Miniseries: crítica de «Chernobyl», de Craig Mazin y Johan Renck (HBO)
La miniserie británica de cinco episodios muestra y analiza las causas y consecuencias del desastre nuclear soviético que tuvo lugar en 1986. Visualmente notable y dramáticamente densa, es una exploración impactante aunque con algunos problemas narrativos de un hecho desgarrador.
Sorprendente e inmediato éxito tanto de crítica como de público –al menos en Argentina y otros países hispanoparlantes, no se habla tanto de la miniserie en Estados Unidos, curiosamente–, CHERNOBYL tiene el mérito de la paciencia, de la elaboración dramática cuidada, de la elección por un look y un tempo que no se presta fácilmente al consumo veloz de esta época. De no ser por ciertos reduccionismos narrativos y algunas innecesarias simplificaciones de caracterización uno podría tener la sensación de estar viendo una película de hace 30, 40 años, no tan distinta a EL SINDROME DE CHINA –sobre un desastre nuclear en 1979 en Estados Unidos– o esos thrillers secos de la Guerra Fría que deben buena parte de su grisáceo universo a las novelas de John Le Carré.
CHERNOBYL se luce, antes que cualquier otra cosa, por su notable reconstrucción o hasta invención de época: un par de pequeños pueblos grises y tristes en la frontera entre Ucrania y Bielorrusia, un enorme reactor nuclear que remite a las disaster movies de la década del ’70 y una paleta de colores apagados que pintan a las claras la deprimente situación del lugar tanto pre como post explosión nuclear. Si a eso uno le suma la curiosidad de la decisión de que el elenco hable en inglés con acento británico y no ruso, uno podría pensar que está en el norte industrial inglés a fines de los ’70, ese mundo tan bien mostrado entonces por cineastas como Ken Loach y Alan Clarke, entre otros. Pero esto no es THIS IS ENGLAND sino, más bien, THIS IS THE URSS, por lo cual hay que adaptarse a la idea.
La serie tiene una estructura rara. Comienza con el final –con el suicidio de Valery Legasov (Jared Harris), uno de los científicos nucleares enviados a Chernobyl a contener el problema cuando la contaminación amenaza expandirse por media Europa– y de ahí pasa al momento inmediatamente posterior a la explosión que tuvo lugar en abril de 1986. A lo largo de cuatro de los cinco episodios, la narración irá mostrando fundamentalmente los esfuerzos de Legasov, Boris Shcherbina (Stellan Skarsgard) y la «ficcional» Ulana Khomyuk (Emily Watson) tanto por encontrarle una vuelta al complejo problema radioactivo y, a la vez, especialmente en el caso de ella, a entender qué sucedió, entrevistando a las víctimas directas, de primera mano, del hecho.
Es un narrativa que avanza de manera bastante sólida pero que se topa con algunos problemas. Por un lado, de caracterización. Mazin, el creador y guionista de la serie, se aleja por momentos del realismo puro y duro de los escenarios armados por el director Renck para pintar un universo de burócratas que, por más «soldados de la revolución bolchevique» que puedan haber sido, funcionan como villanos un poco de cartón. La idea es clara, demasiado clara: lo que sucedió fue no solo por culpa de ellos sino por un sistema que no se permite aceptar o reconocer un error y una cadena de mentiras y ocultamientos que se estructura a partir de ese impedimento. Si bien nuestros tres héroes y miles de sacrificados trabajadores que dieron su vida para contener el desastre están ahí para demostrar que se puede intentar otra cosa –aceptar la realidad y tratar de resolverla–, CHERNOBYL funciona con una idea fija y casi inamovible. Consistente y creíble, sí, pero que no se permite demasiados cuestionamientos.
Mientras Legasov y Shcherbina tratan de resolver los distintos desastres dejados por la explosión –parece que cada solución presenta un nuevo problema y así, varias veces–, CHERNOBYL se va estructurando a mitad de camino entre una de esas películas de desastre al estilo TERREMOTO con otra, más dolorosa, en la que Khomiuk va acercándose cada vez más a las víctimas del hecho: las que ya sufrieron las consecuencias y las que las sufrirán con el correr de los años. Es un panorama oscuro y deprimente, desagradable pero creíble, y es una muy buena noticia que los productores se hayan jugado a entrar en esos territorios tan angustiantes y difíciles. Como esas TV Movies o miniseries sobre potenciales conflictos nucleares que se hacían durante la Guerra Fría, CHERNOBYL nos ubica de golpe en una época que algunos de nosotros vivimos y que creíamos olvidada.
En los últimos episodios reaparecen algunos problemas. Por un lado, un largo desvío narrativo sin demasiado sentido acerca del destino de lo perros del lugar que seguramente afectará a los amantes de los canes pero que realmente no tiene ninguna razón para existir aquí. Es como un mini-episodio adosado al resto de CHERNOBYL que podría fácilmente desaparecer. Y a eso le agregaría otro problema, acaso el que más me molestó de todos. Me refiero a la superficialidad de algunos diálogos y monólogos que pecan, por un lado, de expositivos (algo relativamente comprensible tomando en cuenta lo específico de los detalles del accidente) y por otro lado, de banales y obvios. Aquella anciana que resume la historia soviética ante un joven que viene a sacarla de la casa se despacha con un discurso de manual escolar y lo mismo sucede con los personajes principales, tanto en sus discursos en reuniones burocráticas o en el juicio que ocupa casi todo el último episodio. Algo parecido a las «lecciones de vida» que este tipo de series podría tranquilamente evitar. La realidad se expresa por sí sola, sin necesidad de frases hechas que subrayen lo que claramente se ve.
Si uno quita esos desajustes –o no les da demasiada importancia– sentirá que CHERNOBYL es una más que valiosa miniserie que logra colarse, con su tiempo lento y su tono grave– en un momento y en un medio, como HBO, que viene de hacer exactamente lo contrario con la espectacularidad de GAME OF THRONES. Es, para ellos, un buen balance de programación. Y no logro saber, al día de hoy, si el éxito de la miniserie aquí se debió a un calculado y sutil trabajo de marketing o a un verdadero «boca a boca» de esos que surgían más naturalmente antes de las redes sociales y de los algoritmos que acomodan en línea los supuestos deseos y necesidades de los potenciales espectadores. Quizás sea una mezcla de las dos cosas: un producto muy bien vendido que fue igualmente bien recibido, algo que no siempre sucede con todo lo que se nos intenta «vender».
Por último, algunas ideas sobre los componentes si se quiere ideológicos de la serie y cómo muchos espectadores y/o críticos se ubican respecto a ella en relación a esos elementos. Da la impresión que hay una lectura política que busca celebrar CHERNOBYL como una condena al totalitarismo (al comunismo, más que nada) y a cualquier sistema que obligue a sus funcionarios y ciegos seguidores a negar lo que sucede en pos de un supuesto bien general que en realidad puede no existir. Pero creo que es una lectura muy superficial de lo que se ve aquí. De hecho, es algo dado que cualquier serie norteamericana (o británica, en este caso) va a pintar ese momento de la decadencia de la Unión Soviética de esa manera y aplaudir el «anti-comunismo» de la miniserie es, por lo menos, simplista y no agrega nada. Los logros que CHERNOBYL tiene están puramente ligados a su factura, a su notable trabajo formal en lo audiovisual y a su por lo general inteligente utilización de recursos dramáticos. Y sus problemas –que son menos– también. Amar u odiar una serie solo por la coincidencia o el rechazo ideológico que despierta está muy lejos de ser una mirada crítica inteligente. Es, más que ninguna otra cosa, una lectura utilitaria y puramente contextual.