BAFICI 2017: Críticas de la Competencia Argentina (14)
La Competencia Argentina del festival se compone en gran parte de estrenos mundiales, por lo que son pocas las películas que se pueden anticipar. Así que aquí van las ya estrenadas en festivales previamente. Durante el BAFICI este será el post que más veces se renovará de todos.
Otra edición del BAFICI, otra serie de posts con críticas y reseñas de películas que he visto e iré viendo antes y durante el Festival. Los distintos posteos se irán actualizando diariamente –el dato que delata novedades es el número de críticas en el título del post– y, es probable que, como en años previos, haya más de un centenar de títulos reseñados al terminar el evento. Datos que vale la pena recordar para seguir esta serie de posteos: las películas que tienen su estreno mundial en el festival solo aparecerán una vez que hayan tenido su proyección de prensa oficial, por lo que la mayoría de las películas argentinas que están aquí recién aparecerán reseñadas durante el festival. Y una novedad: este año las críticas tendrán puntajes, ya que varios lectores me han pedido hacerlo porque, al ser películas que casi nadie vio previamente y que luego no se mantienen en cartel durante un tiempo como los estrenos comerciales, muchos prefieren no enterarse de que van y leer los textos después de verlas.
Como decía en el párrafo anterior, esta competencia es uno de esos casos en los que son pocas las películas que se pueden anticipar ya que la mayoría tendrá su estreno mundial durante el BAFICI. Así que aquí van las ya estrenadas en festivales previamente y estén atentos ya que este será el post que más veces se renovará de todos durante el festival.
ORIONE, de Toia Bonino (8)
Tortas de cumpleaños y pelopinchos. Manos que trabajan y voces que narran. Rostros de personas que no vemos pero imaginamos dolidas, aunque contenidas, llagadas por el tiempo y el llanto. ORIONE se acerca a un tipo de historia que el cine documental nacional viene tratando bastante en los últimos años –casos policiales, familias rotas, gatillo fácil– pero lo hace de una manera inusual, propias de una cineasta que proviene del cine más experimental y las artes visuales. ORIONE se centra en la vida de Alejandro Robles, un pibe que se volvió delincuente y sufrió las consecuencias de su elección.
Dentro de un género acostumbrado a las «cabezas parlantes» y a los casos controvertidos, la película de Orione es original en ambos aspectos. Más allá de un solo personaje, nadie habla a cámara en ORIONE. La principal voz, la que relata la historia, la protagonista del filme, es la madre de Ale, de la que vemos casi siempre sus manos, preparando con cuidado, dedicación y sabiduría de experta una torta de cumpleaños para su nieto. Es ella la que va contando lo que fue pasando con Ale, desde que era un chico un tanto rebelde en la secundaria hasta que entró a participar en bandas que robaban y hacían secuestros extorsivos al paso en el Sur del Gran Buenos Aires.
Ya se enterarán de los detalles viendo el filme, pero lo llamativo de ORIONE es su elección por un tono descriptivo ajeno a la catarsis o a la lucha por una injusticia. Claro que hay factores (y personas, delatores, policías encubiertos, transas) que llevaron a Alejandro a vivir en una peligrosa zona delictiva, pero el filme no pone el acento allí ni intenta buscar culpables. Narra una vida que fue entrando en un callejón de difícil salida a partir de videos familiares de tiempos felices, imágenes televisivas, descripción de ambientes y el testimonio de una madre que no pudo hacer nada por evitar la «caída en desgracia» de su hijo.
Si bien el carácter descriptivo del documental apunta más que nada a mostrar una suerte de cotidianeidad barrial en la que la vida de Ale se fue desarrollando (vacaciones, fiestas, encuentros familiares) y utiliza un sonido angustiante casi de filme experimental, ORIONE encuentra zonas curiosas donde la emoción se hace sentir, especialmente a partir de una carta (o email) tipeado en la pantalla en el que Ale parece despedirse de su madre a sabiendas que lo van a matar y le pide que cuide a su familia. Acaso esas diez o doce líneas de texto (o las manos de su madre poniendo los toques finales a la torta que le está haciendo a su nieto) digan mucho más sobre esta situación que decenas de otras películas que priorizan el análisis sociológico y utilizan la experiencia personal del mismo modo casual (para probar una idea sobre la «inseguridad» o la «violencia social») que lo hace un noticiero televisivo, aunque con un punto de vista opuesto.
Acá no hay juicios de valor sobre el accionar de nadie. En ese sentido, Ale tal vez no sea una «causa», pero fue una persona que no supo (o no pudo, o no quiso) mantenerse dentro de los límites de la legalidad. Pagó las consecuencias y hoy está presente en una madre, un hijo, una familia, un barrio. Y en una película.
