Estrenos: «Gilda, no me arrepiento de este amor», de Lorena Muñoz
La película de la codirectora de «Yo no sé que me han hecho tus ojos» sobre la cantante se centra en la impensada transformación de una chica de barrio en una estrella de la cumbia. Sólida y cuidada en todos sus rubros, se destaca especialmente por la gran actuación de Natalia Oreiro como el personaje principal.
Hay una escena, a pocos minutos de comenzar la película, que revela claramente cuál es el tema, el conflicto central de GILDA, NO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR, de Lorena Muñoz. Miriam Alejandra Bianchi (tal el nombre real de “Gilda”) está esperando en una fila para audicionar como cantante para un grupo de cumbia. Flaquita, vestida de manera sencilla, pronto se da cuenta (y las otras chicas que esperan se lo dejan en claro) que con ese look no le va a ser sencillo entrar en un mercado que busca chicas más voluptuosas. Las chicas entran y Miriam decide soltarse un poco el pelo y hacerse un nudo para levantarse su camisa por arriba del ombligo. Está claro que para el mercado no llega a ser suficiente –ni tampoco que cante mucho mejor que el promedio– pero es el comienzo de un viaje del que ya no habría vuelta atrás.
Se puede analizar GILDA de una manera clásica, optando por poner en una lista todas las cosas que están bien o muy bien en el filme y en otra –mucho más corta– las potencialmente mejorables. Pero sería una forma perezosa de mirarla. Es cierto, en la primera lista habría que anotar su indiscutible calidad técnica, su impecable trabajo sonoro y visual, las muy buenas actuaciones de casi todo el elenco con párrafo especial para Natalia Oreiro en un papel que parece hecho a medida, su narración clásica tomada de tantísimas biografías musicales de la escuela norteamericana y su pareja solidez en todos los rubros, especialmente en un subgénero que nos tiene acostumbrados a la explotación oportunista más comercial. En la otra se podría poner en cuestión ciertos problemas de la excesiva limpieza de las “biografías autorizadas”, que Gilda es un personaje casi sin dobleces (la película por momentos bordea la hagiografía, o “vida de santos”) y que los conflictos de la trama no escapan de los tradicionales del subgénero.
Pero no estaríamos diciendo casi nada de la película en sí. GILDA es una historia sobre una mujer que cambia de vida. A los 30 años, casada, con hijos, maestra jardinera, Miriam es una chica de barrio que, un tanto agotada de su rutina y con una pasión un poco tapada por la música, decide pegar un volantazo a su vida: no sólo ingresar al mundo de la música sino a un mundillo muy particular que poco y nada tiene que ver con su experiencia. Y ahí volvemos a la primera escena, que se continúa cuando el productor, Toti Giménez (un irreconocible Javier Drolas) le pregunta a Miriam qué música escucha: Sui Generis, dice ella, algunos cantantes melódicos como Franco Simone. Nada que ver con lo que terminará haciendo. Más todavía si –como se muestra en el filme aunque calculo que es una licencia dramática– su canción favorita de la infancia era “God Only Knows”, de The Beach Boys, que cantaba con su fallecido padre (Daniel Melingo) y motor dramático de su cambio de vida, en una versión en castellano.
Pocas biografías musicales cuentan este viaje (en general los músicos pertenecen a un similar universo socioeconómico al de la música que hacen) y pocas películas ponen en juego un conflicto que es inherente a su propia factura: el hecho que la directora y la actriz han hecho el mismo viaje que la protagonista y no pretenden ocultarlo. Buena parte del cine argentino está hecho por cineastas de, por lo menos, clase media que nos pretenden hacer creer que conocen al dedillo mundos que sos muy distintos a los suyos –barrios carenciados, pobreza, el interior profundo del país– aunque raramente hayan arrimado sus 4×4 a esas zonas. Muñoz no lo hace y esa situación (que los norteamericanos llaman “fish out of water”, pez fuera del agua) describe tanto a la modosita maestra jardinera cantando cumbia en algunos densos tugurios para managers inescrupulosos como a una cineasta que viene de hacer películas sobre Ada Falcón y murales de David Siqueiros. En GILDA no se oculta ni se disfraza el lugar desde donde se narra. Y ese es uno de sus principales méritos.
