Balance 2020 (I): El año del descubrimiento

Balance 2020 (I): El año del descubrimiento

por - cine, Críticas
20 Dic, 2020 10:31 | 1 comentario

Antes de empezar con las listas, acá va una serie de ideas acerca del estado del cine y de la crítica en esta época de pandemia. ¿Se puede seguir haciendo y escribiendo sobre cine después de una crisis generalizada como la que se vive?

“We are not enemies, but friends. We must not be enemies. Though passion may have strained, it must not break our bonds of affection. The mystic chords of memory will swell when again touched, as surely they will be, by the better angels of our nature.”

Abraham Lincoln

Este balance va a ser distinto al de los años anteriores. Los motivos son dos y ambos están ligados, de un modo y otro, a la pandemia. El primero, podríamos decir, es más específico: la situación sanitaria mundial obligó a que las salas de cine cerraran y la idea de lo que es un «estreno» cinematográfico se volvió bastante indefinible. El otro motivo, más general, tiene que ver con algo más personal ligado a la tarea de la crítica –y del cine en general– en una sociedad que parece haberse alterado radicalmente o bien haber mostrado facetas que, al menos para mí, eran desconocidas o creía superadas.

Vamos por lo primero. Las listas serán caóticas. Las dividí en varios grupos. Arranco en otro post con un Top 40 de películas internacionales que fueron estrenadas comercialmente en el mundo y que se pueden encontrar online. Algunas legalmente. Otras, no tanto. Seguiré con un Top 30 de películas argentinas siguiendo el mismo modelo: se han visto o se pueden todavía ver en alguna plataforma. A esas dos listas le seguirán otras, un tanto más caprichosas: de documentales, de películas vistas en festivales (y no accesibles online para la mayor parte de la gente), de cine de género y de otros estrenos norteamericanos y europeos que también se encuentran online y que bien merecen una mirada. Un Lado B, si se quiere, para este año tan raro. Pero para eso deberán esperarme unos días.

El segundo motivo es más complejo de explicar y tiene varias aristas. Pero de lo que más me preocupa hablar no es de la explosión de las plataformas de streaming, del futuro de las salas de cine, de los festivales, de las ventanas de distribución, de las peleas de la industria, de la taquilla asiática ni del regreso de los autocines, por citar algunos de los tantos temas de los que se hablaron en el año. No es que no sean importantes (algunos de ellos lo son y mucho) es que no es eso lo que me concierne aquí. Tampoco, estrictamente, hablar de la crítica en sí. De vuelta, es un tema importante al menos para los que estamos en esto, pero las diferencias, peleas, gustos, exageraciones, servilismo, independencia y otros factores que hacen al cotidiano de la profesión serán temas de otra discusión.

Lo que me preocupa es algo, si se me permite la pretensión, de orden filosófico. Uno de los parámetros que siempre tengo en cuenta a la hora de analizar el cine es acercarme a él desde una mirada humanista. Parte del placer del cine pasa, para mí, por sentir una identificación cada vez que esa mirada se ve reflejada en películas que ofrecen un punto de vista similar –noble, honesto, generoso– al que a me gustaría ver como reflejo del mundo en el que vivimos. No es que niegue las películas oscuras, perversas y maliciosas, solo que me inspiran un poco más los directores que miran el mundo y a las personas que lo habitan desde la empatía, la comprensión, hasta el cariño. Esto, que se entienda, no es una línea infranqueable, ya que el cine tiene muchos otros elementos formales –además de las buenas intenciones o la nobleza de espíritu de sus directores– que pueden volver insoportable a una película «humanista» o excepcional a una «perversa» y hasta cruel.

Digamos que siempre preferí un cine optimista a uno pesimista, o uno que al menos vea «una luz al final del camino» en medio de la oscuridad, que crea que el ser humano puede ser noble, generoso y solidario, especialmente cuando las circunstancias lo compelen a sacar lo mejor de sí ante situaciones de adversidad. Me interesan los grises, las ambigüedades, oscuridades y tensiones que se producen en las historias, pero elijo creer en los «better angels» de la cita que abre este post como parte fundamental del comportamiento humano. Es un combate permanente entre un pesimismo casi heredado por el peso de la historia (los judíos tenemos ese chip incorporado y supongo que aún más los que fuimos familiarmente atravesados por el Holocausto) y una decisión casi consciente –un salto de fe, digamos– de esperar lo mejor del género humano pese a algunas pruebas en contrario.

Ver películas es ese salto de fe que hacemos cotidianamente: nos envolvemos en historias en las que podamos sentirnos conectados con personas (reales o ficticias) de distintas partes del mundo con las que podamos tener, al menos, algunos sentimientos básicos y fundamentales compartidos. Decencia, solidaridad, respeto por la vida humana. Ideológicamente podemos tener miles de diferencias –eso no me afecta tanto en este punto–, pero creer que el cine y que el mundo aspiran a una suerte de bien común es un motor que produce ganas de ver películas y de escribir sobre ellas. Los personajes cinematográficos no tienen porqué representar nuestros mejores valores (de allí el paso de los clásicos héroes a los más modernos antihéroes) pero sí al menos estar atravesados por algunos sentimientos comunes a los que podríamos definir como universales. ¿De qué otra manera, sino, se produce esa transferencia, esa suspensión de incredulidad que precisa el cine para que nos identifiquemos con sus protagonistas?