VERGEL, de Kris Niklison (7)
Esta inusual película de la directora de DILETANTE transcurre casi en su totalidad en un departamento porteño. Allí es donde está una turista brasileña (Camila Morgado) que se topa con la noticia de que su marido ha fallecido y está en la morgue. La mujer –que no sale de ahí, curiosamente, para verlo– queda obviamente muy golpeada por la noticia y empieza a hacer los necesarios trámites para repatriar el cadáver. Pero el asunto no es sencillo por cuestiones burocráticas y la espera –y la desesperación, angustia y depresión– se hace larga y la mujer empieza a caer en zonas de depresión crecientes.
El cambio llega cuando conoce a una vecina del edificio (Maricel Alvarez), a la que la dueña del departamento le dejó como encargo regar la enorme cantidad de plantas que hay en la terraza. La presencia que al principio es, para la reciente viuda, incómoda y molesta –ella está casi catatónica y la vecina es pura sonrisa y casi forzado optimismo– empieza a volverse, en cierto modo y muy de a poco, sanadora, permitiéndole manejar la espera con otro ánimo. Y, ¿quién sabe?, acaso cambiar de planes.
Es a partir de la intensificación de esta relación –promediando el metraje– que la película encuentra del todo su rumbo y su mejor pulso. Las protagonistas se van acercando más y más, y pronto lo que parecía ser una historia de pulsión de muerte se vuelve una de vida, sexual, de acompañamiento y con las verdes y crecientes plantas como evidentes pero funcionales metáforas de ese cambio de ánimo.
La película tiene una imagen y una paleta de colores muy especial, lo mismo que raras viñetas que corren en paralelo al relato, ideas y conceptos que parecen salidos del costado no cinematográfico de Niklison, quien no parece demasiado preocupada por ser excesivamente fiel a las convenciones realistas del relato clásico, algo que se nota también en algunas actuaciones (en especial las voces del otro lado del teléfono) que desentonarían por lo estentóreas en un relato más convencional. Pero aquí, en esta curiosa pieza de cámara, mezcla de historia de amor y redención botánica, son partes de un todo que las excede y sostiene. Siempre y cuando, claro, el espectador esté dispuesto a entregarse a un relato formateado y presentado de una manera bastante inusual.
EL ESPANTO, de Martín Bechimol y Pablo Aparo (4)
Este documental es complicado de analizar por varios motivos. Por un lado, desde el punto de vista formal, más allá de algunos planos que presentan el pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires en donde transcurren los hechos y sus actividades, lo que vemos no es más que una larga sucesión de entrevistas a sus habitantes, muchos de ellos practicantes de medicinas no tradicionales (curanderos), con los que el pueblo parece funcionar y subsistir sin casi necesidad de médicos tradicionales. Ellos curan todos esos males tipo empacho, mal de ojo y otros clásicos de la mitología popular.
Lo cual lleva al segundo problema del filme, acaso el más complejo de todos: los habitantes son retratados no en forma cruel pero sí, en muchos casos, entre burlona y condescendiente. La puesta en escena de esas entrevistas, haciendo foco en sus aspectos más curiosos y dejando largos segundos la cámara fija en sus looks algo absurdos y bordeando el ridículo, no hace más que generar risas en la audiencia, que los mira como quien ve unos bichos raros y algo tontos de provincia, no muy distintos a los protagonistas de EL CIUDADANO ILUSTRE.
No hay ese tipo de crueldad aquí con ellos, es cierto –de hecho, varios expresan sus violentos puntos de vista respecto a la homosexualidad y se lo presenta como algo casi simpático–, pero sí una enorme condescendencia, una sensación de superioridad de parte de los directores que se traslada a la audiencia, la que se siente habilitada a reírse de esas personas –gracias a esa especie de ternura malentendida del «miralo al pobrecito»–, las que abierta y honestamente abrieron las puertas de sus casas para ser escuchadas y no ridiculizadas ni miradas de manera sobradora por quienes ostentan el poder de las cámaras y el montaje. Las decisiones de puesta en escena no mienten (tiempo, distancia, foco, composición, etc): es claro cuando un realizador se regodea en lo absurdo que lucen o actúan sus personajes y cuando decide no hacerlo. Aca sucede la mayoría de las veces.
El tercer problema es específico. La subtrama principal del filme –una que por momentos se siente «actuada», a la manera de falso documental– se centra en un hombre del otro lado del pueblo que cura ese «espanto» que da título al filme y que nadie en el pueblo puede o sabe cómo curar. El hombre –un señor mayor, desprolijo y algo sucio– lo hace mediante un método que el pueblo no ve con muy buenos ojos y que tiene que ver con el sexo. El personaje es casi siempre visto desde lejos y casi no habla y apenas da a entender cuál es su sistema, aunque lo imaginamos. El problema aquí es, casi, de orden legal: si lo que hace es cierto debería ser denunciado ante las autoridades policiales y no filmado como un personaje raro y curioso de una comunidad. Lo suyo ya no es práctica ilegal de la medicina –no es frotar un sapo ante un dolor de muelas ni «tirar el cuerito»– sino directamente un delito. Y si es falso –realmente espero que lo sea– debería ser aclarado en algún momento y convertirse en una broma más del filme. Lo cual no necesariamente lo mejoraría demasiado pero lo sacaría de esa zona legal un tanto pantanosa.
