Miniseries: crítica de «I’ll Be Gone in the Dark», de Liz Garbus (HBO)
Esta serie documental se centra en un crimen verdadero, el del llamado Golden State Killer, que violó y mató a decenas de mujeres en las décadas del ’70 y ’80. El eje dramático es la investigación de la escritora Michelle McNamara, que hizo un libro sobre el caso.
El género llamado «true crime», centrado en el seguimiento de crímenes verdaderos, de esos que tuvieron lugar en el mundo real y no los surgidos de la imaginación de escritores, tiene sus complicaciones si se lo piensa en términos éticos. La explotación del morbo del espectador es una de ellas, pero también la del sufrimiento de los propios participantes del hecho, en especial de las víctimas. El éxito del género en el mundo –y, en especial, en los Estados Unidos– ha permitido la existencia de un extraño mercado en el que estas historias circulan, se compran y se venden. Ha generado, también, un número creciente –y, en mi opinión, preocupante– de los llamados «detectives ciudadanos», personas «de a pie» que investigan estos casos y, a veces, ayudan a resolverlos. Y ha fomentado una explosión mediática (no siempre me atrevería a llamarla periodística) de coberturas que algunas veces pueden haber servido pero que, en la mayor parte de las ocasiones, no han hecho más que «embarrar» y complicar investigaciones.
Hay otra «industria» que este universo ha hecho crecer mucho. Es una a la que llamaría «la explotación del trauma». O bien, la investigación como proceso curativo para el consumo ajeno. Este es uno doblemente central aquí, pero todos estos temas, ejes, industrias y dilemas se me hacían permanentemente presentes ante cada nuevo episodio de I’LL BE GONE IN THE DARK. La miniserie creada por Liz Garbus se basa en el libro de no ficción de Michelle McNamara acerca de su investigación de un caso que tuvo varios nombres y que finalmente pasó a ser conocido como el del «Golden State Killer», un hombre que violó a decenas de mujeres y mató a otras tantas entre los años ’70 y ’80 en diversas ciudades de California.
La serie no es, literalmente, una adaptación del libro sino una combinación de la historia que se cuenta allí con la de la propia McNamara, la periodista y escritora que se obsesionó en investigar estos asesinatos, escribió un libro sobre él y no llegó a ver los frutos de su esfuerzo ya que falleció antes de poder terminarlo. McNamara –esposa del conocido comediante Patton Oswalt y madre de una niña con él– tenía un podcast sobre criminales y era, como muchos de los que la acompañaron en la investigación y que aparecen en la serie, una mujer obsesionada con estos casos criminales, pero no necesariamente por cuestiones profesionales. Muchos de estos auto-denominados detectives lo hacen para satisfacer su propia necesidad de resolver estos misterios. Y nada más.
Garbus –y los distintos directores de cada uno de los seis episodios– cuentan en paralelo el proceso de investigación, de vida y de escritura de McNamara con el recorrido del misterioso criminal que, a lo largo de los años, pasó de violar mujeres a asesinarlas y que no había sido descubierto ni atrapado jamás. En ese sentido, la serie tiene un problema que es el de contar dos historias a la vez, yendo y viniendo de los testimonios de las víctimas del caso a la vida de Michelle y sus colegas investigadores. Y, curiosamente, lo que termina siendo más interesante –ya que es lo que menos se ve en este tipo de series– es el proceso de trabajo de la escritora. No necesariamente sus avances en el caso sino la forma en la que un periodista/escritor investiga por su cuenta un caso policial real con la ayuda (o no) de las autoridades, cómo lidia con sus editores y otras «personas de interés», entre otros asuntos. Sabiendo, además, de su muerte, I’LL BE GONE IN THE DARK genera también un cierto misterio y fascinación acerca de su vida personal… si uno tiene la paciencia y la contención de no ponerse a googlear qué fue lo que sucedió.
Lo cierto es que el caso se vuelve confuso y enredado ya que no solo ni la policía ni los «citizen detectives» parecen tener muy en claro quién fue el criminal sino que la propia serie parece perdida narrando esos eventos. Dicho de otro modo: un espectador ya vio o leyó decenas o cientos de casos con alguna similitud a éste, por lo que termina siendo más interesante el «detrás de la escena» de los procedimientos que el caso en sí. Recién en el último episodio (por motivos que conviene no develar aquí), el asunto criminal cobra un mayor peso narrativo y emocional, volviendo a ser el eje de la historia y del interés del espectador.
