujeres) duros, secos y fuertes, donde la acción es siempre la justa y necesaria, y en la que los elementos se combinan de una manera narrativamente clásica hasta llegar a un enfrentamiento final.
EL PERRO MOLINA es la historia de un delincuente y ex presidiario que regresa a su zona para encontrar –como otros antihéroes de Campusano y muchos más del cine policial norteamericano– que los códigos ya no son los mismos, que cierto respeto entre marginales ya no existe más y que «los pibes» han perdido por completo «la chapa». Paralelamente a la historia del Perro –cuyo primer trabajito, tras juntarse con un matón más joven, inocente y «de buena ley», termina mal– veremos la relación entre un comisario y su mujer, Natalia, que lo deja tras descubrir que el policía no deja de irse de putas todas las noches. A la chica –bastante bonita, por cierto– no le queda mejor idea, acaso por despecho, que prostituirse también.
Resumiendo una historia que está muy eficaz y claramente narrada en menos de 90 minutos, Natalia va a parar a un prostíbulo y el comisario le encarga a Molina hacerse cargo del Calavera, el que regentea el boliche, sin saber que Molina y Calavera son amigos de «la vieja guardia» y que no son gente de romper códigos así nomás. A la vez, hay otros matones y asesinos dando vueltas, la hermana de Calavera no está muy contenta con que su prostíbulo se transforme en un objetivo policial (hay algo de western a la RIO BRAVO en esa situación) y al «cafishio» en cuestión (un tipo, como muchos en el universo de Campusano, más sensible de lo que aparenta) le pasa lo peor que podía pasarle: se enamora de la chica.
Los cruces generarán la tensión suficiente como para que EL PERRO MOLINA se vaya volviendo cada vez más potente, especialmente porque nunca se sabe por donde vendrán las amenazas y cómo se desarrollarán. Este clima de western se hace aún más evidente con la presencia de Natalia, cuyo look casi de estrella de cine y hasta su peinado le dan un aire de actriz de película del Oeste de los años ’60, lo mismo que su fuerte personalidad, otro clásico ítem que une al cine de Campusano con la línea de los personajes femeninos de Howard Hawks.
Si el filme tiene un problema –que lo tienen todos los de Campusano, pero en este caso se hace más evidente– es la actuación de buena parte del elenco. El realizador ya ha dicho en más de una entrevista que la suya es una búsqueda consciente («quiero que los cuerpos digan su verdad, no que la técnica diga sus mentiras», cito de memoria) y hay mucho de sensatez en esa frase, pero lo cierto es que acá aparecen dos problemas. Por un lado, la «técnica» más tradicional con la que se narra el filme hace que esos desajustes actorales sean más evidentes ya que en sus filmes previos había una «verdad» en cierta puesta en escena tosca («bruta», diría el autor) que iba en paralelo con esa falta de training actoral de su elenco. Aquí, no tanto. Por otro, hay algunos actores que sí funcionan dentro de un esquema de actuación, si se quiere, más tradicional (especialmente Molina y Natalia) lo cual hace que los otros parezcan casi alumnos de secundario o amigos del director haciendo sus mejores esfuerzos por actuar. Lo cual, más allá de la nobleza del gesto, saca muchas veces al espectador del drama que se está narrando, de la «realidad» (mitad verdad, mitad mito urbano) que se muestra.
Películas recientes como MAURO dejan en claro que se puede mostrar el Conurbano y sus clases bajas y medias bajas (no es la misma zona en la que se mueve Campusano, que funciona en cordones del Gran Buenos Aires más alejados de la Capital como en este caso Marcos Paz) sin que nada parecido a una «falsa técnica actoral» arruine la experiencia, y así construir algo parecido a un thriller que ocupe esa zona gris entre lo realista y lo genérico. Tengo la impresión que cuando el cine de Campusano supere esta limitación –casi la única que tiene, en mi opinión, pero una que particularmente me distrae– conseguirá sus mejores obras. De hecho, sería genial que en el Festival de Mar del Plata se cruzara con Viggo Mortensen (cuya mezcla de duro y sensible es ideal para el modelo Campusano) y lo convenciera de hacer una película con él: eso podría ser una obra maestra…
Películas como EL PERRO MOLINA, en cierto punto, funcionan en esa transición, en ese punto medio. Su fuerza es evidente, su universo es consistente (internamente y con el cine previo de Campusano), pero los desniveles técnico/actorales la convierten en una película a la que le falta el equilibrio que sí le da la trama, allá donde mejor el realizador se maneja. En la historia de Molina, Calavera y Natalia hay suficiente drama y tragedia como para que la película se instale como una notable actualización de ciertos subgéneros como el western clase B de los ’50 y ’60 (línea Budd Boetticher, Anthony Mann, Sam Peckimpah, su ruta), o el thriller suburbano de los ’80 (línea Walter Hill, John Carpenter, el William Friedkin de CRUISING o VIVIR Y MORIR EN LOS ANGELES), héroes cinematográficos que el cine argentino no ha sabido actualizar lo suficiente. Ahí está también la potencia del cine de Campusano: en hacer una versión propia y muy identificable de ciertos géneros clásicos. Y es por eso que, aún cuando todavía podamos discutir ciertas decisiones «técnicas», su cine sigue siendo uno de los descubrimientos más valiosos de la última década.