UNA CIUDAD DE PROVINCIA, de Rodrigo Moreno (7)
En la década de 1920 se hicieron varias películas que se dedicaban a retratar visualmente (generalmente con acompañamiento musical de orquesta en vivo) una ciudad, siendo sin dudas la más conocida de todas ellas, BERLIN, SINFONIA DE UNA CIUDAD, de Walter Ruttman. A su manera, y casi un siglo después, la búsqueda de Moreno es similar, aunque más que sinfónica lo suyo estaría más cerca de un cuarteto de cuerdas o un “unplugged”.
En lo que parece ser un fin de semana, la cámara de Moreno (la fotografía es de Alejo Maglio) recorre la ciudad de Colón, Entre Ríos, retratándola en diversos aspectos sin más eje temático que descubrir la discreta belleza de la vida cotidiana en una ciudad en algún punto equidistante en su dimensión y actividad entre las grandes ciudades y los pequeños pueblos. Este retrato va pasando por distintas zonas y personas: el río, la playa, los bares, los negocios, la vida nocturna, las calles, por momentos utilizando el audio de modo indistinguible, casi de fondo, y por otros –como en el largo recorrido en moto de dos mujeres por la ciudad– poniéndolo en primer plano.
El desafío del filme es encontrar la manera de retratar a una ciudad a la que podríamos definir como normal o común (cada ciudad tiene sus características y Colón cuenta con la fuerte presencia del río y su costado turístico) y convertirlo en materia cinematográfica interesante, rica para la observación, a la manera de un retrato fotográfico en movimiento. Moreno lo consigue, la mayor parte del tiempo, deteniéndose en algunos detalles (el “drugstore” llamado Drastor, las rutinas del boliche nocturno, un peleado partido de rugby, la actividad de los pescadores, los animales que circulan) y recorriendo tanto su arquitectura más destacada como su centro comercial más convencional.
Es compleja la tarea que Moreno se propuso ya que no hay nada más inasible –por más visible que sea– que la “vida común”. Y hacerlo sin usar ningún hilo narrativo –ni personajes a seguir– plantea un desafío aún mayor. Pero el realizador de UN MUNDO MISTERIOSO sale airoso de su autogenerado problema, llevando al espectador a hacer sus propias asociaciones con su historia, con su mirada y hasta con su propia “normalidad”. Una mirada amable, de observador curioso, de viajante que visita un pueblo y nos cuenta con imágenes el lugar en el que pasó un fin de semana.
CETACEOS, de Florencia Percia (7)
La opera prima de Percia es un retrato de una mujer enfrentada a una crisis que, como dice la vieja frase, siempre puede convertirse en una oportunidad. Clara (Elisa Carricajo) se muda a una nueva casa con su pareja, Alejandro (Rafael Spregelburd), pero él enseguida acepta irse a un largo viaje por trabajo y ella se descubre sola, sin muchos planes, en un lugar nuevo y en el que no conoce a nadie. La crisis parece severa, pero de a poco se va produciendo un doble juego: la distancia con Alejandro va empezando a ser más emocional que solamente física y al conocer a una vecina del departamento (Carla Crespo) que insiste en invitarla a lugares, empieza a experimentar con nuevos amigos, nuevas experiencias y situaciones inesperadas.
Si bien la trama contada de esa forma puede dar a entender que se trata de una película convencional, casi de “autoayuda” femenina, en la cual una mujer descubre una nueva vida cuando se aleja de su pareja, la propuesta de Percia es un tanto más curiosa. Por un lado, por las formas: la realizadora hace eje en la extrañeza, en la inquietud y en los tiempos de soledad de Clara y jamás plantea los dos lados de “la fuerza” como opciones binarias. Por un lado puede estar su marido, un personaje un tanto canchero que se va volviendo irritante (ya una especialidad de Spregelburd), aunque solo lo veamos por Skype, y por otro un grupo variopinto que incluye turistas europeos y un grupo un poco más particular en cuanto a las actividades que realiza (allí aparecen Susana Pampín y Esteban Bigliardi) y que la lleva a experimentar por zonas para ella desconocidas.
Percia apuesta a que sigamos ese extraño viaje con la protagonista por más que no necesariamente nos podamos identificar del todo con su manera de actuar –un poco a la deriva, como dejándose en apariencia llevar por las opiniones de los demás– o con sus decisiones ante las distintas situaciones que le toca atravesar. La película se construye y explaya a partir de pequeños momentos y gestos de Carricajo y compañía, apostando por un asordinado tono absurdo y por un humor que coquetea con la angustia pero que jamás pierde de vista la verdad emocional de su atribulada protagonista.
