Series de TV: La era de la adultez
En un momento indeterminado del pasado reciente, el cine dejó de ser el entretenimiento preferido para el público adulto. Si bien el cambio recién está empezando a tener su impacto en la Argentina en estos últimos tiempos (¿años? ¿meses?), el cambio cultural viene creciendo desde hace una década o más. El cine, el séptimo arte, […]
En un momento indeterminado del pasado reciente, el cine dejó de ser el entretenimiento preferido para el público adulto. Si bien el cambio recién está empezando a tener su impacto en la Argentina en estos últimos tiempos (¿años? ¿meses?), el cambio cultural viene creciendo desde hace una década o más. El cine, el séptimo arte, el magnífico espejo que nos reflejaba desde la pantalla grande ha pasado a ser, en el siglo XXI, cada vez más el reflejo de tendencias comerciales que tienen poco y nada que ver con eso que llamamos realidad. O, más bien, dejó de reflejar algo parecido a las vidas de eso que llamamos “”adultos”.
Sagas de superhéroes, superproducciones animadas, comedias disparatadas, filmes de ciencia ficción o dramas épico-históricos son los que ahora dominan las grandes pantallas. Sin ánimo de criticar a esos géneros en sí mismos (hay excelentes, aceptables y pésimas películas en cada uno de ellos), es evidente que han dejado casi por completo de lado lo que solía ser una de las ruedas más funcionales del cine mundial: el drama adulto y contemporáneo. Siguen existiendo, claro, pero si no hay nominaciones a los Oscars o actores franceses conocidos, cada vez nos enteramos menos. Al menos por aquí.
En los últimos años una curiosa tendencia parece haberse propagado por el mundo, empezando por los Estados Unidos pero ya extendiéndose a varios países de Europa (Gran Bretaña y Francia, especialmente), el sudeste asiático y en menor medida, América Latina. Ese “abandono” del cine del drama adulto y contemporáneo parece haber sido absorbido por la televisión, históricamente considerada hermana menor y hasta un poco lela en la repartija de funciones sociales. La televisión –más específicamente, las series y miniseries de TV ya que en todo el mundo los reality shows, ciertos deportes y los programas de concursos siguen dominando los ratings– ha reemplazado al cine como eso que los norteamericanos llaman el “watercooler moment”: lo que se habla en los descansos y pasillos de las oficinas.
Además del omnipresente mundo del partido del fin de semana, el cine siempre era tema de conversación de lunes: “¿qué viste el finde?” era casi un lugar común de la charla de oficina. Eso, que venía en franca decadencia desde hace ya años, terminó de desaparecer con el auge de las series de TV: hoy ese momento ha quedado reservado para ellas. En Estados Unidos, de hecho, muchas de esas series se emiten los domingos a la noche dejando la charla casi picando para el día siguiente.
El furor de series de TV como “Breaking Bad”, “Mad Men”, “Game of Thrones” o previas como “The Sopranos” o “The Wire” (por citar solo las más celebradas) y su constante mención como parámetro de la calidad de la narración audiovisual contemporánea puede ser tomado desde diversas aristas, la mayoría de ellas positivas. Veamos algunas:
El cine ha optado, como dijimos, por productos más bien orientados a un público juvenil y eso suele traer como consecuencia estilos narrativos apoyados más en el impacto y en la sensación kinética que en la profundidad o la complejidad narrativa. Las series, con sus largos desarrollos dramáticos, van por el camino contrario. Si “Game of Thrones” fuera una película –aún una saga de varios filmes a la manera de “El Señor de los Anillos”– muchísimas de sus situaciones y montones de personajes que la enriquecen volarían por completo. No hay forma de equiparar nueve horas en tres películas con las 40 de las hasta hoy cuatro temporadas de la serie.
El cine e internet van cada vez más en busca del pequeño impacto memorable. Tratan de ser recordables desde la primera impresión, el shock y la brevedad. Caso concreto: el éxito de “Relatos salvajes”, una película que parece haber sabido adoptar estos mecanismos y crear un resultado impactante aunque no necesariamente profundo. Sus “cortos” proceden como informes de noticiero o clips de YouTube sobre algún caso escandaloso: atrapan, shockean y se olvidan. En ese sentido, la televisión ha optado por el camino totalmente opuesto: la fidelización. Tomar al espectador y conservarlo por meses (en el caso de las miniseries) y por años, en el de las series. Lo que allí es impacto, aquí es desarrollo. Lo que allí se consume y digiere rápido, aquí se mastica lentamente y con semanas y hasta meses de espera.
