Festival de Toronto: crítica de «Tres», de Juanjo Giménez (Contemporary World Cinema)
Una sonidista empieza a tener problemas de audición y descubre que escucha las cosas «fuera de sincro» en este thriller que es más interesante en lo formal que en lo estrictamente dramático.
Cuando yo era chico existía una broma muy habitual que consistía en preguntar «¿cuál es el colmo de…?» determinada profesión o tipo de persona. Algo así como «qué es lo peor que le podría pasar» a alguien que trabaja o es de una u otra manera. No sé si es un chiste que se sigue usando pero, cuando empieza TRES, uno podría suponer que su director, Juanjo Giménez, pensó en esa estructura al imaginar el problema que complica la vida de su protagonista. «C» (así se llama) es una sonidista que un día descubre que su mundo está «fuera de sincro», que los sonidos que escucha están desfasados de su origen real. Primero son unos frames, luego unos segundos, luego más que eso. ¿Se trata esto de una nueva versión de aquella vieja broma?
En una propuesta muy alejada del humor –apenas hay unos momentos leves a lo largo de toda la trama–, el realizador español nominado al Oscar por su corto TIMECODE presenta un drama con elementos fantásticos que, por su tema y algunos apuntes de su puesta en escena, parece funcionar en un mundo similar al de BLOW OUT, de Brian de Palma o, un tanto menos, LA CONVERSACION, de Francis Ford Coppola. El suspenso de esos films, sin embargo, queda un poco de costado ya que Giménez parece enfocado, al menos al principio, en el drama humano de la protagonista.
C es una muy estresada sonidista que está trabajando en la mezcla y la edición de una película de acción. De hecho, TRES arranca con una escena de ese film pero sin sonido alguno. De a poco vemos como ella los agrega, quita, mueve, saca, expande, avanza y adelanta desde su mesa de control. Pero también observamos cómo agrega sonidos mediante «efectos foley«, golpeando objetos y caminado sobre un piso ruidoso. C (la excelente Marta Nieto) es una workaholic que está tapando problemas mediante el trabajo, fundamentalmente su separación de pareja. Y es, además, de las que se queda a dormir en la oficina, algo que a Iván (Miki Esparbé), el director de la película que la ocupa, le molesta y preocupa.
Un día, cuando otra sonidista revisa su trabajo, le dice que había problemas en lo que ella había dejado armado, que los sonidos estaban fuera de sincro por unos «frames» (fracciones de segundo). Ella no acepta haberse equivocado –es seca y bastante tozuda–, pero de a poco se va dando cuenta que esa diferencia la siente también fuera del estudio, en la calle, en cada paso que da. Ve a alguien mover la boca y sus palabras salen un poco después. Aplaude y escucha el sonido de ese aplauso segundos más tarde. Y el asunto se complica cada vez más porque la diferencia de sincro crece y sigue creciendo. ¿Qué le está pasando? ¿Hay algo que ella o alguien puede hacer para resolverlo?
Giménez trabaja con tres ejes en paralelo para entender lo que está sucediendo o para interpretarlo. Uno, ligado al stress y al trauma de la separación, al que luego se le suma complicaciones en la relación de C con su madre. De algún modo, el trabajo se le ha «metido en la cabeza» de tal manera que la ansiedad ha empezado a marcar su territorio hasta físicamente. El segundo tiene que ver también con lo narrativo, es del orden de los traumas familiares y no conviene adelantar mucho más al respecto. De todos los caminos a explorar es el menos interesante pero, lamentablemente, es el que comienza a talar cada vez más fuerte en el desarrollo del film.
Otro tiene que ver con el territorio puramente expresivo, cinematográfico, y es la punta de interés más rica y genuina de la película. La disfunción de C lleva al espectador a pensar en cómo se narra desde lo audiovisual y cómo el mundo que nos muestra el cine es una construcción. Ese «fuera de sincro» de la ficción le permite a Giménez hacer algunos juegos creativos divertidos y hasta emocionantes: una conversación en dos tiempos entre Alex y C mientras caminan, la manera en la que C se da cuenta que puede escuchar música que ya no está ahí, su capacidad de escuchar diálogos «de fantasmas», dichos en lugares por gente que ya se fue. Es un juego atractivo que permite pensar las formas en las que el cine imita a la realidad y cómo, si alguien así lo desea, puede tomar distancia de ella.
El «McGuffin» de la película es fascinante, además, porque obliga al espectador a ver, a escuchar, a prestar atención a la forma y no a esperar que el guión explique la película. En ese sentido TRES es un film que mejora cuando menor es el peso que recae en lo escrito, en lo relacionado a explicaciones, resoluciones, implicancias de lo que le pasa a C. El ejercicio que propone Giménez, a partir del disparador inicial de disociar imagen y sonido, funciona mejor como un dispositivo para tomar riesgos formales que como una metáfora sobre la vida de la protagonista.
Mi impresión es que TRES tiene un problema similar al de películas como LA LLEGADA, aquel film de ciencia ficción con Amy Adams, entre otros títulos recientes que parten de una premisa fantástica que resulta de entrada fascinante: necesita que la compleja ingeniería narrativa puesta en juego «signifique» algo importante y manda a todo el ejército del guión hacia allí. Y lo que «significa», finalmente, no solo no es demasiado revelador sino que, convengamos, es un poco banal, tiene el peso dramático de una galleta de la suerte de restaurante chino, de un párrafo al azar de un libro de autoayuda. La disonancia es la película, el McGuffin es la historia. Como bien lo enseñó el cine clásico, lo demás deberían poderlo manejar los espectadores por su cuenta. Solo alcanza con confiar en su inteligencia para interpretar lo que ven… y lo que escuchan.