Estrenos: crítica de «Kingsman: el círculo dorado», de Matthew Vaughn

Estrenos: crítica de «Kingsman: el círculo dorado», de Matthew Vaughn

por - cine, Críticas
09 Oct, 2017 09:30 | 1 comentario

La secuela de la exitosa «Kingsman» encuentra a los elegantes espías británicos en problemas ante una nueva enemiga, una poderosa narcotraficante. Con la ayuda de unos pares norteamericanos deben enfrentarla en esta hueca, irónica e insulsa secuela que no hace más que perpetuar un modelo cinematográfico totalmente acabado. Ni su gran elenco (que incluye a Julianne Moore, Jeff Bridges, Colin Firth, Mark Strong y Channing Tatum) puede salvarla.

Me doy por derrotado. Películas como KINGSMAN: EL CIRCULO DORADO me irritan, me fastidian, sacan lo peor de mí. De hecho, mientras la veía me imaginaba haciendo explotar algunas de las tantas cosas que explotan en la película sobre su realizador, Matthew Vaughn. No entiendo el éxito de este tipo de productos: sus bromas son viejas y malas, su mezcla de violencia e ironía caducó allá por el 2001, su acción solo tiene cierta gracia si es mirada en función puramente técnica y sus personajes no poseen nada parecido a una personalidad o alma. Matan a uno de ellos, importante, y al segundo lo cortan con un chiste de salón. Dos minutos después la música nos dice que sí, que lo que pasó es importante, aunque la trama diga lo contrario. Hay personajes cuyos «nombres de guerra» son Champagne, Whisky o Martini y, como trabajan en una destiladora, alguien supone que eso puede ser gracioso. Y así, ad eternum. El único que se salva es Elton John –en un rol secundario o un cameo largo–, que tiene el camp incorporado en su persona.

En EL CIRCULO DORADO una peculiar narcotraficante encarnada con poquísimo entusiasmo por Julianne Moore y personalidad armada cruzando referencias de referencias de películas manda a matar a un montón de los agentes de los Kigsmen en un plan que incluye poner al borde de la muerte a medio planeta con drogas modificadas. Lo hace desde un perdido palacio que es una mala copia de una broma de AUSTIN POWERS. Los elegantes hombres de Saville Row (Taron Egerton y Mark Strong son los únicos sobrevivientes, aunque SPOILER ALERT uno que murió en el primer filme aparece ya anunciado desde el poster) se quedan sin nada y viajan a Kentucky donde, escondida tras la fachada de una productora de whisky, hay otra agencia de espías que los debería ayudar. El chiste es obvio: los elegantes ingleses de sastrería frente a los aparentemente pajueranos americanos de Kentucky (sí, hay un chiste con «Fried Chicken»). Al combo no lo salvan ni Channing Tatum, ni Halle Berry, ni Jeff Bridges, todos cobrando por minuto y poniendo el mínimo de onda posible.

¿Qué es salvable de la película? Yo diría que nada, porque más allá de que las escenas de acción estén ingeniosamente «dibujadas por computadora» no tienen –salvo la primera– mucho interés dramático ni narrativo, solo cuentan en plan «veamos qué efecto cool inventamos ahora» o, si uno se pone positivo, lo puede ver casi como un cartoon de Tex Avery y compañía. Pero no más. La mezcla de violencia brutal con bromas ad hoc resulta repetitiva e intragable (los chistes además suelen ser muy malos y básicos) y la trama apenas toca algunos ejes políticos de interés pero luego recula hacia un mensaje mucho más tradicional ligado al «flagelo de las drogas». Cerrando como cierra, queda claro que pese a que la narración diga lo contrario, en KINGSMAN los que ganan son los villanos, dentro y fuera de la pantalla.

Y el responsable mayor es Vaughn, heredero de la escuela noventosa de Guy Ritchie, Danny Boyle y la más actual de Edgar Wright. Si bien este último es, comparado con los otros tres, un talento mayor, casi un Hitchcock de la cinefilia, los cuatro comparten ese gusto por el efectismo digital y la broma supuestamente ingeniosa y canchera. Wright suele hacerlo muchas veces bien. Ritchie hace años que perdió el rumbo. Boyle ya circula en su propio universo. Y Vaughn va cayendo, poco a poco, desde su extraordinaria LAYER CAKE hasta ahora, en el mismo ciclo de caída de una Cool Britania que solo sigue existiendo en sus cabezas y que pertenece a sus memorias juveniles de 1995. Una celebración que parece la de una banda de amigos publicistas con demasiado dinero y con un desdén absoluto por todo aquello que tenga que ver con lo cinematográfico.

Ah, y dura casi dos horas y media…