Festivales: crítica de «El oficial y el espía», de Roman Polanski
La más reciente película del controvertido director polaco es un repaso del célebre «Caso Dreyfus» centrado en un militar francés judío acusado injustamente de espionaje. Jean Dujardin, Louis Garrel y Emmenuelle Seigner protagonizan esta bastante académica pero de todos modos personal película del realizador de «Barrio chino».
Se ha vuelto complejo escribir sobre el cine de Roman Polanski a la luz de las distintas situaciones en las que se ha visto envuelto a lo largo de su vida, pero fundamentalmente en relación a su condena por violación a una menor en 1977. Si bien el caso lleva muchísimo tiempo, es relativamente reciente (desde el inicio del #MeToo) la sensación de que resulta casi imposible separar su cine de su vida y de condenarlo también por su tarea profesional. Hoy parece raro recordarlo, pero el hombre que hoy es persona non grata en casi todos lados, en 2002 ganó el Oscar a mejor director y la Palma de Oro por EL PIANISTA. ¿A qué voy con esto? A que el delito sigue siendo el mismo: es la actitud social la que ha cambiado.
Este no es el lugar para analizar esos asuntos en detalle, pero a la vez es imposible no poner la película en relación a todo lo sucedido, ya que el propio Polanski –hasta en las notas de producción de EL OFICIAL Y EL ESPIA— remarca sus similitudes. Tampoco es aquí el lugar para discutir lo que sucedió en el Festival de Venecia con el director polaco, cuyo lugar en la competencia pasó de ser «cuestionado» por Lucrecia Martel (sus comentarios fueron, en realidad, más ambiguos y complicados de lo que la prensa internacional, mediante una pobre traducción al inglés, reportó desde allí) a irse con el Gran Premio del Jurado. De vuelta, de lo que se habló allí es algo que el propio film habilita: la relación entre la vida de un artista y su obra.
Es que J’ACCUSE (prefiero el título original y más justo que el confuso y anodino AN OFFICER AND A SPY con el que se tradujo al inglés y también al castellano) va indirectamente sobre los temas que rondan a Polanski hace décadas. No necesariamente, como creen muchos, comparando su situación con la de Alfred Dreyfus, el militar francés que a fines del siglo XIX fue acusado injustamente de espiar para los alemanes, en buena medida por ser judío en una sociedad que ya entonces presentaba un generalizado grado de antisemitismo. Dreyfus era inocente mientras que el propio Polanski ha admitido cierto grado de culpabilidad en algunos de los delitos de los que se le acusa. La metáfora, si se quiere, es otra. Y tiene que ver con la idea del juicio mediático y el linchamiento popular.
La película no se centra en Dreyfus sino en el Teniente Coronel Georges Picquart (Jean Dujardin, de EL ARTISTA) y arranca con Dreyfus ya condenado, siendo despojado de su uniforme militar ante el escarnio público. El propio Picquart es parte del circo y, por sus comentarios, nos damos cuenta que él es tan antisemita como el resto de sus colegas y la turba de personas que le gritan de todo. Dreyfus ha sido condenado a pasar el resto de su vida en una prisión en medio de una isla semi-abandonada en la Guyana francesa y el hombre sigue, de modo desafiante, gritando su inocencia. Pero es objeto de burla de parte de todo ese circo romano.
Las cosas empiezan a cambiar cuando a Picquart lo ascienden a Coronel y pasa a reemplazar al anterior encargado de la versión decimonónica del Servicio Secreto francés, ocupando una oficina oscura en un edificio lúgubre y bastante abandonado. El primer tercio o más del film tiene poco y nada que ver con el Caso Dreyfus, pero será el que llevará a Picquart a revisarlo. Al investigar a otro posible espía, un tal Esterhazy, el hombre se topa con que los reportes que este hombre ha escrito a los alemanes acerca de secretos militares franceses tienen la misma letra que los que supuestamente pertenecían a Dreyfus, manuscritos que habían sido clave a la hora de condenarlo.
Por una cuestión de estricto deber profesional, Picquart investiga y da cuenta de sus descubrimientos, pero pronto nota que ninguno de sus superiores quiere reabrir el caso Dreyfus. La Justicia Militar no funciona como debería funcionar la civil, digamos, y el hombre la tendrá muy complicada a la hora de intentar probar la inocencia del condenado. Y el resto de la película estará, sí, dedicado a sus largos años de esfuerzo en sacar la verdad a la luz, con las posibles consecuencias, personales y profesionales, que esa batalla contra las autoridades podría traerle.
