Festival Olhar de Cinema: algunas ideas sobre las retrospectivas
Un repaso por las retrospectivas del Festival de Curitiba permite, a partir de películas de Raúl Ruiz, Julio Bressane, Nicolas Roeg y Toshio Matsumoto, reflexionar sobre los modos de representación del cine de entonces y el de ahora.
La experiencia constante de mirar películas para festivales deja las puertas abiertas a muchísimas reflexiones sobre el estado del cine de los últimos años. Sin entrar en detalles –no es el tema de este post, necesariamente, aunque se lo puede relacionar– la impresión que prima en gran medida es estar ante algo que denominaré de manera arbitraria MRF. La sigla es una variación de la célebre MRI, que es como en la teoría del cine se suele denominar al llamado Modo de Representación Institucional, formato de estandarización del lenguaje cinematográfico adoptado en la época del cine clásico. El MRF podría ser algo así como el Modo de Representación Festivalera (o para Festivales), y si bien su formas son más variadas y sus posibilidades un tanto más amplias, en las últimas décadas se han impuesto con mucha fuerza en estos ambientes.
No explicaré aquí en detalle los motivos y razones que han llevado a que buena parte de las películas con intenciones festivaleras (y no solo latinoamericanas sino de todo el mundo) se parezcan entre sí. Solo basta decir que los propios mecanismos instalados por esos eventos (Encuentros de Coproducción, Laboratorios de Guión, coaching, pitching, etc.) suelen ayudar a que eso suceda, a que ese MRF vaya tomando una forma cada vez más precisa, codificada y a la vez cambiante en el tiempo. No es un marco de reglas fijas sino uno adaptable que procesa errores y fracasos para ir mutando y buscando nuevas pautas a transmitir.
Salir por unos días afuera de esos sistemas (del MRF para mi trabajo como programador y del MRI para cuando me ocupo de ver y escribir sobre gran parte de los estrenos comerciales, y más aún en lo que respecta a las series, hoy abanderadas de ese formato) es entrar en una tierra azarosa, de nadie, un espacio cinematográfico inasible e inabarcable para el que uno ha perdido la brújula o no tiene ninguna. Por distintas circunstancias he decidido usar mis días en el Festival Olhar de Cinema, de Curitiba, para transitar esos caminos armados sin mapas y sin GPS a mano. Una retrospectiva dedicada a Raúl Ruiz y films de otros autores en el exilio programados para dialogar con ellos me abrieron de golpe una puerta a la que no sabía si entrar o no y de la que ahora no logro encontrar la salida.
Sin intención de sonar nostálgico, este repaso por media docena de títulos que se hicieron en su mayoría en la década del ’70 sirve como recordatorio improbable de una época muy previa a la instalación de este “modelo festivalero”. No se trata una de nostalgia académica por un cine que no se hace más e imitarlo (como es el caso de EL CUENTO DE LAS COMADREJAS, que hace un emblema de la idea de que todo tiempo pasado fue mejor) ni tampoco es la intención de este repaso bregar por recuperar modos específicos de ciertas vanguardias (ya que no sería más que un gesto snob), sino poner en discusión los motivos de la casi extinción de un modelo. Tres películas de Ruiz (EL TECHO DE LA BALLENA, LA HIPOTESIS DEL CUADRO ROBADO y LAS DIVISIONES DE LA NATURALEZA), una de Nicolas Roeg (WALKABOUT), una de Julio Bressane (MEMORIAS DE UN ESTRANGULADOR DE RUBIAS) y una del japonés Toshio Matsumoto (FUNERAL PARADE OF ROSES) servirán como base para estas breves consideraciones.