Hasta los años ‘70 Hollywood pensó en el público adulto como el principal destinatario de sus productos, pero de “Star Wars” en adelante esa mecánica se alteró profundamente y no hubo vuelta atrás. Esta consideración no intenta negar, para nada, el atractivo y los placeres que muchos de esos grandes filmes (que en Hollywood llaman blockbusters) producían y, en muchos casos, siguen produciendo, pero lo cierto es que el concepto de “drama adulto” fue perdiendo de a poco peso dentro del sistema de producción. Cualquier productor de Hollywood asegura que es más fácil financiar una película de acción de 200 millones de dólares que un drama de 30 millones. Sus potenciales ganancias internacionales son interminables.
He aquí donde aparece la televisión por cable, de a poco ocupando ese espacio abandonado por el cine, aprovechando los nichos dejados de lado. Si bien los dramas no son algo nuevo en la pantalla chica, desde la proliferación de las producciones originales para cable estos han ganado en complejidad y oscuridad, presentando personajes y situaciones que antes eran impensados en la pantalla chica y que, curiosamente, hoy son difíciles de encontrar en la pantalla grande. Series como las ya citadas “The Sopranos” o “The Wire”, además de otras como “The Shield” fueron impulsando lo que hoy se ha dado en llamar la Edad de Oro de la Televisión, el momento en el que la pantalla chica ya no solo sacó el documento de la mayoría de edad sino que se puso a discutirle peso, prestigio e influencia cultural al cine.
Hubo un cambio menos notorio dentro del mundo de las series que marcó un antes y un después a la hora de consumirlas y de analizarlas. Históricamente, por la manera en la que está conformado el mercado televisivo, las series solían trabajar narraciones autocontenidas, historias que si bien tenían un arco general y por temporada, necesitaban tener resoluciones específicas capítulo a capítulo. Hasta no hace mucho era todavía habitual que la gente viera episodios salteados de series de TV. Hoy eso es casi impensable y el motivo principal es que las series adoptaron un modelo novelesco (en el sentido literario, sí, pero también en el de las telenovelas) de narración.
Recuperen (o vean) las primera temporadas de “The Sopranos” y verán que cada episodio, en cierto modo, implicaba un caso más o menos cerrado que se intentaba resolver en esa misma hora. De a poco, la necesidad del episodio autosuficiente fue dejándose de lado y hoy una serie funciona como una gran novela: una historia de una serie de personajes a los que seguimos durante años y cuyos cambios se producen gradualmente, más allá de algunas necesidades de impacto dramático que las series todavía no han logrado poderse desprender del todo.
Veamos “Mad Men”, por ejemplo, una serie con tan pocos sucesos dramáticos fuertes que muchas veces es imposible recordar lo que se vio en cada episodio. Una “Serie-río”, avanza como puede avanzar una vida en una pieza literaria: mediante pequeños giros, idas y vueltas, cambios por momentos imperceptibles, rupturas amorosas y así. Más o menos como uno supone se organizan las vidas adultas en buena parte del mundo occidental.
Hasta ejemplares del relato fantástico como la muy popular “Game Of Thrones” dedica minutos y minutos a seguir los conflictos de personajes que en una película quedarían sin duda en una sala de edición. La idea puede ser vista de dos maneras. La negativa: considerar que todo eso es “relleno”, sirve para estirar y no agrega nada. La positiva: que transforma hasta el más secundario y olvidable de los personajes en una figura con peso dramático específico.
Miniseries estrenadas a lo largo de 2014 probaron que un tamaño intermedio también puede provocar un gran impacto mediático. “True Detective” y “Fargo”, con sus ocho episodios cada una, se transformaron en eventos que tuvieron en vilo a las redes sociales durante algunos meses. Esas dos series tenían características que sirven para hablar de otra de las claves de este cambio de paradigma: el paso de los actores y directores de cine a la televisión.
Cuando Steven Soderbergh anunció hace poco tiempo su retiro del cine uno imaginaba que el hombre se iba a dedicar a disfrutar de su fortuna, a engordar o a estudiar macramé. Pero no: apenas unas semanas después anunció su primera serie televisiva, “The Knick”, que ya está en el aire. El fue clarísimo al explicarlo: hoy el futuro de la narración pasa por la televisión. Tanto de la narración clásica como de la experimentación.
Lo decía Gael García Bernal en la entrevista publicada aquí el mes pasado: al cine le han quedado las películas-espectáculo o las películas-riesgo (llamémoslas “de autor) y hoy le toca a la televisión ser la guardia de la Narración, así con mayúsculas. Siendo un medio en el que la figura del director siempre fue secundaria, las series son el territorio por excelencia de los guionistas, que trabajan en grupos coordinados habitualmente por el llamado “show-runner” (muchas veces el propio creador de la serie), cara visible del producto a lo largo de los años. Las series se han convertido en las guardianas de la Narración, las herederas de la tarea de hacer la versión audiovisual de la Gran Novela Americana (¿acaso “Breaking Bad” no estuvo cerca de serlo?), tarea que el cine parece haber abandonado por el momento. Ese es, hoy, su gran atractivo, uno que parece decir: “Acá se cuentan historias”.
