Berlinale 2015: «Every Thing Will Be Fine», de Wim Wenders
Otro de los cineastas que ha vivido a lo largo de las últimas décadas en base a sus glorias pasadas es el alemán Wim Wenders. Hay que retrotraerse hasta casi un cuarto de siglo para encontrarse con las mejores películas del realizador, LAS ALAS DEL DESEO y alguna más. Lo mejor que se puede decir […]
Otro de los cineastas que ha vivido a lo largo de las últimas décadas en base a sus glorias pasadas es el alemán Wim Wenders. Hay que retrotraerse hasta casi un cuarto de siglo para encontrarse con las mejores películas del realizador, LAS ALAS DEL DESEO y alguna más. Lo mejor que se puede decir de EVERY THING WILL BE FINE es que es mejor que muchas de las cosas decididamente excecrables que viene haciendo hace años (como la espantosa PALERMO SHOOTING) y que el uso del 3D para un drama psicológico que usualmente no se trabaja en estos formatos funciona bastante bien, dándole al filme algunos climas e imágenes interesantes y ricas visualmente.
Pero no hay mucho más que eso. La historia parece tener mucho más en común con el cine de Atom Egoyan (otro colega generacional suyo, igualmente perdido en una ruta incierta de decisiones cinematográficas absurdas, grupo al que se podría sumar a Isabel Coixet) que con anteriores filmes del alemán. Aquí es James Franco (más contenido y zombie que en el filme de Herzog, pasado de Rivotril como comentaba un colega) el protagonista, un escritor con problemas matrimoniales que tiene un serio accidente cuando viaja en auto por la ruta y se topa con una carretilla en la que vienen dos hermanos. Uno sobrevive, el otro no.
Tomas (Franco) vive en la helada Quebec y tiene problemas con su mujer Sara (Rachel McAdams, con un insólito acento). Tras el accidente, terminan por separarse, ya que él queda particularmente perturbado y hasta intenta suicidarse. Retoman su relación pero, corte a dos años más tarde, él está solo otra vez y con una novela exitosa publicada. Allí viaja al lugar del hecho, a reencontrarse con la mujer (Charlotte Gainsbourg), madre de los hijos que chocó con su auto. Ella lo ha perdonado –fue un accidente, dice– un poco en base a su fe religiosa. Pero el hijo que sobrevivió no la lleva tan fácil.
De ahí en adelante la película seguirá saltando de a dos y de a cuatro años en los que conoceremos más vicisitudes de la vida de Tomas y sus libros, sus compañías (se vuelve a casar, etc) y cómo ese hecho traumático regresará, una y otra vez, a meterse en su vida. Pero la trama en sí es el menor de los problemas. Los diálogos de la película no pasan del lugar común, de la exposición básica de esas que, si uno las escuchara en castellano, no podría creer lo simplistas que son. «Tengo muchos problemas», dice un personaje. «Yo también», le contesta el otro. Y ese tipo de ingenio verbal continúa por dos horas.
Otro elemento que se agrega a la chatura narrativa es el tono del filme: todos esos diálogos y situaciones están encarados con una gravedad tal que parecen estar bajando a Tierra algún tipo de Sagrada Escritura. Todos hablan lento, caminan como si las piernas les pesaran 300 kilos y ponen cara de sufrimiento ante la aparición, digamos, de un semáforo en rojo. Es como una convención de almas en purgatorio. Tal vez esa sea la intención, pero al espectador le da más la impresión de estar ante un retiro espiritual de personas altamente medicadas.
Lo mejor, insisto, está en algunas imágenes y composiciones en 3D cortesía del fotógrafo Benoit Debie, habitual colaborador de Gaspar Noe y Harmony Korine, pero por otro lado la música sombría y solemne del incansable Alexander Desplat no hace más que darle al filme otra capa más de impostada gravedad. Wenders muchas veces se ha corrido hacia ese lado grave y solemne (no hay que ir mucho más lejos que su curiosamente celebrado documental sobre Sebastian Salgado, THE SALT OF THE EARTH, nominado al Oscar), pero aquí el guión no termina de ganarse esa gravedad. Y Franco caminando con cara de preocupación no alcanza a dársela…