Lo primero que surge cuando uno se acerca a películas como las citadas es la dificultad de “ponerlas en cajas”. Cada una de ellas responde a inquietudes y búsquedas personales, y es muy poco lo que se traslada de unas a otras. Dialogan entre sí porque comparten un espíritu de época, una evidente búsqueda por adentrarse en caminos formales poco o nada recorridos y una mirada, en casi todas ellas, extranjera, pero jamás podrían pensarse como hechas desde algún tipo de cálculo. Quizás no hayan sido tan extrañas en su época (nunca dejo de pensar que un film formalmente tan inusual como NAZARENO CRUZ Y EL LOBO fue un éxito increíble de público y hoy sería una rareza absoluta, de esas películas que en Argentina van solo al Gaumont) pero cuando se las ve en pleno reinado del MRF se vuelven verdaderos ovnis, unos objetos cinematográficos que parecen traidos de una galaxia lejana.
Solo hace falta ver el uso de la luz en EL TECHO…, fotografiada por Henri Alekan, que funciona más desde lo pictórico que otra cosa, la utilización del montaje de atracciones en WALKABOUT que tiene la misma violencia que lo que muestra, la variedad casi descontrolada de tipos de planos y movimientos de cámara de todos estos films –que podían de un momento a otro pasar de violentos zooms a calmos planos secuencia, de la ficción al documental como es el caso del de Matsumoto–, la manera en la que los realizadores podían, casi siempre, abrir sus materiales a las más diversas y contradictorias interpretaciones y, finalmente, la cantidad de imágenes y escenas que hoy serían imposibles de ser filmadas en el marco de la “corrección política” (las películas de Bressane y Roeg serían infilmables ahora así).
Recorrer, solo en parte, estas obras no solo colocan al espectador en un específico clima de época sociocultural y temático sino que le hace añorar el concepto de experimentación dentro del marco del cine narrativo. Es, claramente, una etapa muy previa al MRF y ante cada escena desmesurada, absurda o insólita me imagino a esos mismos directores siendo rechazados en Labs, Encuentros y Pitchings por la sola idea de intentar pensar formas nuevas y no probadas. No siempre funcionan y muchas veces no están siquiera logradas pero en cada caso se aprecia la libertad de una idea de cine que solo responde al deseo, al talento y a las posibilidades de cada realizador.
El reciente festival de Cannes dejó a muchos críticos, programadores y especialistas felices con las películas encontradas allí. Hacen bien en estarlo. Fue un gran año y se pudieron ver allí tanto a directores nuevos como consagrados con obras que en varios casos están dentro de lo mejor de su filmografía. Pero fueron pocos los casos de grandes riesgos estéticos y artísticos, de recorridos sin mapas, de películas sin ningún grado de cálculo ni fácilmente catalogables dentro de algún sistema de los varios que integran el MRF. Se me ocurren unas pocas: ATLANTIQUES, de Mati Diop; LIBERTE, de Albert Serra; JOAN OF ARC, de Bruno Dumont; POR EL DINERO, de Alejo Moguillansky y alguna que otra más. No digo que hayan sido las mejores de Cannes, pero sí de las pocas puramente personales. El riesgo y el vuelo sin GPS festivalero al que se encomendaron estos cineastas lleva muchas veces a darse la cabeza contra algo, mientras que los realizadores más fieles a las reglas –si las saben pilotear con talento e inteligencia– pueden lograr películas más redondas, funcionales y difrutables. Es por eso que solo pocas películas «libres» subsisten y suelen ser incomprendidas, rechazadas y dividen aguas. Y no solo entre el público, sino también entre la crítica y los propios programadores.
Asomarse a esa ventana de casi medio siglo atrás, en la que tanto films comerciales como festivaleros se atrevían a ir por rutas auogestionadas, termina devolviendo un golpe durísimo contra el cine actual, al que desnuda en su falta de atrevimiento, en sus controladas maneras, en su “riesgo” aceptable y preformateado. Insisto: no quiero con esto decir que cualquier película desaforada de 1973 sea mejor que muchos de los futuros clásicos que hemos visto en estos años, pero lo que se añora es esa libertad, ese desprejuicio y coraje. Hicieron falta años de comités, jurados, revisiones y consensos para que eso fuera desapareciendo de a poco. Hoy esta libertad asusta a los que estamos en este circuito de vanidades: se lo valora como gesto romántico del pasado pero se le escapa si es manifestación del presente. Y hay algo fundamentalmente errado en ese concepto.