CASA CORAGGIO, de Baltazar Tokman (8)
Mezclando documental y ficción –o, como aclara el cartel que abre el filme, poniendo a personas reales a participar de una ficción junto a actores– esta película se centra fundamentalmente en Sofía, la hija del dueño de la funeraria que da título al filme, una treintañera mujer con un hijo adolescente que vuelve al pueblo de Los Toldos a pasar un tiempo con su familia extendida (padre, madre, abuela, hermana y sobrinos) y se encuentra ante la disyuntiva de tener que quedarse y hacerse cargo del negocio familiar que se extiende por generaciones ante la un tanto frágil salud de su padre.
La película, sin embargo, no hace eje en las idas y vueltas de la “trama” de un modo convencional, sino que lanza apenas ese anzuelo narrativo para dedicarse a retratar la vida del pueblo (a su manera el filme tiene varios puntos de contacto con UNA CIUDAD DE PROVINCIA, de Rodrigo Moreno) y de los protagonistas, mostrándolos en sus relaciones y en sus vidas cotidianas, permitiendo que el espectador los conozca en su intimidad. La relación de la hija con su padre, el veterano dueño del negocio, será la central, pero también está la de ella con su hijo y con sus sobrinos (por momentos es confuso definir quién es quién, pero finalmente es secundario), con su conversadora abuela, con una incipiente pareja y con su más ácida madre, que está divorciada de su padre.
El director de I AM MAD logra fusionar muy bien lo documental con la parte ficcional del filme, logrando que la película quede de una pieza: no se siente casi nunca el peso de la actuación ni del guión y esa fluidez permite que uno pronto se olvide de las características híbridas del material y se involucre con las vidas de los personajes, desde los procedimientos de la funeraria hasta los encuentros personales entre madre e hija y las reuniones familiares como cumpleaños o la fiesta de 15 hacia la que conduce la trama. Retratando casi amorosamente a Sofía –que es la verdadera heredera de la Casa Coraggio pero también es claramente alguien que se dedica a la actuación–, Tokman va construyendo una historia personal y familiar que, por añadidura y funeraria mediante, involucra a todo un pueblo y a su historia.
LA VENDEDORA DE FOSFOROS, de Alejo Moguillansky (8)
De entrada la voz en off de María Villar nos aclara –cual introducción a un filme de la Nouvelle Vague– los temas que tratará la película y los personajes que tendrá. De ese cúmulo de posibilidades desplegadas empiezan a surgir un par de líneas. Primero, sabremos que el filme construye una ficción en base a un hecho real: la opera que montó en el Teatro Colón el compositor alemán de vanguardia Helmut Lachenmann en base a «La vendedora de fosforos», de Hans Christian Andersen. Luego, los actores, la ficción: Walter (pronúnciese Valter) Jacob es el que tiene que hacer la régie de la opera en cuestión aunque no tiene idea cómo hacerla ya que ni siquiera está seguro de considerarla una opera. En tanto, Marie (Villar) interpreta a su mujer, quien –además de acompañar a una anciana y eximia pianista, encarnada por Margarita Fernández– se ocupa de su pequeña hija mientras él trabaja en el teatro.
Entre los ensayos de la opera, las dificultades de Walter para entender cómo hacer la puesta en escena de ese material y las dificultades de la pareja de encontrar un lugar donde dejar a la niña aparece un conflicto que lo ensombrece todo aún más: los músicos de la orquesta están en huelga. Y no solo eso: también hay paros de transporte y otros conflictos sociales que dificultan las vidas de todos. A la niña hay que dejarla viendo películas en la casa de la señora (tiene para elegir entre AL AZAR BALTAZAR, de Robert Bresson, y EL HOMBRE ROBADO, de Matías Piñeiro; elige la primera) y sus padres la utilizan para ensayar o buscarle la vuelta a la opera hasta que queda en claro, por diversos motivos (no literales como la luz y la oscuridad, pero casi), que la niña no es otra cosa que la vendedora de fósforos en cuestión de esta nueva versión.
Así, entre discusiones sobre la guerrilla alemana de los años ’70, los conflictos éticos surgidos de la apropiación de la música de vanguardia por la burguesía como «algo exótico», debates acerca de un posible volcán italiano, asuntos de dinero (una constante en la obra tanto en cine como en teatro del realizador de EL ESCARABAJO DE ORO) y reflexiones sobre una Argentina en la que el poder está sustentado por los «dueños de todo» (la puesta en el Colón fue en 2014, pero uno supone que esos textos se refieren más al presente, si bien el filme deja las puertas abiertas a ser leído como uno prefiera), padre, madre e hija juegan su pequeña y realista versión del cuento de Andersen o de la película de Bresson, con la niña como la Baltazar de la historia, pasando de mano en mano hasta transformarse en una suerte de divinidad familiar.
