Estrenos: crítica de «Las horas más oscuras», de Joe Wright
La típica película británica que logra nominaciones a los Oscars y premios de actuación recibe, de manos del director de «Orgullo y prejuicio», algunos toques de originalidad visual. Eso –y la muy creativa composición de Gary Oldman en el rol de Winston Churchill– es lo mejor que el filme tiene para ofrecer.
Años atrás, este tipo de películas reinaban a la hora de los premios Oscar. Harvey Weinstein/Miramax mediante, filmes como SHAKESPEARE APASIONADO o EL DISCURSO DEL REY se llevaban premios y más premios con prolijas, académicas y finalmente bastante anodinas películas históricas, preferentemente británicas. Reconozcamos algo: ya no son tantas. Uno mira las nominaciones de este año y salvo este filme, VICTORIA & ABDUL y algún otro, este segmento de películas respetables y con olor a naftalina tipo EL PACIENTE INGLES o LA TEORIA DEL TODO han dejado de figurar tanto en los gustos de los académicos. Suponemos, también, que esto sucede porque el promedio generacional de los votantes bajó y prefieren otro tipo de cine. O, al menos, un acercamiento a la Historia un poco más original, como DUNKERQUE, película con la que esta tiene muchos puntos de contacto narrativos, aunque no formales.
No es que se trate de una película mala ni despreciable. Para nada. Es, si se quiere, un intento (como muchas de las películas de Wright) de darle un toque moderno y una visión cinematográfico a un tipo de películas que solían estar hechas por diseñadores de arte, vestuaristas y maquilladores en función de las consabidas «grandes actuaciones» de algunas figuras británicas. Aquí también son ellos los grandes protagonistas, pero Wright hace lo posible por entregarle al relato un cierto riesgo formal para sacarlo del academicismo. El problema es que no lo consigue. O no del todo.
La historia cuenta el otro lado de la película de Christopher Nolan. Allí donde DUNKERQUE se centra en los soldados esperando ser rescatados, la película de Wright arranca por la asunción como Primer Ministro de Winston Churchill (Gary Oldman, irreconocible bajo pilas de maquillaje) para ir directo a ese mismo tema, el primero con el que tuvo que lidiar el experimentado político pero inesperado líder. Es que Churchill era un personaje un tanto raro (excéntrico, irascible, un poco alcohólico, de modales poco aristocráticos y con pésima dicción) para un puesto de tanto poder y venía además de algunas discutibles decisiones cuando estuvo a cargo del Ministerio de Defensa. Pero cuando los dos partidos políticos no logran ponerse de acuerdo en un líder, Winston termina llegando ahí casi por casualidad. Y en el frente interno la tiene muy difícil, ya que nadie confía en él (ni el Rey) y quieren hacerlo caer.
Esa es, en principio, la historia del filme. Ver las negociaciones que llevaron a Churchill a tomar las decisiones que terminaron en la curiosa epopeya de Dunkerque. Como el filme consiste, básicamente, en una larga serie de reuniones de políticos y estrategas militares en oscuros bunkers de Londres, Wright entiende que la mejor manera de insuflarle algo de vida y movimiento cinematográfico al relato es hacer largos planos secuencia (algunos muy elegantes) y, por algún motivo más extraño, una enorme cantidad de tomas con cámara cenital, esos planos totalmente verticales que miran a todos desde el cielo. Los primeros tienen sentido en muchas ocasiones (dan a entender lo físicamente alejados de la gente que están los líderes pero también lo mentalmente separados de lo que el pueblo piensa), los segundos no tengo idea a qué vienen.
La historia tiene una primera hora más o menos simpática, dispuesta a mostrar las peculiaridades de la personalidad de Churchill y está hecha para el lucimiento histriónico de Oldman, que pasa del enojo al ridículo, de la seriedad al absurdo. Y lo hace muy bien, de eso no hay duda. De a poco la película se va volviendo más previsible y su última parte es un vergonzoso intento de Wright de convertir a LAS HORAS MAS OSCURAS en una especie de épica tipo spielbeguiana, algo para lo que claramente no tiene talento alguno. Esa última parte tira por la borda los logros (discretos, pero logros al fin) de la película y la transforma en una lección de historia pensada para adultos pero contada para niños.
La escena del subte es el súmmum de la ridiculez.