Festivales: crítica de «Sole», de Carlo Sironi (Pingyao)
Esta opera prima italiana que debutó en Venecia y se llevó el Premio del Público en su sección en el Festival de Pingyao se centra en un joven italiano y una chica polaca embarazada que deben hacerse pasar por pareja para poder entregar al bebé en adopción. Un drama contenido, humano y, finalmente, poderoso.
Esta opera prima, que debutó en la sección Orizzonti del Festival de Venecia es, en varios sentidos, inusual. Por un lado porque su contención dramática la vuelve bastante ajena a gran parte del cine de ficción que se hace actualmente en ese país. Es un film de poquísimos diálogos y actuaciones tan minimalistas que hasta podrían parecer bressonianas. Y, por otro, porque su rigurosidad visual, tanto en lo que se refiere a la puesta en escena, uso del color y composición de cuadro se escapan también de los códigos más reconocibles en el cine de ese país. De hecho, es un experimento formalista que une los códigos sociales del neorrealismo con la angustia y soledad de películas posteriores de cineastas como Michelángelo Antonioni. Un «existencialismo de la clase obrera», si se quiere, en la forma de un angustiante drama romántico-familiar.
Esta nueva generación de cineastas italianos (que quizás tenga sus mejores representantes en Pietro Marcello y Alice Rohrwacher) ha logrado darle un nuevo sesgo al cine italiano, llevando cierta renovación estética que empezó en el documental al campo de la ficción. Sironi trabaja con actores no profesionales y en zonas del país desconocidas y poco atractivas: barrios obreros de las afueras de Roma (una zona con reminiscencias «pasolinianas»), edificios planos, departamentos desprovistos de cualquier gracia. Su paleta de colores es tan gris/azulada que cuando la protagonista se viste de rosa parece que alguien del vestuario se equivocó de prenda. Es un estallido de color en el espectador similar al de una explosión en una película de Marvel.
El film tiene otro elemento que, quizás, ayude a explicar su estilo: es una coproducción con Polonia y su protagonista es una inmigrante de ese país, embarazada, que llegó a Italia con intenciones de «vender» a su bebé (entregarlo en adopción por dinero, digamos), algo que requiere de un procedimiento un tanto complicado en el que participa, previsiblemente, una suerte de mafia dedicada a trampear el sistema legal. Quizás ese ida y vuelta continental entre el sur de Italia y el este de Europa (el director de fotografía es rumano) explique también ese tono tan frío y desapacible que recorre al film, más cercano a las películas del Decálogo de Kieslowski que a cualquier otra cosa.
Para poder «vender» a su bebé, la muy embarazada Lena (Sandra Drzymalska) debe unirse a Ermanno (Claudio Segaluscio), que debe actuar de padre ante la ley y los médicos, aunque el verdadero plan es que la mujer termine yéndose y el falso padre entregue al recién nacido en adopción al no poder criarlo solo. El que realmente maneja los hilos ahí es el tío de Ermanno, cuya mujer no puede quedar embarazada. Y es él quien se ha sumado a este artilugio legal que, al parecer, es bastante común en Italia debido a las restricciones existentes en el tema. Y SOLE es la historia de esta «no-pareja» que debe hacer las veces de futuros padres ante el mundo (la ley, los médicos y hasta los pocos amigos que él tiene) hasta poder cerrar el negocio.
Dos seres muy solitarios y callados, cerrados en sí mismos, al parecer incapaces de demostrar afecto (sus apenas mencionadas historias familiares explican en parte esa sequedad), Lena y Ermanno van atravesando las semanas previas al parto como lo que son: parte de un trabajo que será remunerado al finalizar la tarea. Pero es inevitable que, de a poco y tras rechazarse por un largo tiempo, esas dos soledades empiecen a buscarse tímidamente, intentando generar alguna conexión que los haga salir de una vida de aburrimiento, limitaciones económicas y, especialmente, de soledad. Hay un momento, promediando la película, cuando Ermanno ve bailar a Lena en una fiesta (vestida de rosa, sí), en donde esos dos caminos paralelos empiezan a juntarse. Y es claro que cuánto más se junten más complicado se va a volver el trabajo.
Con un cuadro similar al del cine clásico (el Academy Ratio, de 4:3, que da como resultado una pantalla casi cuadrada) y una paleta desteñida, de colores grisáceos, la película presenta las vidas de ambos como una suerte de encierro abierto. Hay mar, cerca, pero ni lo vemos o parece el mar más feo del mundo. El resto son oficinas, hospitales y departamentos tan anodinos que, si no fuera porque escuchamos a los personajes hablar italiano, podrían existir en alguna ciudad rumana o búlgara. Esa puesta en escena vacía de elementos –armada con planos en su mayoría fijos y con una banda sonora electrónica minimalista– en conexión con esos personajes tan callados y poco demostrativos, son la pequeña trampa que tiende Sironi a los espectadores y los que vuelven a la película tan efectiva, ya que cuando la aguja emocional comience a elevarse, cada giro del guion será creíble y realista, pura verdad cinematográfica.
Es de ese modo parco y calmo en el que SOLE nos envuelve en su telaraña. Ermanno puede mirar sin expresión o solamente levantar sus brazos caídos para apostar en una máquina tragamonedas de manera mecánica, pero cuando empiece a descubrir que la vida de Lena y, luego, de la pequeña Sole, le importan y lo movilizan, estaremos a su lado, tratando de ver qué puede hacer para remediar la situación. Y algo similar pasa con Lena, que actúa como si todo fuera un trámite burocrático hasta que se da cuenta que, quizás, el «negocio» que le conviene hacer es distinto. Y que no pasa, necesariamente, por el dinero, sino por conectar con el otro.