Festival de Nueva York: crítica de «No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo», de Nicolás Zukerfeld
Este ensayo cinematográfico del realizador argentino analiza motivos y formas del cine clásico a partir de la obra de Raoul Walsh y la investigación del origen de una famosa frase que se le atribuye y que quizás nunca dijo.
Uno podría considerar a NO EXISTEN TREINTA Y SEIS MANERAS… como una clase cinematográfica sobre Raoul Walsh y sobre el cine clásico en general. Armada, creada y, en cierto momento, narrada por su propio director, el film funciona como un juego entre dos partes que parecen contradecirse entre sí, tanto por la manera en la que están estructuradas como por los conceptos que transmiten. Esta suerte de oposición (dialéctica, si se quiere) quizás sirva para entender o iluminar la relación del espectador moderno –especialmente el cinéfilo, cineasta o crítico– con el cine clásico y acaso llegar a una conclusión.
La película del director de EL INVIERNO LLEGA DESPUES DEL OTOÑO puede dividirse en dos partes y una breve coda. La primera se estructura en base a escenas de películas de Raoul Walsh, a quien se acredita la frase que da título al film. Una de las columnas vertebrales del Hollywood clásico, el realizador de HEROES OLVIDADOS, ALTAS SIERRAS, LA PASION MANDA, MURIERON CON LAS BOTAS PUESTAS, AVENTURAS EN BIRMANIA, SU UNICA SALIDA, ALMA NEGRA, LOS VIAJEROS y ECO DE TAMBORES (los títulos que uso acá son los de su estreno rioplatense) hizo más de 140 películas a lo largo de su carrera, buena parte de ellas en el período mudo, pero siempre a razón de tres o cuatro por año, si no más.
Zukerfeld recurre a Walsh para hablar no solo de su obra sino del cine clásico en general. La selección de material siempre está integrada por acciones, empezando por la previsible de subir a caballos para luego pasar a otras: disparos, gritos, corridas, golpes, caídas y, especialmente, infinidad de hombres y mujeres abriendo y cerrando puertas. No se trata de una colección de sketchs humorísticos sino de mostrar cómo Walsh filmaba esas escenas de una manera que los teóricos conocen como «modo de representación institucional». Esto es: utilizando los códigos tradicionales del vocabulario fílmico organizado según ciertos parámetros que fueron transformándose en clásicos. El modo de encuadrar, los cortes, la iluminación, los tamaños de plano, la lógica espacial que generan las miradas y así. Dicho de otro modo. Para Walsh no hay treinta y seis formas de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo. Hay una, un par, a lo sumo cinco. Más que eso es una jactancia de la modernidad.
Si la primera parte del film son imágenes puras sin contexto (no se dan los títulos de las películas hasta el final), la segunda es algo así como la clase (¿de la FUC?) que surge a partir de esas imágenes. Pero no es una clase convencional. Más que otra cosa, Zukerfeld se obsesiona con encontrar el origen de la frase que da título a su película y que es una cita de Walsh que leyó en un artículo de Edgardo Cozarinsky. Lo que comienza allí es una trama detectivesca, narrada casi a modo de podcast con imágenes de notas y libros, en la que el realizador cuenta con lujo de detalles sus esfuerzos por encontrar el real origen de esa frase. Según parece, Walsh nunca dijo estrictamente eso y una larga serie de traducciones (algunas, mal entendidas), recuerdos borrosos y confusiones fueron transformando lo que él dijo originalmente a lo que hoy quedó canonizado para ciertos analistas.
Lo curioso de este segmento –intencional o no– es que funciona casi por oposición al cine de Walsh. Allí donde el maestro del cine clásico simplificaba ideas e iba a los hechos (acciones en lugar de pensamientos, una manera de mostrar algo y no diez, cinco películas por año y no una cada cinco años), Zukerfeld parece proceder por la vía opuesta. No tanto desde el análisis del significado de esa frase –que, finalmente, es bastante simple y se puede resumir como la idea de que el cine clásico lo es a partir de un efecto de narración «invisible»– sino desde la peculiar y casi graciosa serie de complicaciones que atraviesa el director para hallar el origen de esa expresión. Ahí da la sensación que la modernidad de la lectura (o la neurosis como una forma de la crítica) entra en conflicto con la simplicidad de los realizadores clásicos.
Uno de los consultados –hay muchos cineastas, intelectuales, investigadores y críticos citados aquí, la mayoría argentinos– dice que no recuerda si Walsh dijo exactamente eso pero que es el tipo de frase que podría haber dicho tanto él como John Ford o Howard Hawks para referirse a los caballos, a las puertas o a cualquier evento a ser filmado. «La idea es que el cine es simple», cierra. Famosos por ser lacónicos a la hora de hablar de su estilo, seguramente Walsh (o Ford o Hawks) se preguntarían adónde quiere llegar Zukerfeld al obsesionarse tanto por el origen de una frase. Y ahí aparece un choque que resulta, paradójicamente, muy enriquecedor.
Entre esos cineastas clásicos que creen que existe una sola manera (a lo sumo un par) de filmar las cosas y que esas cosas (caballos o puertas) tienen una entidad concreta y tangible, y los críticos/cineastas de la modernidad que racionalizan las citas y las referencias y tratan de trazar una genealogía a partir de imágenes y textos que se confunden en la memoria parece haber una distancia insalvable que solo arregla –reúne, reconstruye, reconcilia– el amor por el cine. Ahí las diferencias se olvidan y todos forman parte de una misma, aunque disfuncional, familia en la que conviven padres lacónicos e hijos neuróticos mirando la misma película de Walsh, de Hawks o de Ford.