LAS CINEPHILAS, de María Alvarez (7)
En Buenos Aires, Mar del Plata, Montevideo o Madrid. La locación no importa. Las mujeres que protagonizan la opera prima de Alvarez han tenido vidas muy distintas pero hoy tienen rutinas parecidas: van al cine. Todos o casi todos los días. A ver “lo que pongan”, a cumplir con la necesidad de “salir de casa”, por amor al cine, para combatir la soledad o sentirse acompañadas. Las historias que cuenta este generoso y amable documental es la de varias mujeres (cuatro tienen roles importantes, otras un tanto menores) de más de 60 o 70 años que siempre han sido, o que el tiempo las ha convertido, en “cinéphilas”. Y hoy, como una de ellas dice, pasan a la “inmortalidad” al ser retratadas en una película que las homenajea pero que, más que nada, las respeta y las quiere.
A una de ellas la encontramos en Mar del Plata, preparando obsesivamente la grilla del festival (ella explica en detalle cómo lo hace) y yendo con los minutos contados de sala en sala. “No contesto los llamados durante los festivales”, dice y hasta no entiende cómo es que la llaman cuando saben que está ocupada. También visita ciudades y recorre locaciones de rodajes. Y siempre un poco se decepciona ya que en la realidad nunca tienen el aura que transmiten desde la pantalla. Otra mujer, en Buenos Aires, va a la Lugones (enorme tristeza da verla cuando lleva tanto tiempo cerrada), se reúne con amigas a hablar de Proust y analiza su relación con el cine como pocas.
Otra vive en Uruguay y es bastante pícara, charlatana, un tanto fantasiosa, ama a Kurosawa y no entiende cómo alguien puede casarse para toda la vida. En España hay otra(s) mujer(es) que visitan a diario la Cinemateca de Madrid, repasan el programa, tienen sus preferencias, rutinas (una va a un coro) y obsesiones varias. Todas ellas –y otras a las que vemos menos– son las protagonistas de este filme noble, humano, querible, acaso un tanto confuso en cuanto a las idas y vueltas entre los personajes, pero siempre siguiéndolas de cerca, con cariño y respeto. En otras manos, estas mujeres podrían haber sido objeto de condescendencia y estúpidas ironías de cineastas que se creen mejores que el mundo. En las de Alvarez, son lo contrario, un ejemplo de amor al cine (van al cine-cine, no se habla de DVD o consumos caseros aquí) y a la posibilidad que les da de seguir conectadas, con el mundo y con los otros.
HORA – DIA – MES, de Diego Bliffeld (6)
El codirector de la recientemente estrenada LINEA DE CUATRO hace una película tan curiosa como inexpugnable. Tomando en parte el tono de los filmes de sus productores (Cohn-Duprat) y otro poco de la lógica narrativa de Mariano Llinás (en esto de la superposición entre voz en off e imagen), Bliffeld centra su narrativa en la cotidiana vida de Nardo, cuidador de un garage. Con textos y una voz en off un tanto impostada del escritor Marcelo Cohen, la película nos va contando episodios en la vida de este hombre, amante de los autos, que por motivos que ya descubrirán, debió resignar otro trabajo para dedicarse a ese.
La película anticipa de entrada su curiosa estructura avisando que nada pasa en el filme, que no hay trama. Que hay que observar sus pequeños momentos. Y no engaña. Es así. Algunos de esos momentos son ingeniosos (cuando Nardo ensaya cómo vender un auto), otros tienen su encanto (las tortuosas tentativas del hombre de establecer un diálogo con una clienta, sus bizarros contactos casi musicales con los coches) y muchos son, por lo menos, curiosos, por no decir inexplicables. La película muestra cada auto en detalle y Cohen narra sus especificaciones técnicas en largos textos que solo interesarán a los “tuercas” entre los espectadores. En otros momentos la voz en off se superimpone a los textos dichos por los actores en el mismo momento sin demasiado sentido (podría haber sido más interesante jugar con los tiempos o las diferencias entre esas voces superpuestas) y en otros directamente lo que prima es cierto tedio.
Es una curiosa película sobre la rutina, a la que logra pintar bien pero de la que no logra escapar del todo. Una máxima del cine desde ya hace mucho tiempo es que es muy difícil hacer una película sobre el aburrimiento que no sea aburrida. No sé si esta película es estrictamente “aburrida” (no considero el “aburrimiento” como una categoría de análisis, ya que es algo muy personal), pero sí que se trata de un filme desparejo e inusual, que dejará a algunos espectadores tratando de entender qué fue lo que vieron. Y, a otros, esperando que salga tal o cual nuevo modelo de Fiat o Renault con cara de “administrador de empresas” (con comentarios así, por momentos, describe Cohen la parte delantera de los coches) para ir a comprarlo. O, al menos, para hacerlos dar giros en un garage con música bailable de fondo.
EL PAMPERO, de Matías Lucchesi (7)
La nueva película del director de CIENCIAS NATURALES tiene a dos notables intérpretes como Julio Chávez y Pilar Gamboa a cargo de llevar adelante algo que podría considerarse como una road movie sobre el agua combinada con un filme de suspenso y un drama íntimo –de cámara, minimalista– entre dos personas que se acaban de conocer. Chávez encarna a un hombre al que vemos, en la primera escena del filme, dejando su casa por lo que parece que será mucho tiempo, ya que corta el gas, la luz, etc. Tampoco atiende los llamados del hijo ni los mensajes que él le deja, por lo que queda claro que allí hay otros asuntos por resolver.
