Series: crítica de «Patrick Melrose», de Edward Berger
Esta miniserie, adaptada de las célebres novelas autobiográficas de Edward St. Aubyn, cuenta la vida de un aristócrata británico adicto y alcohólico que vive torturado por su complicada historia familiar y por una clase social que no se hace cargo de los problemas que genera. Benedict Cumberbatch se luce en cinco episodios que por momentos parecen un unipersonal.
Miniseries como PATRICK MELROSE dan toda la impresión de estar hechas para el lucimiento de su protagonista principal, un personaje que tiene que navegar a través de una enorme cantidad de estados de ánimo, adicciones y traumas a lo largo de sus episodios. Cuando se sabe, además, que el actor es uno de los productores del asunto, todo da a pensar que se trata de eso que los norteamericanos llaman un «vanity project», uno de esos proyectos que se hacen para darles el gusto (o para ellos darse el gusto) a ciertas estrellas en medio de otros compromisos, si se quiere, un tanto más comerciales.
Uno podría pensar que todas esas cosas son ciertas en el caso de PATRICK MELROSE ya que bien podría definírselo como un unipersonal de Benedict Cumberbatch, seguramente hecho entre misiones «Marvelianas» interpretando a Doctor Strange. Pero aún así, es tanto el talento del actor británico y tan potente la historia se cuenta aquí que todo eso no importa. Originalmente concebidas como una serie de novelas autobiográficas por parte del escritor Edward St. Aubyn, son cinco libros que se han adaptado a razón de uno por episodio. Esas novelas («Never Mind», «Bad News», «Some Hope», «Mother’s Milk» y «At Last») fueron escritas a lo largo de un período de 20 años (tres en la primera mitad de los 90, una más en 2005 y la última en 2012) y recorren la vida de Patrick desde su infancia hasta promediar los 40.
Cada episodio, en la serie, tiene un tratamiento estético y narrativo diferente, en función de los tópicos que allí se narran específicamente. El primero transcurre en los ’80, principalmente en Nueva York, y tiene el tempo y el tono de las películas sobre adictos, mezcladas con el universo neoyorquino de filmes como DESPUES DE HORA o WALL STREET. Melrose en un veinteañero británico de una familia de clase alta (Cumberbatch se esfuerza por parecer de esa edad pero no lo logra), adicto a las drogas, que recibe la noticia de la muerte de su padre y viaja a Nueva York a retirar sus cenizas. El viaje es un caos en el que no solo consume todo lo que se le cruza por delante sino que queda claro que su relación con el padre fue pésima y lo tortura de una manera brutal.
El segundo episodio muestra a Patrick en su infancia, a fines de los ’60, en la casa de vacaciones que la familia tiene en la campiña francesa y en la que sabremos más la clase de abusos e incomodidades que su padre (Hugo Weaving) le hizo sufrir junto a su madre norteamericana (Jennifer Jason Leigh) que actúa comprensiva pero es incapaz de frenar la brutalidad disfrazada de alcohólica ironía inglesa de su marido. El modelo del relato aquí es más clásico, casi de película de época, con un ritmo más pausado y, si se quiere, británico.
Para el tercero volvemos a la acción nerviosa en tiempo presente: corren los ’90, Patrick ha dejado las drogas y el alcohol, su mejor amigo Johnny quiere que lo acompañe a un grupo de autoayuda pero él se niega. El centro de la acción es una fiesta aristocrática en la que el muy fóbico Patrick tiene que lidiar con incomodidades, conocidos, enemigos y distintas humillaciones que se generan mientras está permanentemente tentado a volver a beber para soportar ese universo tan falso como cruel, una crueldad de la que él no está tampoco del todo exento.
El cuarto y el quinto episodio podrían ser considerados una película de dos horas ya que lidian –en un tono más similar al del segundo episodio, con muchas escenas en la casa francesa– con la enfermedad de su ya anciana madre, el retorno de Patrick al alcohol estando ya casado y con hijos, los problemas con la propiedad de la finca francesa que la madre quiere donar pero, especialmente, con la sensación que él tiene de no poder escapar de los fantasmas de su pasado ni de, a su pesar, en cierto modo repetirlos. La serie parece hacer eje en esa incapacidad de salir de un círculo de negligencias, descontrol, falsedades, agresión y malos tratos familiares, la mayor parte de las veces tapados por la ironía o empujados por el alcohol.
No hay duda que la miniserie, así como las novelas de St. Aubyn, son una durísima y muy crítica mirada a la aristocracia y la clase alta británica, en la que todas sus miserias tapadas por un cultura irónica y desafectada salen a la luz. Las adicciones, en ese contexto, terminan resultando una suerte de escape a tantas micro y macroagresiones recibidas a lo largo de toda una vida y a la vez la causante de muchas de ellas, una suerte de ciclo y círculo de violencia psicológica que se repite generación tras generación.
En ese sentido, la serie que tiene guion del también novelista David Nicholls va y viene entre el tono más ácido de diálogos feroces de personajes propios de la aristocracia británica con una trama que en todo momento cruza hacia una narrativa de trauma y superación que responde a un modelo más norteamericano. De hecho, los propios personajes viven esa contradicción, con la que convive la serie: ¿cómo mezclar ese universo casi picaresco de tradición aristocrática británica con la autoflagelación terapéutica de los personajes? ¿Cómo mezclar un modelo narrativo más cercano a la neurosis del adicto con otra más clásica de lenta descomposición familiar de vieja aristocracia?
Algo parecido pasa con la actuación del propio Cumberbatch, que atraviesa todas las emociones y adicciones posibles, yendo y viniendo de la introspección, culpa y traumas familiares para volver cada tanto al más cerebral e irónico distanciamiento (y crueldad) heredado a través de generaciones. El hombre sufre, se arrepiente y vuelve a la carga. Intenta dejar todo y justifica cada regreso a las andadas en su profundo trauma. Es un círculo casi sin salida que resulta doloroso de seguir para el espectador así como imposible de escapar para el protagonista. Ese mismo recorrido –que también podría pensarse, en cuanto a tradiciones actorales, como una mezcla de lo inglés y lo norteamericano, algo que respeta el origen del personaje– es el que lleva a Patrick (y a Benedict) a hacer un viaje completo, casi épico, que recorre décadas de una vida y, salvo la pobreza, casi todos los dolores posibles que caben en ella.
La mejor serie en lo que va del año; lejos.
Diego: dónde la pasan? No tengo Netflix.Sí cablevisión Flow.
Gracias.
Esta es la mejor miniserie que vi este año, muuuuucho mejor que El asesinato de Versace y no entiendo como no lidera las nominaciones, la actuación de Benedict es increíble.