Estrenos: «Joy: el nombre del éxito», de David O. Russell
El cine de David O. Russell es anárquico, caótico, acelerado narrativamente. Y es desprolijo, descuidado, vital, en lo visual. Lo suyo en estos tiempos parecen ser comedias dramáticas (o dramas con toques cómicos) que juegan con los convencionalismos y hasta clichés de los géneros de una manera deforme, deshilachada, como si fueran un demo –o […]
El cine de David O. Russell es anárquico, caótico, acelerado narrativamente. Y es desprolijo, descuidado, vital, en lo visual. Lo suyo en estos tiempos parecen ser comedias dramáticas (o dramas con toques cómicos) que juegan con los convencionalismos y hasta clichés de los géneros de una manera deforme, deshilachada, como si fueran un demo –o un ensayo general– de una película que se hará después. Ese estilo tiene sus fans y sus detractores, personas que se sienten a gusto en ese caos de gritos, peleas y familias y/o parejas disfunciales y otros a los que, simplemente, los agotan. En mi caso, siempre depende de la película y de lo bien que funcione en lo específico. De las últimas que hizo desde que «regresó» con EL GANADOR, tengo la sensación que cada película ha dado un poco menos que la anterior, empezando por la muy buena EL LADO LUMINOSO DE LA VIDA siguiendo por la más despareja ESCANDALO AMERICANO hasta llegar a JOY que, sin ser mala, es acaso la más floja de todas ellas.
Repitiendo la trifecta Jennifer Lawrence, Bradley Cooper y Robert De Niro, en esta ocasión Russell pone todo el peso de la película en J. Law, que interpreta a una chica creativa y soñadora a quien los problemas familiares le van cercenando esa capacidad hasta convertirse en una ama de casa divorciada con dos hijos que vive en una casa en la que también está su ex marido (Edgar Ramírez) y su también separado padre (De Niro) viviendo juntos en el sótano (y se odian), mientras que su madre (Virginia Madsen, muy maquillada) mira la tele todo el día y casi no se levanta de la cama. Los hijos y la abuela (Diane Ladd) son los únicos que parecen creer en Joy y piensan que merece otra oportunidad para cumplir sus sueños de cuento de hadas pero sin príncipe.
Eso es, en definitiva, lo que es JOY: un cuento de hadas moderno, una especie de «Cenicienta» adaptada a las dificultades de cumplir con el tan ansiado «sueño americano». Joy, como la citada Cenicienta, tiene a todo el mundo en contra: su padre, su «madrastra» (Isabella Rosellini), su media hermana y hasta su empastillada madre le boicotean todos sus planes y creen que lo único que debe hacer es buscarse un trabajo, ayudar en la cas y criar a sus hijos. Pero ella está convencida que un objeto que acaba de inventar –un trapeador para los pisos con un sistema novedoso de autolimpieza– puede sacarla de ese lugar terrible de caos, gritos y negatividad. Pero no será nada fácil.
La exageración casi caricaturesca de los personajes no sólo es típica de las películas de Russell sino que es lógica para una película que se apoya en modelos como los cuentos de hadas, con sus brujas y sus príncipes y sus trampas para descuidados. Pero en JOY hay algo que resulta demasiado disonante entre el realismo casi caótico de la puesta en escena y la estilización «artificial» que habitualmente requiere este tipo de caracterización. Hay un punto en que los personajes que rodean a Joy –salvo su abuela, su ex marido y su única amiga, encarnada por Dascha Polanco, de ORANGE IS THE NEW BLACK— terminan siendo demasiado exagerados, demasiado irritantes, forzosamente insoportables.
Algo similar, pero en menor medida, sucederá con Neil Walker (Cooper), ejecutivo de QVC, un canal de televisión dedicado a las ventas (una especie de Llame ya! de 24 horas), a quien Joy contacta y con quien tiene la primera posibilidad real de hacer conocido a su producto y venderlo. La secuencia –que promedia la película y que lidia con los pasos de Joy por QVC, con sus idas y vueltas– son lo mejor del filme. Y la innegable química que Lawrence tiene con Cooper ayuda a que todo el sistema funcione bien, por un rato. Pero luego vuelve la telenovela familiar caótica y excesiva (que es, apenas, un poco menos grotesca que las que su madre ve por la televisión y que Russell grabó con actores de soap operas norteamericanos reales) y el asunto comienza a ser ya agotador, especialmente en una película de dos horas de las cuáles más de la mitad se va en discusiones y peleas familiares.
El tema de Russell ha sido siempre la familia y ya en EL GANADOR –bah, en sus primeros filmes también– quedaba claro que su retrato de ese mundo sería siempre chirriante y excesivo. En JOY da la sensación que llegó el momento de cambiar un poco de registro. No solo por el agotamiento que generan sino porque la historia que la circunda a esa familia no parece tener demasiado fuerza para aceptar ese conventillo propio de sainete criollo o alejarse lo suficiente de él. Lawrence es una actriz poderosa, capaz de cargarse con la película y llevársela puesta –por suerte esta vez está más contenida que en otras, funciona como la voz de la razón en medio del caos–, pero a la película le sucede como casi siempre al personaje: la mayoría de las veces la familia insoportable le gana por cansancio.