Festival de Mar del Plata 2019: crítica de «Vitalina Varela», de Pedro Costa
La nueva película del realizador de «En el cuarto de Vanda» toma un personaje de su anterior film, «Cavalho Dinero» y cuenta su dramática historia al viajar a Portugal desde su nativa Cabo Verde para reencontrarse con su marido y llegar demasiado tarde. Una bella y oscura película acerca de la difícil experiencia migratoria.
Como un pintor que va refinando su paleta o un obsesivo que cada vez se concentra más en aspectos específicos de su trabajo, Pedro Costa va creando un universo mutante a lo largo de una serie de films que parten de las experiencias de la comunidad caboverdeana que vive en los márgenes de Lisboa, Portugal. Fontainhas puede no existir más y VITALINA VARELA no tener demasiado que ver con el registro documental (no, al menos, si se lo entiende de la manera tradicional), pero las películas del portugués siguen iluminando historias escondidas y zonas oscuras (literalmente) de esa específica experiencia migratoria. Y en esa especificidad está lo universal de su obra.
En una entrevista reciente, el director de JUVENTUD EN MARCHA contaba que buena parte de VITALINA VARELA está filmada en un estudio, algo que seguramente sorprenderá a los seguidores de su obra. Es más, allí cuenta que una escena específica está filmada con pantalla verde detrás, de esas que se usan en el cine con muchos efectos digitales para agregarlos luego. Si bien puede parecer extraño al leerlo tomando en cuenta la legendaria forma de filmar del realizador, tiene mucho más sentido cuando se ve la película. Por varios motivos. Por un lado, Fontainhas fue destruido, por lo que salvo por algunas partes que sobrevivieron debe ser reconstruido de alguna manera. Y, por otro, al ver la película en sí, con su cuidado uso de la luz, su estilización visual y el delicadísimo y casi coreográfico movimiento de los cuerpos, tiene mucho sentido que la experiencia haya sido «reconstruida» en estudios.
Costa es un gran amante del cine clásico y, también, de ensayistas/teóricos del cine como Straub-Huillet y uno tiene la sensación, especialmente viendo VITALINA VARELA más que las anteriores películas suyas, que aquí encontró la perfecta combinación entre ambos mundos. La película tiene una relación con el mundo absolutamente manufacturada y totalmente real, de la misma manera en la que un pintor podría trabajar con modelos en su estudio y aún así crear una obra que represente de modo cabal la «experiencia» real de los sujetos observados. No solo por las técnicas de rodaje usadas por Costa –pasar mucho tiempo con las personas filmadas, escuchar sus historias, dejarlos contarlas con sus palabras y luego repetir 40 veces la toma hasta que termine quedando… otra cosa– sino porque la cámara se detiene en esos rostros, esas manos y esos cuerpos de una manera que deja en evidencia su materialidad física.
Es cierto, el uso del claroscuro, de focos de luz muy directos dados a ciertas zonas del plano mientras otras están en la más absoluta oscuridad, dan como resultado una estilización extrema, lo mismo que el uso de permanentes planos detalle y abruptos cortes. Y lo mismo pasa con los textos, dichos casi sin inflexiones dramáticas, casi mantras lanzados al vacío para ser escuchados por los muertos. Pero ese grado de distanciamiento con lo real lo vuelve, paradójicamente, más creíble que muchos casos de cineastas que intentan reproducir esa realidad pero mirándola desde afuera. Costa se asume como un observador, como un pintor, y es su pincel el que construye esa obra plástica (en el caso específico del rostro y el cuerpo de Vitalina, casi una escultura), pero con los recursos propios del cine.
VITALINA… es, en cierto modo, una película de zombies, cuyas referencias visuales están ligadas a películas de ese género (en especial las de Jacques Tourneur), al expresionismo alemán, pero también por momentos conecta con el cine de John Ford (más de una escena tiene reminiscencias de VIÑAS DE IRA, por ejemplo) y otros ejemplares menos conocidos del cine clase B de los ’50. Vitalina llega, en una escena sorprendente desde la puesta, a Lisboa a estar con su marido Joaquim 25 años después que él la dejó para irse de Cabo Verde a Portugal. Solo que llega unos días después de su misteriosa muerte. Si bien le dicen que lo mejor para ella es volverse a su país, Vitalina decide quedarse en la derruida casa en la que su marido vivía y, una vez allí, tratar de conjurar a su espíritu, si se quiere. Hablándole, escuchando al pasar historias que se cuentan sobre el hombre y conectándose con un decadente cura (Ventura, protagonista principal de las dos anteriores películas de Costa) en igual situación de precariedad tanto anímica como económica.
Es una película que se hace cargo de la materialidad de la vida real (los personajes hablan todo el tiempo de precios, de días, de fechas, de datos concretos históricos) y, a la vez, rumbea hacia la pura abstracción. Uno podría armar una exposición fotográfica con todos los planos de la película y se encontraría con un bellísimo y cuidado retrato de la experiencia de la desplazada Vitalina y de esta comunidad viviendo en la pobreza más absoluta. Pero quizás de ese modo uno la sentiría como algo más ligado a la explotación de la miseria (se me cruza pensar en las fotos del brasileño Sebastiao Salgado, por ejemplo, que bordean ese registro), algo que no sucede aquí porque las historias que los personajes cuentan sobre sus experiencias los vuelven humanos y no solo figuras extrañamente bellas recortadas sobre un fondo oscuro. Lo que hace Costa es cine y, por más referencias pictóricas que uno quiera ponerle (de Caravaggio a Vermeer pasando por Rembrandt, usted elija) son las experiencias de los sujetos las que construyen el universo.
Esos flashazos de color (amarillo, violeta, rojo, el blanco de los ojos de Vitalina) que recortan la negrura que los encierra por los cuatro costados son los síntomas de esas vidas que se resisten a ser capturadas por esa oscuridad total. El fuera de cuadro es casi una abstracción: podría ser el fin del mundo. Son apenas los sonidos (diálogos a lo lejos, ruidos urbanos, bocinazos, sonidos de animales) los que ofrecen la impresión que hay algo que sigue existiendo fuera de esta cápsula de calles tenuemente iluminadas, casas abiertas, algún fantasmagórico bosque y poco más. Es por eso que cuando llegan el viento y la lluvia a poner en peligro la pobre construcción de la casa en la que vivía su fallecido marido es todo un shock. Y ni hablar cuando Vitalina sale, cual heroína de un western, a luchar contra la violencia de la naturaleza con el peso y la fuerza de su muy real cuerpo.
En un año cargado, curiosamente, de películas en las que la experiencia de pueblos africanos colonizados y desplazados fue tratada mediante diferentes narrativas fantásticas con figuras parecidas a los zombies (ATLANTIQUE, de Mati Diop o ZOMBI CHILD, de Bertrand Bonello, por citar los dos casos más relevantes), la de Costa es, claramente, la más abstracta y artificial de todas. Es la que no tiene ningún zombie pero los tiene a todos. La que no aporta elementos fantásticos, pero la que luce más fantástica de todas. Es ese vaivén entre la realidad como experiencia y el cine como medio de expresión el que le da a VITALINA VARELA su inocultable e hipnótica belleza y su enorme trascendencia. Podría suceder acá, entre nosotros, a unas calles de nuestras casas. Pero sucede también allá, en el mundo fantasmal del cine, un «lugar» hecho a la medida de nuestros más bellos sueños y de nuestras peores pesadillas.