El hombre se sube a su velero –que está en Puerto Madero– y mientras se prepara para viajar se puede escuchar que cerca suyo hay una fiesta con música a altísimo volumen. Al día siguiente emprende la marcha y, al abrir la puerta de uno de los ambientes, se topa con una chica. El le pide que se baje en la primer lugar donde pueda parar. Ella no quiere y le ruega que la lleve hasta Uruguay, de dónde dice ser. La situación es incomoda, tensa. Ninguno sabe ni quiere saber nada del otro –especialmente él, seco y de pocas palabras, como suelen ser los personajes cinematográficos de Chávez–, pero es claro que algo sucedió en esa fiesta y qu ella se escondió escapando de ahí. La situación se tensa más cuando aparece un guardacosta (César Troncoso) que conoce bien al protagonista de viajes previos pero que, ante la presencia de la chica, empieza a ponerse un tanto oscuro en sus procederes.
Pese a su breve duración, el filme va mutando de lo que, en principio, parece que será un drama personal, hacia un thriller, algo que resulta un tanto brusco al principio (da la impresión que era una película un tanto más larga en su corte original) pero que va ganando en intensidad con el correr de los minutos. Lucchesi se apega al minimalismo narrativo y prefiere dejar de lado largos diálogos entre los protagonistas contándose sus respectivos problemas, confiando que el espectador podrá fácilmente trazar sus recorridos previos. Un tanto más brutal, en cambio, es la transformación del guardacosta de un incómodo y «pesado» testigo en un peligroso villano.
La película gana –y mucho– con la fotografía de Guillermo «Bill» Nieto, cuya cámara juega elegantemente en los espacios cerrados del velero y aledaños, encuadrando de manera muy precisa y cercana los detalles de dos protagonistas que se definen más por cómo miran, actúan o hasta respiran que por lo que dicen. Y si bien el giro tonal del filme necesitaba mayor desarrollo, el resultado final es más que satisfactorio ya que los actores suplen, con su trabajo, esos huecos narrativos del guión. Para cuando se acerca el final del filme, en sus miradas ya está dicho casi todo.
FIN DE SEMANA, de Moroco Colman (7)
Este filme cordobés que se suma a las varias decenas que se han presentado a lo largo de los últimos años en el BAFICI no tiene demasiado que ver con la estética predominante de los realizadores de esa provincia. En un formato inusual y cambiante que va pasando del clásico 4:3 para expandirse al cinemascope y luego retornar a un formato intermedio (Gustavo Biazzi, Fernando Lockett y Pablo González Galetto fueron los directores de fotografía que trabajaron, cada uno en su sección específica), Colman narra la historia de dos mujeres, Carla y Martina, que se encuentran tras mucho tiempo sin verse.
De entrada no queda del todo claro cual es la relación entre ambas, pero lo que sí es obvio es que es bastante tensa. Martina, la más joven (Sofía Lanaro, notable descubrimiento), tiene una pareja casual (Lisandro Rodríguez) con la que tiene violentos y bastante gráficos encuentros sexuales, pero Carla (una intensa y perturbada María Ucedo) no ve con buenos ojos esa relación tan agresiva. Las dos, además, tienen que enfrentarse a una pérdida cercana que prefieren no procesar. En cambio, discuten y pelean todo el tiempo.
A su vez, Carla tiene sus propios asuntos por resolver. Es una mujer que está sola, para en lo de una amiga (Eva Bianco) y se reencuentra con un viejo amigo suyo (Jean-Pierre Noher), con quien termina en una fiesta un tanto descontrolada para sus hábitos. Es claro que ambas mujeres buscan alguna manera de mitigar ese dolor generado por esa ausencia (de una figura masculina) y el filme es un relato de un momento en sus vidas –ese «fin de semana» que da título a la película– en el que buscan la manera de superar ese pasado y mejorar esa relación. Pero no es fácil ya que se trata de dos mujeres de carácter fuerte que no dan fácilmente el brazo a torcer en ninguna de sus discusiones y peleas.
Con la peculiaridad formal que mencionaba antes, FIN DE SEMANA es una opera prima intensa, franca e inusual en sus elecciones narrativas y estéticas, a la que la presencia de dos personajes «de armas tomar» –interpretadas por dos actrices dispuestas a sacarles el jugo– le da un plus dramático importante, el que seguramente le permitió ser elegida para la competencia de Nuev@s Director@s del pasado festival de San Sebastían.