En algún momento, esa bandera puede terminar siendo una limitación. Sin tanta influencia de directores, las series podrían empezar a volver a pecar de la misma reiteración que mató (al menos, comercialmente) al cine adulto en los Estados Unidos. Hacen falta directores originales que aporten ideas visuales, riesgo estético, que se atrevan a alterar un sistema que funciona pero que, cada vez más (vean sino los fracasos de decenas de series que intentan convertirse en la nueva “Breaking Bad” cada año) se siente mecanizado y repetitivo.
El proceso de cambio, sin embargo, parece estar comenzando (o recomenzando si pensamos en el “Twin Peaks” de David Lynch) ahora: los directores han puesto su mira en la televisión con todo. Ya no solo para aportar su “chapa” como productores ejecutivos o dirigiendo el piloto, sino haciéndose cargo de la criatura. No hace muchos años Juan José Campanella ni siquiera tomaba en cuenta para su filmografía los episodios que hacía para series de televisión norteamericana –los tomaba como un “trabajo para pagar las cuentas” como muchos otros cineastas hacen con la publicidad–, pero hoy imagino que hasta el propio director argentino no tendría problemas en poner en su curriculum que le tocó dirigir el episodio piloto de “Halt and Catch Fire”, la serie con la que la cadena AMC está intentando cubrir el enorme bache que dejó “Breaking Bad”.
David Fincher, Guillermo del Toro, David Cronenberg, Martin Scorsese, el ya citado Soderbergh, el francés Bruno Dumont y el propio Lars Von Trier (que fue uno de los pioneros con su seminal serie danesa “The Kingdom”) son solo algunos de los realizadores conocidos que se están metiendo de diversas maneras en el mundo de la TV (ver recuadro). Casi todos los canales (y especialmente algunos como SundanceTV, con series como “Rectify” y “Red Road”) tienen como directores de algunas de sus series a nombres que tienen su peso en la pantalla grande como James Gray, Jane Campion, Lodge Kerrigan, Jonathan Demme, James Foley, Jodie Foster, Jim McKay, Stephen Gyllenhaal, Carl Franklin, Peter Berg, David Lowery o Rian Johnson, entre otros. Y “True Detective” fue una rareza ya que todos sus episodios fueron dirigidos por la misma persona (Cary Fukunaga).
Y ni hace falta hablar de la predisposición de los actores, hoy, a trabajar en TV. Lo que antes era un trabajo que se rechazaba (o se hacía, a regañadientes, para pagar las cuentas mientras se esperaba una película), actualmente se ha vuelto prioritario: no solo produce seguridad económica, sino que devuelve prestigio y genera corrientes de afecto y reconocimiento en muchos de ellos. Solo en los últimos años habría que citar a nombres como Matthew McConaughey, Kevin Spacey, Billy Bob Thornton, Steve Buscemi, Woody Harrelson, Robin Wright, Claire Danes, Halle Berry, Susan Sarandon, Meg Ryan o Jamie Lee Curtis, entre muchísimos otros.
El furor es tal que ya se han metido de lleno en la producción de series compañías que trabajan con streaming online como Netflix o Amazon. El primero, con “House of Cards” y “Orange is the New Black” ya ha pisado fuerte en el mercado. El segundo está tratando de hacer mejor pie este año, tras un par de fracasos, con series como “The Cosmopolitans”, del prestigioso cineasta Whit Stillman, o “Red Oaks”, dirigida por David Gordon Green y producida por … Soderbergh. Y ni de hablar de algunas que arribarán en breve y que tienen como nombres detrás de la pantalla a tipos tales como Roman Coppola (“Mozart in the Jungle”) o Marc Forster (“Hand of God”).
La televisión transformada hoy en el imperio del “cuento”, de la historia contada de manera eficiente y prolija seguramente podrá beneficiarse con la llegada de tantos talentos que vienen, seguramente decepcionados, de fracasos o desventuras cinematográficas. Como lo era el séptimo arte en la era previa a su estallido moderno en mil pedazos, la televisión alcanzó el punto de maduración justo como para atreverse a empezar a explorar más y más, a llegar aún más lejos. Habrá que ver el cine para donde va.
(Nota publicada en la edición de octubre de la Revista Bacanal)