Estrenos online: crítica de “Woodstock ’99: Peace, Love and Rage”, de Garret Price (HBO Max)

Estrenos online: crítica de “Woodstock ’99: Peace, Love and Rage”, de Garret Price (HBO Max)

Mediante videos de la época y testimonios actuales, este documental trata de reconstruir y explicar qué sucedió en el catastrófico y violento festival que se realizó en homenaje a los 30 años de Woodstock.

Los guardianes de la cultura pop estadounidense tienen la costumbre de encapsular momentos históricos de maneras muy claramente definidas, representadas por determinados eventos, situaciones y problemas que sirven para decir qué era lo que pasaba –y, en consecuencia, cómo era el mundo– en tal o cual época, ante tal o cual situación. Hay algo de «profecía autocumplida» de manera retrospectiva en ese modo de entender el funcionamiento de la cultura y, en consecuencia, del mundo. Algo así como pensar que los primeros ’60 fueron tal cosa y la segunda mitad fueron tal otra y así, de a bloques temporales/generacionales, hasta llegar a la actualidad. Pero lo cierto es que las cosas siempre son un poco más complejas que eso, que en todo momento hay olas que corren cruzadas y que se chocan. Y a veces predominan unas y en otros casos, otras.

Esto queda claro cuando, al principio de WOODSTOCK ’99 alguien menciona cómo fue que el Woodstock original, el de 1969, quedó grabado en el imaginario popular –a partir de la película y de todo el corpus periodístico/teórico escrito a posteriori– como «tres días de paz y amor» donde reinó la felicidad y la armonía cuando en realidad probablemente no haya sido tan así, ya que se sabe que pasaron muchas cosas bastante horribles allí: muertes, violaciones, violencia. Tendemos a definir los eventos y las épocas por sus títulos y olvidar que son contradictorias, bastante más complejas.

En el festival que tuvo lugar 30 años después del original –había existido uno, en 1994, que aparentemente salió bastante mejor– no hubo ni paz ni amor ni armonía. Hubo furia, violencia y agresión. No hubo «hermandad», hubo abusos, violaciones y destrucción. Y esa historia es la que Price cuenta en este documental, el primero de la serie MUSIC BOX que produce Bill Simmons, periodista (deportivo, fundamentalmente) creador también de la serie 30 FOR 30.

Ese segundo intento de remake de Woodstock, hecho a unos cientos de kilómetros del lugar original (y, encima, en una base militar abandonada pero amurallada que aseguraría que la gente no se fuera a colar como lo hicieron en las ediciones anteriores), fue un desastre organizativo completo. Además de un calor insoportable, no había casi controles de seguridad efectivos, ni baños suficientes, una botella de agua salía una fortuna y, fundamentalmente, había un line-up y un tipo de público (99 por ciento blanco y mayoritariamente masculino) que no tenía mucho que ver con el concepto original.

En plena época del furor del nü metal y del rock más agresivo, las bandas más buscadas en ese Woodstock eran Limp Bizkit, Korn, Kid Rock, Metallica, Red Hot Chili Peppers o Rage Against the Machine. Y más allá de que hoy cada una aparezca como algo muy distinto entre sí, en ese entonces canalizaban –de distintas maneras– esa suerte de «white rage», de espíritu de agresión de jóvenes blancos, algunos universitarios, muchos de ellos con sus problemas, frustraciones y energías reprimidas. Quizás, algunos de esos veinteañeros de entonces hayan terminado siendo los que lograron que, 17 años después, Donald Trump fuera presidente. Si bien no se menciona en el documental, el patrón de comportamiento en muchos sentidos es bastante similar.

En el film se van mostrando partes de los shows y se entrevista a algunos de los músicos que estuvieron allí, pero por lo general el asunto se centra en los desmadres. ¿Qué pasó y por qué? El qué parece bastante obvio: de a poco, día a día, se fue destruyendo el establecimiento, terminaron prendiéndole fuego a instalaciones, robando cajeros automáticos, comida y bebida, y descontrolando de todos los modos imaginables. El por qué es más complejo: los ’90 habían sido una época de prosperidad económica en los Estados Unidos así que no necesariamente pasaba por ahí. «Culpar» a la tensión provocada por el affaire Bill Clinton-Monica Lewinsky parece bastante traído de los pelos. Y adjudicar todo a la temperatura o a los precios del agua va por el mismo lado: en miles de recitales suceden cosas así y no por eso se desmadran.