LOS TERRITORIOS, de Iván Granovsky (8)
Esta crítica debe comenzar con una aclaración: no sólo conozco bastante bien al director de la película sino que seguí más o menos de cerca su rodaje y posproducción y, además, trabajo con él en algún que otro proyecto. Me parece necesario, ético y sano aclarar esto y creo que sería ideal que estas cosas se hicieran públicas más a menudo en la crítica cinematográfica de nuestro país, ya que suceden bastante seguido. De todos modos, creo que es una película lo suficientemente valiosa como para ser reseñada de la forma más imparcial posible. Y, a partir de su participación en la competencia Bright Future del Festival de Rotterdam, nada mejor que hacerlo aquí.
LOS TERRITORIOS es una historia personal y política, íntima y social. Juega a partir de un registro documental que muchas veces se confunde con el de la ficción y genera, a partir de eso, una serie de resonancias que permiten interpretarla de diversas formas: como un diario personal, como un reporte político desde zonas de conflicto y, más que nada, como una película familiar en la que un hijo intenta seguir algunos caminos trazados por su padre para darse cuenta, en algún momento, que esas valiosas enseñanzas pueden servirle para abrirse caminos propios.
En lo narrativo, la opera prima del habitualmente productor Granovsky parte de su imposibilidad de concretar una serie de proyectos y largos como director y, a partir de esos fracasos, generar un nuevo largo que los integre y trascienda. Para eso será fundamental la figura de su padre, el reconocido periodista Martín Granovsky, de quien ha heredado una gran pasión y conocimiento sobre temas de política internacional. En plan de seguir los caminos de su padre, el director/protagonista se propone hacer una suerte de reporte periodístico sobre zonas de conflicto en el mundo para darse cuenta que, acaso, su mirada es más cinematográfica que estrictamente periodística.
A lo largo de LOS TERRITORIOS, “Iván” (las comillas están puestas ya que mucho de lo que aquí se cuenta con estilo documental debería ser tomado con pinzas, algo que la película jamás oculta) viaja de Bolivia a Brasil, de París post ataque a Charlie Hebdo al País Vasco, de la isla de Lesbos en Grecia a la que llegan a diario miles de refugiados de Medio Oriente a las conflictivas fronteras entre Israel y Gaza e Israel y Cisjordania. Si bien la película corre el riesgo de ser un tanto episódica en su imposibilidad de profundizar en cada uno de los conflictos, el patrón parece ser el mismo: hay una línea de fuego, una pared, un límite y una división en cada uno de sus escenarios. Conocerlos, enfrentarlos y atravesarlos es el gran desafío. Una frontera que es tan política y social como personal y, si se me permite, hasta “terapéutica”.
Iván cuenta todas estas desventuras en plan diario personal, con una voz en off que va marcando sus pequeños avances y, más que nada, fracasos, a la hora de convertirse en un reportero en zonas de conflicto (y hasta como periodista deportivo). Una parte importante del filme está dedicada a las conversaciones con su padre, alguien que ha cubierto ese tipo de escenarios durante toda su carrera, pero nunca ha estado en un frente de batalla más que en el Copamiento del Cuartel de La Tablada, en 1989. En su recorrido por ese lugar, en sus conversaciones en la casa o en el auto, en los emails que se envían (y que aparecen en pantalla, como los de la madre, en plan más humorístico de idische mame) la película encuentra el eje que engloba los distintos episodios. Los viajes por esos “territorios en conflicto” no son otra cosa que una manera que acercarse y entender a su padre y, a la vez, encontrar su propio “territorio” en esa saga familiar.
A veces, aunque no nos demos cuenta tan fácilmente, el espacio público suele volverse un claro reflejo y espejo de un espacio personal. Y cruzar esa línea que demarca un frente de batalla es también un intento por encontrar un camino propio en la vida. Uno que toma la posta de la herencia familiar (la preocupación por el estado del mundo, el hoy cada día más doloroso y acuciante problema de las fronteras, las migraciones y los refugiados) y trata de reconvertirla en un recorrido personal. El “Iván” del documental/ficción que es LOS TERRITORIOS seguramente no será un incisivo entrevistador como puede serlo su padre, pero puede haber encontrado un camino para dejar su marca, su propio “territorio”. Y la película es prueba y testimonio de eso.
OTRA MADRE, de Mariano Luque (7)
La nueva película del realizador cordobés de SALSIPUEDES, que llega al BAFICI tras presentarse en el Festival de Rotterdam, mantiene algunas constantes respecto a su anterior filme: su preferencia por los personajes femeninos y un tono observacional, pausado, más interesado en los detalles y los pequeños momentos que en grandes narraciones. La diferencia de aquel filme con éste, acaso, está en que la violencia masculina es más sutil y está fuera de cuadro. Acá el eje son una serie de madres. Madres e hijas. Y abuelas, que también son madres. Y madres que siguen siendo hijas.