En una propuesta que es, formalmente, muy académica y –si se quiere– hasta anticuada, especialmente en el tono de sus deliberadamente impostadas actuaciones (hay mucho actor «de la Comédie–Française», digamos), Polanski logra de a poco ir insertando temas que son comunes a su obra, desde EL BEBE DE ROSEMARY a EL PIANISTA pasando por BARRIO CHINO, EL INQUILINO y tantos otros clásicos suyos. Fundamentalmente, la sensación del hombre solo y perseguido enfrentado a un sistema poderoso (los militares funcionan aquí casi como una «secta» o mafia) que le hace la vida imposible. Pero no solo a Dreyfus –que aquí es un personaje bastante secundario, por más que lo interprete un casi irreconocible Louis Garrel– sino, y fundamentalmente, al propio Picquart.
A través de esa larga cadena de personajes conectados entre sí y guardando secretos y mentiras que los comprometen, y en cómo esa mentira es vendida a los políticos, a la prensa y, finalmente, a un público que la compra, Polanski intenta hablar de dos cosas que van en paralelo. Por un lado, como mencionábamos antes, la idea de la «cancelación», del juicio popular al que no le interesan evidencias, datos ni detalles sino sensaciones y fake news que confirmen sus prejuicios. Y, por otro, cómo todo esto se conecta con otro eje de la carrera de Polanski –quizás puesto en evidencia de manera más reciente en su cine– que es el antisemitismo que es integral a la sociedad francesa y que parece estar de regreso en las últimas décadas.
Si se piensa J’ACCUSE literalmente en relación al caso por el que el director fue legalmente condenado (y a los muchos otros que se rumorean y denuncian) se puede llegar a conclusiones un tanto absurdas, por no decir peligrosas. Si uno como espectador piensa que Polanski usa el ángulo del antisemitismo para defenderse de esas acusaciones, evidentemente puede pensar que está ante la presencia de un monstruo sin escrúpulo alguno. Pero tengo la impresión –o prefiero pensar– que no es así, que si algo une la narración del caso Dreyfus con la experiencia personal del realizador tiene que ver con la sensación que él debe tener de estar siendo perseguido excesivamente –y de manera tanto política como mediática y hasta popular– por crímenes cuya condena ya cumplió.
Pero más allá de esa discusión que, quizás sin quererlo, reabrió Martel con sus declaraciones como presidente del jurado de Venecia al decir que ella no separaba al autor de su obra (algo que es totalmente lógico para cualquiera que haga cine o escriba sobre él, aunque no en el sentido judicial sino «autoral»), J’ACCUSE es más que una película de auto-defensa. Es un relato sobre la idea de la verdad y sobre la lucha de un hombre que, aún siendo antisemita cuando la historia se inicia, toma conciencia de que esa sesgada mirada sobre la sociedad (suya, de sus superiores y de buena parte de la población) deforma o desestima cualquier evidencia.
Es una película fría, sin casi emociones (la relación entre defensor y acusado es gélida y casi no se ven en todo el film) e incluye un affaire amoroso de parte de Picquart –su amante es interpretada por Emmanuelle Seigner, esposa de Polanski– que funciona como otro eje sobre el cual presionar a este excesivamente curioso y testarudo investigador. Basado en una novela de Robert Harris, coguionista del film con el director, J’ACCUSE anuncia de entrada que todo lo que se verá está estrictamente tomado del caso real, sin otra licencia poética que las obvias en estos casos. Lo que nunca funciona de manera objetiva, claro, es el punto de vista. Y para eso existe la película.
Con sus dos horas y algo, se trata de un relato efectivo aunque un tanto moroso que recién cobra cierta intensidad en la segunda mitad, cuando el caso revive con todo y aparecen vinculados a él figuras políticas y públicas de entonces (su título viene de una famosa carta escrita por Emile Zola en el periódico «L’Aurore» defendiendo a Dreyfus y acusando a toda la clase política y militar de mentir deliberadamente) hasta llegar a los conocidos juicios que tuvieron lugar después.
Si bien es un caso más que conocido e histórico, dejaré sin «spoilear» sus resultados. Lo que se puede decir es que, como suele suceder en buena parte de sus filmografía, Polanski nunca se permite un final optimista ni positivo. Cualquiera sea el resultado de los complicados asuntos que se cuentan en sus películas –hasta el hecho de que alguien sobreviva el Holocausto–, la sensación con la que el espectador se queda al final es de relativa amargura. Es el sistema el que está quebrado de raíz. Y no hay salvación individual posible en un mundo que funciona de ese modo.