Habían, sí, algunas señales preocupantes: los organizadores negando casi cualquier problema, MTV queriendo vender un show al mundo lleno de sus artistas más exitosos e ignorando los inconvenientes, esos mismos artistas mostrando poco interés en calmar los ánimos de los espectadores, pero sobre todo una cultura rock que, especialmente en esa época, parecía estar dominada por un tipo de agresión reprimida (blanca, mayoritariamente) que se desató, se desencadenó, a lo largo de esos días.

Era la época en la que MTV y otros canales tenían éxito con programas de televisión tipo «Girls Gone Wild!» y una atmósfera de «Spring Break» (o nuestras vacaciones de invierno) parecía dominarlo todo, sexualizando el entorno de maneras inéditas. El nü metal no ayudaba demasiado ya que funcionaba a partir de proponer una suerte de arenga a sacar afuera las angustias personales mediante algún tipo de descarga. Y si bien eso ha sido parte de la historia del rock desde el principio, en este caso se convirtió en una bola de violencia imparable. Había un literal clima «Señor de las moscas», como dice en una entrevista un asistente al show, hoy un muy correcto cuarentón.

Fue así que muchas chicas que andaban con el torso desnudo (por el calor, por el espíritu Woodstock, por saber que las cámaras de MTV las iban a enfocar o porque tenían ganas) terminaron siendo agredidas, manoseadas o mucho peor que eso. Fue así que murió gente, que el lugar se convirtió en un campo de batalla y que la celebración pronto se volvió un caos inmanejable. Poco más de veinte años después de los hechos –cuando lo que parece primar en la cultura popular es un discurso mucho más respetuoso, prolijo, sensible y orientado al mundo virtual–, los hechos de Woodstock ’99 se ven como una calamidad, como el reflejo de una época terrible, como algo que no puede suceder más.

Lo curioso del caso es que, pese a la «corrección política» que invade el discurso público y socialmente aceptable hoy –y al documental vendiendo Coachella como un ejemplo de armonía y flujo de dinero–, no mucho parece haber cambiado demasiado en los últimos tiempos. Esa «agresión/frustración» blanca hoy se manifiesta de otras maneras y hasta quizás esté más enfervorizada y violenta que antes (Kid Rock conecta directamente los dos tiempos), algo que las redes sociales han potenciado e internacionalizado. Uno podría agarrar cientos de miles de cuentas de Twitter actuales y imaginar a sus dueños haciendo las mismas cosas que se hicieron en ese Woodstock ’99 y quizás también en muchos otros recitales de rock que, convengamos, no siempre pueden utilizarse como modelos de conducta socialmente aceptables.

Pensar un tiempo, una época, desde otra suele producir algún tipo de reduccionismo ligado a las hipótesis –culturales, económicas, políticas, sociológicas o musicales– que suelen manejarse a la hora de hacer estos trabajos documentales que simplifican todo a partir de sus partes más notorias. La última mitad de los ’60 fueron de «paz y amor», pero el presidente era Richard Nixon. En los ’80 convivieron Ronald Reagan y Live Aid, la censura y el pop más liberado. En los ’90 funcionaban en simultáneo el feminismo de Nirvana y la cultura machista más recalcitrante en bandas de rock a ambos lados del océano, las boy bands compartían MTV con Linkin Park y similares. Y la historia del rock siempre convivió, de un modo u otro, con el deseo, la agresión y el descontrol. Más o menos bien canalizado, generalmente. O no tan bien, como queda en evidencia acá.

El juicio a posteriori trata de entender todo como parte de un contexto determinado (y es lógico que así se piense), pero a la vez reduce, simplifica, busca culpables sencillos, apunta con el dedo a unos y quita responsabilidades a otros, elige víctimas y victimarios. Algunos son claros (solo basta escuchar las barbaridades que aún hoy dice John Scher, uno de sus organizadores, o la manera en la que MTV encaró el asunto) pero otros, no tanto. Entran en un indefinible gris de contradicciones que no es fácilmente explicable de manera periodística, cinematográfica o académica.

Otro asistente que es entrevistado lo reconoce así cuando no logra explicarse cómo fue que él, un chico normalmente tímido, correcto y sensato, terminó prendiendo fuego un local y robando comida y bebida como parte de una turba violenta que quería romper todo. Y eso, a veces, explica mucho mejor –lo hacía entonces y lo hace todavía más ahora– cómo suceden las cosas que las interpretaciones del tipo «la Generación X era así» o «el país vivía un momento de incertidumbre ético». La «turba», la «manada», tiene muchas veces una lógica propia que lo trasciende todo. En un festival de rock o al salir a la calle todos los días a enfrentar la vida cotidiana.