El otro es que, una vez admitido ese punto de vista (personajes como el marido de Miriam y su madre son portavoces de ese choque cultural), la película sigue a su personaje en su ingreso a este nuevo universo de una manera humanista y sin jamás ponerse irónicamente por encima de los personajes que la acompañan en esta nueva aventura. Más allá de los oportunos villanos de la trama (un productor que la explota y la pone en problemas cuando ella no quiere seguir ligada a él, o algunas simpáticas bromas como la que muestra a Gilda doblando en estudio a Las Primas), lo que Gilda encuentra en el mundo de la cumbia es una suerte de familia sustituta que empieza por Toti, sigue con sus músicos (el hecho que varios sean los músicos reales de Gilda le agrega una cuota de emoción a la historia) y termina por su masiva aceptación popular con la que su viaje, primero metafórica y luego de manera trágica, concluye.
Es un viaje que tiene miles de ecos en la cultura y hasta en la política argentina. Y eso es algo que Muñoz deja en claro de entrada con el largo plano de su féretro y los rostros llorosos que lo miran, escena que convierte a Gilda en Evita y a su recorrido en una especie de agregado a la mitología peronista: la abanderada musical de los humildes. Pero esa metáfora tampoco es convertida en el eje central del filme. Queda ahí, para ser tomada o dejada, lo mismo que el costado “sanador” de la cantante, tema que la película toca apenas y jamás profundiza, ya que la propia Gilda no creía mucho en todo aquello y la película decide, por suerte, no explotar esa zona.
Otro elemento que funciona muy a favor del relato es que la directora sea una mujer y que su mirada, en cierto punto, esté focalizada en los conflictos personales que el cambio de vida de Miriam produce en lo que –se supone por añejos mandatos culturales– son sus “obligaciones” como esposa y madre. Hay más escenas de entrecasa en la película que lo usual en este tipo de relatos y no para contar situaciones explosivas propias de superestrellas musicales sino más bien problemas universales como los que tiene el personaje por no poder estar más tiempo con sus hijos. Algo similar sucede en la ambigua y no del todo definida relación con su marido (Lautaro Delgado) en la que corren elementos como la culpa y cierta extraña forma de codependencia.
Es cierto que el viaje que GILDA narra la transforma en un producto curioso: es una película que busca ser popular sin ser populista, que utiliza recursos narrativos de un cine hollywoodense (si se quiere, burgués) en lugar de optar por una estética más “latinoamericanista” y que no se asoma ni de lejos al universo más barroco de un Leonardo Favio, alguien a quien por motivos obvios se podría haber tomado como referencia. Eso, que tal vez pueda limitar ciertas chances de conexión masiva (es probable que la película sea tildada de fría, excesivamente cuidada o hasta elegante, como algo que no se corresponde del todo con el mundo que narra) y que proviene también de una producción armada en función de una idea de “buen gusto” internacional es, finalmente, más honesto y respetuoso de la historia y la figura de su personaje que la otra opción, la de disfrazarse de algo que ni la directora ni su protagonista son. La película narra la transformación de Miriam en Gilda. Y la que lo cuenta, la que hace el viaje, es Miriam. El mito empieza cuando la película termina.
Gilda es femenina, considerada, maestra dedicada, madre responsable y culposa, esposa sufrida, talentosa, abnegada. Ni siquiera suelta una sola mala palabra en toda la película. Todos estos reparos se hacen trizas frente a la actuación de Natalia Oreiro, que te desarma desde el comienzo al final. No pude resistirme. Y quise eh.