Pero más allá de esos vaivenes estructurales del relato, mi problema con I’LL BE GONE IN THE DARK tiene que ver con los temas que mencioné al principio: la sensación de que la propia serie no hace más que exacerbar y casi hasta celebrar esta cultura del morbo, de la devoción personal no solo por consumir historias criminales (eso sería, en este caso, un tema relativamente menor) sino en las industrias paralelas que se generan. Hay una secuencia que tiene lugar en la llamada CrimeCon, una convención de fanáticos del género en su variante «real», en la que sentí que todas las fichas me caían juntas, donde me pareció advertir que esta industria que celebra el consumo de historias de asesinos, víctimas y, sobre todo, comercializa el sufrimiento propio y ajeno, era complicada, por no decir potencialmente peligrosa. ¿Hasta qué punto esa curiosidad vuelta obsesión no puede volverse un problema tanto para la persona como para la investigación? ¿Cuándo termina el consumo tradicional y empieza el interés proactivo? ¿No fue eso, finalmente, lo que le sucedió a McNamara?
ATENCION: ZONA DE SPOILERS
Al menos por la manera en la que se lo cuenta aquí, la muerte de la escritora tuvo que ver con la obsesión suya por resolver el tema del crimen y por la presión de terminar el libro en una fecha obligada por el contrato que tenía con su editorial. Eso la llevaba a investigar en todo momento casi sin dormir, por lo que terminó haciéndose adicta a opiáceos y otras drogas que le permitieran manejar de la mejor manera posible los tiempos y el stress. La serie lo da como un hecho y casi como un mérito. Es cierto, las investigaciones obsesivas de la escritora generaron el marco que permitieron que, después de su muerte y tras la salida del libro, el criminal en cuestión terminara apareciendo. Pero, ¿con eso alcanza?
Tengo la impresión que esa pieza, si se quiere, feliz de la ecuación no resuelve las aristas más complicadas que se presentan aquí. ¿Cuál fue el rol de la policía todo ese tiempo? ¿Qué responsabilidad les cabe a los editores? ¿Hasta qué punto es aceptable que una investigación criminal la empujen o directamente la lleven adelante «aficionados» al tema? ¿Qué rol juegan las víctimas en este circuito detectivesco (que incluye a la propia serie) además de darle a la obra un cariz de material de autoayuda? ¿Es tolerable, con el drama real que la envuelve, que la serie parezca por momentos una larga publicidad para vender el libro?
FIN DE ZONA DE SPOILERS
Por más bienintencionado que sea el trabajo de Garbus y su gente, esos problemas quedan flotando todo el tiempo. I’LL BE GONE IN THE DARK tiene momentos duros, difíciles, apasionantes, emotivos pero también otros frustrantes, fallidos o, directamente, desconcertantes. La lectura de partes del libro en las que se narran los pasos del violador y asesino con la «actoral» voz de Amy Ryan en reemplazo de McNamara, llena de graves pausas dramáticas, bordea el mal gusto. Y algo similar pasa con algunas cuestiones de la vida personal de Oswalt o de la relación entre ambos, en la cual se podría aplicar aquello de «demasiada información».
Hay una cultura que se mueve alrededor de este tipo de eventos que me resulta complicada de aceptar o de entender del todo. Tiene que ver con lo que en inglés llaman «oversharing», o compartir sensaciones o sentimientos de una forma un poco excesiva. En estos casos: intimidades ligadas a traumas como asesinatos, muertes o violaciones. La idea por detrás podría parecer sana. Se sabe que poner en palabras determinados temas que nos abruman puede ayudar, sino a resolver, al menos a sobrellevar mejor las consecuencias de esas situaciones dolorosas. El problema –aquí o en cualquier otro documental– es que hay una cámara adelante y eso problematiza la propia lógica del acto ingresándolo al universo del narcisismo. Y de la explotación.
Se puede decir, también con parte de razón, que hacer públicos estos problemas podría ayudar a ciertos espectadores a «sacar afuera» similares situaciones traumáticas que no se han atrevido a contar. Pero no puedo evitar pensar que en realidad estamos ante una especie de renovada industria que transformó el morbo cimentado en la curiosidad policial de antaño en uno de autoayuda y superación personal más aceptable en esta época. Admito que no lo tengo del todo claro, pero al ver I’LL BE GONE IN THE DARK se me encendían todo el tiempo las alarmas y me parecía ver crecer, adelante de mis ojos, un subgénero al que podría llamar traumxploitation: la explotación del trauma para consumo, disfrazando al morbo de autoayuda.