Estrenos: «El divorcio de Viviane Amsalem», de Ronit y Shlomi Elkabetz
Contundente, poderosa y efectiva, EL DIVORCIO DE VIVIANE AMSALEM es una película que interpela directamente al espectador a partir de su problema central. Viviane (interpretada por la codirectora Ronit Elkabetz) quiere divorciarse de su marido, con el que está separada desde hace un tiempo. ¿Los motivos? No se llevan bien, son incompatibles, ella ya no […]
Contundente, poderosa y efectiva, EL DIVORCIO DE VIVIANE AMSALEM es una película que interpela directamente al espectador a partir de su problema central. Viviane (interpretada por la codirectora Ronit Elkabetz) quiere divorciarse de su marido, con el que está separada desde hace un tiempo. ¿Los motivos? No se llevan bien, son incompatibles, ella ya no lo ama más. Pero en Israel la situación no es tan sencilla, ya que los casamientos se hacen allí solo de manera religiosa y no civil, por lo que para divorciarse hay que convencer a una suerte de tribunal de rabinos de que el hecho es inevitable.
El problema con Viviane –cuyo matrimonio con Elisha, ambos de origen marroquí, ya fue explorado en dos previos filmes de los Elkabetz, TO TAKE A WIFE y SHIVA— es que los motivos en cuestión no logran ser convincentes para el trío de rabinos: Elisha no es violento, ni la maltrata, ni la engaña con otra ni dejó de «proveer» para la familia. Es un hombre religioso, canta en la sinagoga y aparentemente es respetado (o más bien temido) en su comunidad. Sin esas faltas, los rabinos no se la hacen sencilla a Viviane. Y Elisha, su marido, tampoco: pese a que es obvio que no se llevan para nada bien, se niega a otorgarle el divorcio y no se presenta a los llamados de los rabinos a comparecer hasta que es estrictamente necesario, agotando los caminos legales y la paciencia de su esposa.
Es tan irresoluble el asunto que pueden pasar años y años para que la situación avance y hay casos en los que jamás se resuelve. Ronit y Shlomi Elkabetz cuentan esta saga como una suerte de kafkiano drama, con toques de comedia y una imaginativa puesta de cámara que logra evitar que el filme –que transcurre casi todo el tiempo en el cuarto donde tiene lugar el «juicio»– se vuelva un tanto teatral. A su manera, hay algo de película iraní en EL DIVORCIO…, tomando en cuenta no solo los ejes temáticos sino hasta en la forma en la que es el diálogo casi reiterativo –una suerte de boxeo dialéctico– el motor dramático que da intensidad a la historia. Acaso LA SEPARACION, de Asghar Farhadi, sea un modelo con el que se puede cruzar a esta película.
Pero es más sorprendente en una sociedad supuestamente más occidentalizada como la israelí que sucedan estas cosas, que las mujeres sean maltratadas, «ninguneadas» o prejuzgadas frente a una relación de pareja que se vuelve complicada. Viviane y su abogado van y van, implacablemente, a pedir un divorcio ante un marido que, durante un largo tiempo, simplemente no se presenta y al que, promediando el relato, no le queda otra que dar la cara. Pero eso es solo el principio: a lo largo de los años que dura el juicio (el tiempo en el filme se va marcando con carteles que dejan en claro que pasan meses entre una escena y otra) empezarán a pasar testigos que intentarán dar su punto de vista sobre si Elisha debe concederle o no el divorcio, sobre lo que pasaba en esa casa, sobre si la pareja es o no salvable y, especialmente, sobre si Viviane es reprobable por el sólo hecho de no amar a su seco, circunspecto y orgulloso marido.
Los hermanos Elkabetz logran esquivar la repetitividad que puede tener el formato y la propia trama mediante el uso de planos siempre subjetivos, que hace que cada vez que vemos a alguien sea a partir del punto de vista de otro personaje. Están los tres jueces (uno, igualito a Mandy Patinkin, es la voz cantante), el hombre que toma nota, los divorciantes y sus respectivos abogados. Entre ellos –y, luego, los testigos– se cruzan los cables emocionales que tienden los directores en el filme.
Si bien en algún momento la película puede pecar de cierto didactismo temático –o algún testigo puede parecer un tanto exagerado o teatral– el creciente drama de Viviane, una mujer atrapada entre una ley absurda y un marido terco, va volviéndose poderosísimo para el espectador. Ante la frustración, ella empieza a perder los estribos y ese mismo fastidio puede ser contraproducente para su causa. Finalmente, nadie gana en este drama. Es un sistema –retrógrado, absurdo, machista– que torna perdedores a todos los que se ven envueltos en él. Pero, claro, especialmente a las mujeres, atadas de pies y manos ante un mundo en el que hasta soltarse el pelo puede considerarse un acto de rebeldía.
Los diálogos son magníficos y dan cuenta del machismo más retrogrado y el disparate de querer tratar los problemas del siglo XXI con los preceptos religiosos creados cinco mil años atrás. La burocracia del tribunal es exasperante, y parece nunca terminar de cerrar el caso, estirando la resolución una y otra vez, cuando todo lo que se podía hablar estaba ya dicho. Pero todos estos asuntos no tendrían el impacto que logra el filme si no se hubiera acertado en la forma de contarlo. Los directores Ronit Elkabetz y Shlomi Elkabetz han realizado elecciones formales destacadas. Toda la película transcurre en el tribunal. La cámara nunca sale a exteriores ni filma otros interiores. Esto logra darle un clima claustrofóbico al debate e implica desde lo formal, una toma de posición de los directores a favor de Viviane, que siente que su propia vida es una especie de prisión sin barrotes, atrapada en una existencia que no desea, con un hombre al que no ama. Abundan los primeros planos, sobre todo del rostro de Viviane, que despojado de
todo maquillaje, trasmite con mínimos gestos todo el dolor que la aprisiona. El montaje es ágil, y cambia de modo permanente el ángulo de la cámara desde donde se captan las escenas. Es como si los directores intentaran mirar el problema desde todas las perspectivas posibles, para que el espectador se involucre en el conflicto escenificado y no decaiga su atención ante los jugosos pero extensos parlamentos. Es la maestría en la forma de filmar lo que hace del filme una obra de arte que conmueve al espectador a la vez que lo interpela.