Series: crítica de «Veneno», de Javier Ambrossi y Javier Calvo (HBO Max)
Esta miniserie española se centra en la complicada pero fascinante vida de una mujer trans que se convirtió en un ícono de ese país en la década del ’90.
Series como VENENO parecen haber sido pensadas para invalidar toda posibilidad de crítica. La historia de una controvertida pero finalmente icónica estrella trans que se hizo famosa en la televisión española en la década del ’90, la serie de «los Javis» (creadores de PAQUITA SALAS, entre otras) es, a la vez, emotiva e irónica, amable y guarra, inspiradora y áspera, clásica y moderna, políticamente correcta e incorrecta. En cierto punto, como dirían los norteamericanos (o los fans del beisbol) es un producto que «cubre todas las bases» y por lo tanto impenetrable de un modo que no implique la rendición absoluta. Y VENENO casi lo logra. Su cuidadosa manera de trabajar los matices de los personajes, del tema y los específicamente formales casi que obliga a espectador a entregarse a la abrumadora potencia del producto. Y si bien la serie es bastante menos que la suma (o el choque) de sus partes, es innegable que como procedimiento creativo es casi irreprochable.
VENENO cuenta la historia de Cristina Ortiz, una chica trans que llegó a la popularidad en los años ’90 gracias a sus desenfadadas y muy guarras apariciones televisivas en una época en la que ciertos aspectos del universo y de la cultura trans eran desconocidos o rechazados a partir de prejuicios por el púbico masivo. A lo largo de ocho hiperactivos episodios la serie girará por varios ejes temporales a partir del encuentro, ya muchos años después de su momento de gloria y tras una estadía en a cárcel, de Cristina con una joven adolescente llamada Valeria que la idolatraba y que en esa etapa de su vida todavía lidiaba con admitir públicamente su propia sexualidad.
Valeria empezará a escribir la biografía de La Veneno –la misma en la que se basa la serie, que funciona como adaptación de esa biografía pero también de su proceso creativo– y el recorrido estará marcado por los recuerdos de Cristina que van y vienen en el tiempo pero que, más que nada, se mueven con mucha libertad entre la realidad y la fantasía, procedimiento muy caro a biografías de personajes cuyas identidades autopercibidas se salen de lo que podría ser lo convencional o socialmente aceptado.
Así, la serie recorrerá la complicada infancia de a quien entonces llamaban Joselito, maltratado, perseguido y abusado –por propios y ajenos– por ser considerado «el maricón del pueblo» en los años ’60 en Andalucía. De ahí avanzará hacia su mudanza a Madrid y a su época de prostitución en el Parque del Oeste para llegar luego a su fama televisiva y a todo lo que le sucedió después y que es mejor no anticipar. Pero también será la historia de Valeria, que hace de algún modo eco y espejo con la de La Veneno, solo que en una época y en un contexto bastante más favorable cultural y socialmente a este tipo de transformaciones.
VENENO será irresistible a lo largo de sus ocho abigarrados episodios, en buena parte, gracias al impecable trabajo de todas las actrices (trans en todos los casos) que interpretan a Cristina a lo largo de su vida y al de quienes la acompañan, especialmente su gran amiga Paca «La Piraña», que se encarna a sí misma. También lo será como recorrido por una época televisiva muy particular, que anticipaba en cierto modo lo que veríamos un par de décadas después. Más allá de la familiaridad que uno tenga (o no tenga, como es mi caso) con la televisión española de los ’90, finalmente no era demasiado diferente a lo que puede haber sido en otros países.
La serie entra en zonas más complicadas en otros aspectos, como el estético o en los esfuerzos del guión por transformar todo el tiempo al personaje (y a su conexión con Valeria) en una especie de ícono aleccionador, baluarte de causas que si bien simbólicamente la atravesaban en la realidad la superaban. En lo estético, VENENO opta por ser un gran popurrí de influencias que funciona a a manera de un «all inclusive» formal, pero siempre un tanto más cercano a influencias como las de Jean Marc Vallée y Xavier Dolan que a las de Almodóvar o Fassbinder, por citar dos ejemplos, algo que se ve reforzado por el ya mencionado carácter aleccionador de su punto de vista, algo que sería imposible ver en una película del realizador manchego, tanto entonces como ahora. En cada momento, los contactos de la serie con ciertas zonas oscuras de la vida de La Veneno terminan siendo un poco banalizados por el carácter de fábula de la historia y cierta tendencia a convertir al personaje en una estampita.
De todos modos, esa propensión a la iconografía «inspiracional» más rancia no arruina el todo el producto, que sigue siendo valiosísimo por su humor, su frescura, su naturalidad, su clima de época y su pulso narrativo. VENENO no es una serie perfecta –no estoy muy convencido que sea una gran serie tampoco–, pero es una experiencia potente, emotiva y fundamentalmente muy humana. Más allá de los edulcorados pasos en falso que «los Javis» dan en muchos de sus episodios, el cariño que le tienen a sus criaturas –y la verdad que ellas desprenden– trasciende los clichés y logra que la serie vaya más allá de sus debilidades para ser un generoso retrato de una mujer fabulosa, contradictoria y fascinante como seguramente fue Cristina «La Veneno» Ortiz.