Festival de Toronto: crítica de «The Truffle Hunters», de Michael Dweck y Gregory Kershaw
El fascinante mundo de los buscadores de trufas en el Piamonte italiano es tratado de una manera muy poco interesante en este documental que no está a la altura de sus personajes ni de su tema.
Hay ciertos documentales que funcionarían mucho mejor como ficciones. No necesariamente por el mundo y los personajes que retratan sino por las formas que utilizan. THE TRUFFLE HUNTERS podría ser uno de ellos. Sin dudas que el universo de los «cazadores» de trufas blancas del Piamonte italiano se presta para un documental al respecto. Se trata de una cultura muy tradicional, dominada por veteranos buscadores de esos preciosos y carísimos hongos que son en sí verdaderos personajes. Ellos, sus perros –con los que tienen una hermosa relación personal y laboral, ya que los canes los encuentran por el olfato– y los propios cambios culturales que están llevando a la destrucción de ese clásico sistema están casi al servicio del género documental. El problema es que para eso harían falta realizadores que sepan cómo trabajarlo. En manos de los directores de este documental, lo mejor que se puede decir es que lo que vemos parece un ensayo fotográfico filmado y una suerte de demo/maqueta para una mejor historia contada a través de la ficción.
Es que, realmente, da la impresión que los directores no saben muy bien qué hacer con lo que tienen y que van probando distintas cosas en diferentes escenas. Tienen todo servido en bandeja y no tienen idea de cómo manejarlo. Estos octogenarios piamonteses que recorren con sus perros adiestrados los paisajes de la región buscando esas carísimas trufas (se las vende en el mercado a más de 4 mil euros el kilo) son excéntricos sin necesidad de forzar nada. Y a los perros que huelen y descubren esas trufas se los puede filmar por horas y nadie se aburriría.
Y hay una historia detrás de esa descripción que permite darle a cualquier film sobre el tema un eje dramático importante. Y es el especial cuidado y la entendible terquedad y hasta obstinación de estos adultos mayores por no dejar que nadie sepa los secretos de su negocio, lo que implica no pasar datos a nuevas generaciones y rechazar de plano a todos aquellos que piensan en las trufas solo en función del rendimiento económico que generan. Para ellos es otra cosa: un arte, una pasión, una manera de estar en contacto con la naturaleza, con sus perros y, en algunos casos, una forma de combatir la soledad.
En THE TRUFFLE HUNTERS todo eso está esbozado pero la película nunca va más allá. El problema es que cada escena parece ensayada y montada para una cámara que se ubica fija, desde cierta distancia un tanto incómoda. Desde los diálogos entre distintas buscadores de trufas, de ellos con los comerciantes, de ellos con las esposas, de los comerciantes entre sí y de las personas que las compran y consumen, todo parece posado. La manera en la que Dweck y Kershaw ponen, por lo general fija, la cámara y parecen indicar a los «personajes» los temas sobre los que deberían hablar vuelven al film fastidioso, completamente falso y estéticamente más que discutible. Hecho así, como decía antes, sirve más para que un director de ficción lo tome como punto de partida y haga otra película empezando de cero.
Temáticamente el documental tiene muchos puntos en común con HONEYLAND, sobre una apicultora de Macedonia del Norte. Pero allí donde ese film parecía poder funcionar desde un lugar de observación discreto y curioso (con sus bemoles, sí, pero mucho mejor), lo que se hace aquí es todo lo contrario. Es invasivo, dirigido, desprovisto de todo orden u organización. Los personajes se confunden, los temas van, vuelven, aparecen y desaparecen y formalmente la película no tiene ninguna lógica. A esas escenas encuadradas y medio ensayadas entre los personajes (cuando hablan, cuando comen, cuando huelen trufas o las miran como a una piedra preciosa) se les unen otras con una cámara manual, a la altura de los perros, que intenta emular esa experiencia en la búsqueda de trufas. Y si a eso se les suma otras, capturadas en medio de la noche en lo que parece ser el mercado negro de las trufas blancas a modo de película de espías, es claro que el documental es de una desprolijidad absoluta.
Lo que sí es cierto es que hay cosas en THE TRUFFLE HUNTERS que superan los errores de la puesta. Los viejitos buscadores de trufas pueden ser encantadores como Aurelio u obstinados como Carlo o estar furiosos ante los cambios que se avecinan, como es el caso del pelilargo Sergio. Y eso no hay mal documental que lo arruine. Pero los que se llevan los aplausos acá, los únicos que no pueden ser direccionados por los cineastas (o al menos no del todo) acerca de lo que pueden hacer o decir son los perros en cuestión. Es en la relación entre los ancianos y sus perros (los encantadores Birba, Titino, Pepe, Fiona y otros) que la película encuentra su gracia y su ternura. Da la impresión que, en algún momento del rodaje (o del montaje) los cineastas se dieron cuenta de eso y decidieron que era preferible centrarse más en esa cariñosa relación que en las elusivas trufas. Especialmente porque los hongos, por más sabrosos y caros que sean, no son fotográficamente muy agraciados y tampoco se los puede oler, que es algo que parece extasiar a quienes se acercan temblorosos a estas piedras preciosas de la gastronomía mediterránea. Y tampoco degustar.
Hay decenas de maneras de contar estas historias mucho mejor aún dentro del documental, sin necesidad de irse a la ficción. Me imagino, por ejemplo, lo que podrían hacer Michelangelo Frammartino, el realizador de LE QUATTRO VOLTE; o Alessio Rigo de Righi y Matteo Zoppis, los directores de IL SOLENGO, entre muchos otros grandes documentalistas oriundos de ese país. Acá da la impresión que nadie se tomó el trabajo de pensarlas de un modo más complejo o que los directores de THE LAST RACE funcionaron más bien como amables turistas fascinados con el mundo que se encontraron y pensaron que con filmar eso era suficiente. THE TRUFFLE HUNTERS tiene producción ejecutiva de Luca Guadagnino pero –más allá de lo que generan por sus propias características los personajes y el paisaje– se nota muy poca de la belleza formal y la melancolía que pueblan sus films. Una pena.