Cannes 2021: crítica de «Un monde», de Laura Wandel (Un Certain Regard)
Esta opera prima belga se centra en la complicada relación entre dos hermanos que deben convivir con el brutal «bullying» que le hacen a uno de ellos en la escuela a la que ambos van.
El patio de la escuela. Para algunos chicos, el momento más placentero de la jornada. Para otros, una verdadera pesadilla. PLAYGROUND hace de ese patio un campo de batalla y algún tipo de representación y metáfora social, algo que queda igual o aún más claro a partir de su título original, UN MONDE. En ese lugar, alejados de las desinteresadas y desatentas miradas del staff escolar, los chicos pueden jugar, divertirse y entretenerse pero también pueden cometer y ser víctimas de los más brutales desmanes.
Otra opera prima que llega a Cannes –compite en Un Certain Regard– precedida de cortos que también pasaron por el festival, la película de la realizadora belga Laura Wandel juega en el límite entre la observación y la mirada intrigada acerca de un circuito en el que, más que ninguna otra cosa, parecen replicarse una cadena de miserias y agresiones sin aparente solución.
No hay mucha amabilidad ni afecto en PLAYGROUND. Salvo por una maestra –y el padre de los dos protagonistas, aún con sus problemas–, los adultos no parecen demasiado preocupados por cómo los chicos se agreden entre sí. Y los chicos tampoco parecen ejercer mucha empatía ni solidaridad con los otros, los que la están pasando mal. Si hay gestos de amabilidad para con ellos, apenas se notan. El resto son microagresiones permanentes o, en el mejor de los casos, no meterse y mirar para otro lado.
La que no parece poder hacer eso es Nora (Maya Vanderbeque), la pequeña niña que recién empieza a ir al colegio y no quiere saber nada con hacerse amigas. Lo único que desea es estar cerca de su hermano Abel (Günter Duret), un tanto mayor que ella, del que está pendiente todo el tiempo. Pero Abel tiene sus propios problemas: es víctima constante de todo tipo de bullying. Y no solo bromas, sino de los más agresivos imaginables. Y la presencia de su hermanita siempre al lado suyo lo complica todavía más ante sus violentos compañeros.
Pero Nora teme por su hermano y trata de hacer algo para ayudarlo, avisando a maestras y preceptoras que le prestan poca atención («son cosas de chicos», le dicen). El problema es que cada uno de sus intentos no hace más que empeorar la situación de Abel, que le pide que no se meta y no le diga nada a nadie. Pero la cadena de situaciones se pondrá cada vez más densa y a la pequeña y asustada niña no le quedará otra que hacer algo al respecto. Y los resultados, bueno, habrá que verlos. Solo queda decir que no son los esperados.
PLAYGROUND plantea una situación incómoda y difícil. ¿Qué se hace ante cosas así? ¿Cómo puede, un chico, con sus limitados recursos, entender cómo comportarse en esos casos? No solo en el caso de Abel –que no parece encontrar la salida a las agresiones de sus compañeros y cuando se le ocurre alguna idea tiende a empeorarlo todo– sino fundamentalmente en el de su hermana, que empieza ella a tener sus propios problemas a partir de la tensión que se genera a su alrededor.
La película es inteligente al tratar de entender la confusión de los hermanos a la hora de saber qué hacer y cómo reaccionar ante lo que les sucede. Al elegir dejar casi fuera de campo al resto del mundo (a los agresores se los ve poco y prácticamente no se los conoce, mientras que los docentes parecen estar en otra), lo que la película consigue es representar de una manera muy subjetiva la experiencia, más que nada a partir de la mirada de Nora, punto de vista casi único del film. Y es eso, quizás, lo que genera la impresión que se trata de un colegio donde (casi) nadie parece tener un gesto de amabilidad o de afecto.
Y si bien el relato subjetivo permite diferenciar el punto de vista de la protagonista del de la película en sí, la sensación con la que uno se queda tras ver PLAYGROUND –filmada siempre con la cámara pegada a los rostros de los hermanos– es que ese «mundo» que retrata, ese «territorio de juegos», es una selva cruel donde nadie parece ejercer ningún tipo de solidaridad, empatía ni control. Y eso, que en los niños –enredados en su propia lógica y emocionalmente confundidos– puede ser entendible, es reprobable en los docentes y adultos. A ellos, tanto adentro como afuera de la escuela, nada de lo humano parece importarle demasiado. Da la impresión, de hecho, que los mismos niños que se dedican al bullying hoy serán los futuros docentes de esa institución.