No es un juego de palabras. Es el universo en el que transcurre OTRA MADRE, título que puede aplicarse a alguna situación concreta o personaje del filme pero también a una especie de caracter transitivo impreciso e inacabable. Mabel (Mara Santucho) se acaba de separar y se va a vivir con su pequeña hija (la simpática y vivaz Julieta Niztzschmann) a la casa de su madre, en la que también viven su hermana, o eso es lo que parece. Mabel trabaja dando clases en una pileta de natación y también en un negocio de ropa (su jefa/amiga es Eva Bianco, que también es madre), y su hija queda al cuidado de las otras mujeres de la familia y también de amigas, cuando no tiene ella que correr a buscarla. Pero cada una tiene sus asuntos, romances y problemas (laborales, personales) que sumarle al rol casi mutante de madre que pareciera corresponderle culturalmente por pertenencia a un género determinado. Y eso vuelve la cotidianeidad más complicada de lo que debería.
El breve filme se va en las conversaciones y momentos que ellas viven –distintos personajes se cruzan, muchos están solos–, haciendo un arte de la narración lateral, casi una puesta en abismo, por la manera en que las protagonistas se van cediendo paso entre sí en determinados momentos. Esas vidas de mujeres en un pueblo del interior cordobés puede parecer bucólica, solidaria y amable pero todas guardan algún dolor, se callan alguna molestia o injusticia, lloran cuando nadie las ve y siguen poniéndole el cuerpo a sus tareas.
Por momentos la cantidad de personajes hace complejo establecer claramente las relaciones familiares, laborales o de amistad (no estoy seguro si yo las entendi bien, para ser honesto) que las unen. Pero, finalmente, eso no es importante. De hecho, la confusión parece buscada (Luque no solo no define claramente las relaciones sino que muchas veces oculta entre sombras los rostros de los personajes o no muestra a una de las interlocutoras en ciertos diálogos) termina jugándole a favor al filme y poniendo el eje en distintas mujeres –de niñas pequeñas a ancianas– que hacen lo posible por manejar varias vidas en el tiempo en el que muchos de nosotros vivimos solo una.
UNA HERMANA, de Verena Kuri y Sofía Brockenshire (8)
La película codirigida por Kuri y Brockenshire tuvo su debut mundial en la sección Biennale College del Festival de Venecia, sección en la que proyectan títulos que participan de un programa/beca creado por dicho festival para filmes de bajo presupuesto. En medio del éxito de EL CIUDADANO ILUSTRE poco se habló de esta película, que sin dudas merece mucho mayor atención que aquel sobrevalorado suceso comercial. Es de esperar que esa injusticia empiece a repararse ahora, con la participación de este muy buen filme en la competencia nacional del BAFICI.
UNA HERMANA tiene un planteo claro y directo aunque un desarrollo un tanto más esquivo. El filme empieza con un auto que se incendia por la noche y la desaparición de una chica de 20 años en las afueras de Lobos. Se supone que ella estaba en ese auto que es de su familia, pero no está su cadáver ni nadie sabe donde está ni qué le pudo haber pasado. Ante la imposibilidad de actuar de la madre –sobrepasada y aturdida por los acontecimientos– la que se pone al frente de la denuncia y la búsqueda es la hermana menor, Alba (una notable e intensa Sofía Palomino), que con una foto a cuestas empieza a preguntar a todo el mundo, averigua en casas de los conocidos de su hermana que no aportan demasiado y se topa con la infinita burocracia de las autoridades. Su hermana tenía un niño pequeño que queda al cuidado de ellas y, si bien no hay datos firmes, hay potenciales sospechosos.
Sin revelar demasiado, diremos que un momento Alba empieza a compartir el punto de vista narrativo con otra mujer (encarnada por Eugenia Alonso) para la que su hermana desaparecida trabajaba. Ella tampoco sabe qué pasó, pero tiene sus sospechas, que no son las mismas que maneja Alba. La película, sin embargo, no tiene el ritmo de un thriller policial sino que se acerca un poco más a lo que podría ser un filme de los hermanos Dardenne, aunque con menos nervio en la puesta en escena. Las directoras siguen a Alba, primero, y a ambas mujeres, luego, cada una por separado, haciendo sus averiguaciones. Y con lo que se encuentran –en especial Alba– es con silencio, evasivas, burocracia infinita y hasta lo que parece ser un desinterés tanto de las autoridades como, extrañamente, de los propios vecinos y conocidos. ¿O acaso ellos saben algo que ella no sabe y por miedo callan?
Las realizadoras no dan demasiadas pistas –ni intentan hurgar en la psicología de la víctima– sino que centran su narrativa en una búsqueda que es común tanto en Argentina como en buena parte del mundo: mujeres jóvenes que desaparecen sin dejar rastros. A diferencia del thriller más clásico, aquí no hay villanos evidentes, asesinos seriales u organizaciones mafiosas por detrás (es probable que los haya, pero jamás los vemos). Lo que hay es angustia, desesperación y, sobre todo, impotencia. Y por más que ellas crean verla –en escenas que coquetean con lo onírico sin anunciarse del todo como tal–, la desaparición es real y lo único que deja son espacios vacíos (bosques, riachos, autos, trenes, casas, estaciones) donde antes había alguien. Una hija, una hermana, una madre que ya no está.