Estrenos: crítica de «De repente, el paraíso», de Elia Suleiman
El realizador de origen palestino recorre el mundo tratando de buscar financiamiento para hacer «una comedia sobre la Paz en Medio Oriente» solo para descubrir que en todos lados ya se vive la misma tensión y violencia que en su lugar natal.
Una comedia sobre la paz en Medio Oriente», le dice a una productora su amigo, el actor/director Gael García Bernal (interpretándose aquí a sí mismo), al intentar «venderle» lo que Elia Suleiman quiere dirigir en su siguiente película. Y para eso necesita productores como ella. Pero no parece fácil convencerlos. DE REPENTE, EL PARAISO (IT MUST BE HEAVEN) acaso sea la versión altamente ficcionalizada de los esfuerzos del cineasta por conseguir dinero para financiar esa película, su primer largo de ficción en una década. Recorriendo París y Nueva York, tratando de mantener reuniones para lograr financiación, observando un mundo cada vez más absurdo y violento, Suleiman encuentra, acaso, que el planeta entero se ha convertido en una enorme Palestina. Acaso la comedia humana está en la experiencia de sobrevivir aquí y ahora. Donde sea.
El realizador de DIVINE INTERVENTION vuelve a hacer las veces de protagonista casi mudo de sus propias películas. En ese ya patentado estilo que bebe tanto de clásicos como Keaton y Chaplin como de realizadores/actores modernistas como Jacques Tati, Suleiman hace del plano/contraplano su comentario sobre el mundo. Conocen el sistema: plano del hombre que observa, plano de situación/objeto/persona observada, plano de regreso al observador cuyo mínimo cambio de expresión (o falta de ella) funciona como mirada sobre el mundo. En el caso de Suleiman, suele ser una mirada de asombro, sorpresa, miedo, fascinación y repulsión. O acaso todo junto en el mismo rostro que no parece decir nada.
La película tiene una escena de inicio fantástica y muy graciosa en una ceremonia religiosa interrumpida, que está armada de manera más tradicional. Pero ese comienzo luego dará paso al sistema mencionado. Suleiman, con su sombrerito y camisa suelta, observando el mundo que parece actuar solo para él. Su alter ego cinematográfico recorre en DE REPENTE, EL PARAISO tres grandes locaciones: Nazaret (ciudad natal del realizador y una de las pocas palabras, junto con «Palestina», que su personaje dice en la película), una vacía y casi desolada París, y una militarizada Nueva York. La excusa puede ser la de conseguir dinero para filmar, pero la película está en el propio proceso de búsqueda.
No tiene demasiado sentido narrar las situaciones que vive su personaje en la película porque revelar algunos momentos puede ser spoilear buena parte de la diversión, de la risa franca y el reconocimiento a la observación realizada. Hay encuentros con vecinos que le cuentan historias, otros que se meten en su jardín y, ya fuera de su país, cruces con productores, con pajaritos molestos, con turistas, con borrachos, con gente muy armada y así. Cada observación, en algún punto, le hace sentir que pese a las diferencias arquitectónicas o culturales, el mundo entero se ha vuelto una versión maximalista de su pequeño lugar en el mundo. Un universo violento, ridículo e inmanejable en el que se intenta vigilar y controlar todo, desde un auto estacionado a una chica con alas.
Si bien algunas metáforas e imágenes de la película pueden ser un tanto obvias, en el formato en el que Suleiman las pone son igualmente muy graciosas. Ver a neoyorquinos ir de compras armados puede parecer un chiste puramente televisivo, casi un sketch de un programa tipo «Saturday Night Live» pero, observado desde el lugar de Suleiman, esa misma situación cobra otro sentido, tiene otro peso. La radicalización política de Occidente es otra historia cuando el que la observa y la cuenta es alguien de Medio Oriente.
En ese sentido es interesante pensar cómo IT MUST BE HEAVEN dialoga con SYNONYMES, la película del israelí Nadav Lapid que ganó en la Berlinale y que se centra en un israelí que se va a vivir a Francia y no puede dejar de ser israelí. En aquel film es el personaje el que nota su propia distancia con su nuevo lugar y se da cuenta que uno se lleva puesto al país y a la identidad cultural con la que creció a todos lados. En éste, es el planeta entero el que ha empezado a parecerse al país de uno. Son mecánicas y miradas distintas pero el objeto es el mismo: trabajar ese desplazamiento de la identidad de dos países en conflicto desde el humor. La comedia acaso no resuelva los problemas de nadie, pero hace maravillas para seguir tolerando los males de este mundo.