La pandemia me produjo un quiebre respecto a esta idea de que compartimos un mismo universo de sentidos. Las películas pueden seguir proponiéndonos ese salto de fe «optimista», pero cada vez más tengo la sensación de que nada de lo que se propone allí –en términos éticos, digamos– es escuchado, atendido, siquiera compartido. Tras un breve (un mes, más o menos) período de confianza en que la dramática situación sanitaria podría «hacernos mejores» empecé a notar que lo que sucedía era más bien todo lo contrario. Algo que fue creciendo y creciendo con el correr de las semanas y los meses. Lo que empecé a sentir es que esa empatía y esa solidaridad, ese deseo por el bien común, se esfumaba rápidamente para dar paso a nuestros peores instintos y señales: egoísmo, desconsideración, agresión, desentendimiento por la suerte del otro, virulencia verbal, discursos anti-científicos, absurdas teorías conspirativas, un corrimiento hacia un neofascismo revisionista y podría seguir y seguir.

Sin importar el número de enfermos, de muertos, de problemas o situaciones terribles que se viven en el mundo, a lo largo de los últimos meses mi sensación es que ciertos poderes políticos y mediáticos parecen preocupados solo por sus propios intereses (económicos, fundamentalmente) y desentendidos por completo de las consecuencias humanitarias de la pandemia. Y eso se replica (o se crea, es una discusión huevo-gallina que no logro dilucidar del todo) en las redes sociales y en buena parte de la sociedad que consume ese tipo de información. En la Argentina estamos acostumbrados a las grietas y soy una persona que puede convivir con eso a la hora de discutir medidas políticas de tal o cual partido. Quiero decir: tengo una cierta mirada sobre el mundo pero no filiaciones políticas específicas que sean limitantes en ese sentido. Lo que sucedió es que hubo una parte mía que creyó que la situación ameritaba a dejar de lado esa grieta al menos en lo que tenía que ver con cuestiones de vida o muerte. No digo que haya que seguir de manera acrítica las medidas de un gobierno pero sí tener un respeto –un pudor, una discreción– por la muerte, el dolor, la tragedia. Pero eso no pasó. Y veo que irá empeorando a lo largo del tiempo que le quede a este asunto, especialmente a partir del crecimiento local de un discurso antivacunas que ya pasa de lo políticamente motivado a lo humanamente peligroso.

¿A qué viene esta serie de consideraciones sobre las posiciones ligadas a la pandemia de los medios, de la clase política (los Trump de este mundo y los que se acercan a él, para resumir) y de buena parte de la gente con la que me cruzo virtualmente? A que me cuesta volver a acercarme al cine como lo hacía antes. Me resulta imposible hacer ese «salto de fe» que me permitía ilusionarme con la existencia de ciertos valores básicos compartidos por buena parte de la humanidad. Siento que no tiene sentido, que es un juego autocongratulatorio para que uno pueda sentirse mejor persona pero que no tiene ningún valor ni significado en el mundo real. Mi sensación es que no hay ni un mínimo objetivo compartido que me permita sentirme parte de algo más grande que mi propia experiencia frente a una pantalla. ¿Cómo se escribe sobre cine después de este «descubrimiento», de esta decepción? ¿Qué sentido tiene mirar, analizar, compartir sensaciones y consideraciones cuando uno ya no confía en el otro, cuando duda hasta de las cuestiones más básicas de la persona que lo lee y hasta de sí mismo? ¿Cómo se sigue adelante? ¿Por oficio, cínicamente? ¿Por necesidad económica? ¿Por hábito y costumbre? ¿Para quién se escribe?

Mi primer balance cinematográfico parece no tener mucho que ver con el cine (los próximos, no se asusten, serán más convencionales), pero siento que de alguna manera lo afecta. El cine –al menos el que a mí más me interesa– se conecta con el mundo y con las personas que lo habitan. Es, si me perdonan la metáfora banal, un «lugar común«: un punto de encuentro en el que casi todos los que estamos de este lado de la pantalla tenemos, al menos, algunas cuestiones básicas y fundamentales que nos unen. Y cuando uno deja de confiar en esas personas que lo rodean, es difícil seguir creyendo en el sentido último del cine y de las expresiones artísticas en general. Ese fue mi amargo «descubrimiento» de este año, una suerte de tardía pérdida de inocencia respecto al mundo en el que vivo. No fue lo único que reveló la pandemia, claro, pero sí uno de los hechos que más me afectó. Y, al menos hoy, no sé si puedo seguir viendo cine y escribiendo sobre cine de la misma manera en la que lo hacía antes. Ese «lugar común», ese espacio compartido, se perdió. Algo se rompió ahí y no estoy muy seguro que se pueda recuperar alguna vez.