Festivales: crítica de «El gran movimiento», de Kiro Russo (Venecia/San Sebastián)

Festivales: crítica de «El gran movimiento», de Kiro Russo (Venecia/San Sebastián)

por - cine, Críticas, Festivales
06 Sep, 2021 02:40 | Sin comentarios

Esta sugerente, extraña y fascinante película del director de «Viajo calavera» es una suerte de lisérgica sinfonía urbana centrada en la ciudad de La Paz contada a través de dos personajes muy distintos que se cruzan en sus respectivos caminos.

Un viaje alucinógeno, un tour espiritual, un recorrido metafísico, EL GRAN MOVIMIENTO es una experiencia cinematográfica en el sentido más cabal de la frase. Una película dentro de otra, una historia dentro de otra, el nuevo film del realizador boliviano de VIEJO CALAVERA hace coincidir y cruzar un par de historias como una manera de narrar una ciudad como La Paz y sus alrededores. Las vistas aéreas y las imágenes captadas desde el teleférico que la conecta con El Alto la muestran como un caldero infernal de gente, sonidos y colores, con altos edificios recién construidos conviviendo con baldíos oscuros y zonas abandonadas. Planos más cercanos describen a una ciudad agitada y un mercado lleno de gente que se mueve constantemente: ventas callejeras y reclamos sindicales, buses repletos que avanzan a bocinazos, esquivando autos, puestos, personas. Durante varios minutos la cámara de Russo y su director de fotografía Pablo Paniagua arman una sinfonía urbana vital y decadente, llena de contrastes económicos y en la que conviven, de manera incómoda pero naturalizada, una suerte de burguesía aspiracional que habita las altas torres con el ciudadano de pie que camina, sube y baja, por las calles de una de las ciudades ubicadas a mayor altura de todo el mundo.

En el caso de Elder y sus dos amigos/compañeros, el deambular por las calles de La Paz está ligado a la búsqueda de trabajo, luego de haber perdido el que tenían en la mina. Es una búsqueda un tanto sui generis, que se parece más a un tour por callejuelas, mercados, bares y antros que a otra cosa. Russo los captura muchas veces desde lejos, como pequeñas piezas que se mueven en medio del conglomerado urbano. Cuando se acerca a ellos podemos notar que Elder no está bien de salud: transpira, tose, se marea, se lo nota enfermo. Los amigos se burlan de él y lo alientan a seguir caminando, pero el tipo a duras penas puede avanzar. Elder visita una guardia médica pero allí tampoco parecen tener muy claro qué le pasa. A falta de mejores opciones, el tipo opta por beber, bailar y dejar que la ciudad se lo lleve puesto hasta la mañana siguiente en la que conocerá a Mama Pancha, una señora que dice ser su madrina (él no la recuerda, pero tampoco está en estado de recordar nada) que intentará ayudarlo a conseguir «una changa». Pero el malestar no cede.

En un momento Russo mueve la narración hacia otro lado, otra historia, otro personaje. Max es –o dice ser, nadie lo tiene claro– una especie de brujo o chamán, pero muchas de las señoras del mercado creen que, simplemente, fuma demasiadas cosas raras. El hombre, que parece vivir en un paraje alejado y boscoso, baja a la ciudad y se mezcla con la gente en el mercado, previniendo sobre algún tipo de acontecimiento por venir, alguna extraña brujería que amenaza a todos (Nota: tomando en cuenta que esto se filmó antes de la pandemia habría que empezar a tomarlo en serio al buen hombre). ¿Será eso lo que ha tomado cuerpo en Elder, la extraña dolencia que lo afecta y lo ha dejado más cerca del zombie que de los seres humanos? ¿O simplemente se trata de la altura, el cansancio, el stress y, claro, consumos de alcohol y otros brebajes?

EL GRAN MOVIMIENTO, filmada en un extraordinario y granuloso Super 16, cruzará estas líneas narrativas y también estas posibles interpretaciones. Hay una línea que conecta lo urbano y económico –reclamos por salarios, marchas por despidos– con algo místico, espiritual. Uno podría usar el cine de Apichatpong Weerasethakul como referencia temática, como forma de entender la manera en la que Russo incluye lo mágico y misterioso en el cotidiano de una ciudad, pero los recursos formales son bastante distintos. El realizador boliviano corta todo el tiempo cualquier interpretación ligada al «realismo mágico» a partir de disrupciones inesperadas, entre las que un paso de baile callejero que parece sacado de un videoclip de Michael Jackson de los ’80 acaso sea el más impactante de todos. Pero no el único. Para el final, la película se reserva su propia destrucción, su caos interno y formal, entrando en una línea experimental que le da a todo el recorrido un carácter aún más alucinatorio.

Es una película fascinante, esquiva, majestuosa e íntima a la vez, que vibra con una realidad urbana contradictoria y que jamás se acerca al pintoresquismo festivalero que proponen muchos films latinoamericanos con temáticas relativamente similares. Es cierto que la presencia de esta especie de chamán hace pensar al espectador que Russo pronto entrará en ese territorio, pero el propio personaje desalienta esas lecturas con su aspecto de vagabundo de esos que hablan solos, por las calles, prediciendo algún tipo de Apocalipsis. En ese sentido, EL GRAN MOVIMIENTO hace recordar también a algunas películas de Luis Ortega (como DROMOMANOS o LOS SANTOS SUCIOS) aunque con un carácter más sinfónico, abarcativo, casi demencial, propio de un émulo de Dziga Vertov que filma La Paz como una ciudad de la furia, pero también una de misterio y de supervivencia cotidiana.

En ese sentido, el viaje de Elder es el que une ese «gran movimiento» que es el conglomerado urbano La Paz-El Alto con el pequeño, el del tipo frágil al que la ciudad se le monta encima como una carga, un peso imposible de aguantar en la espalda. «La medicina no cree en el Diablo –le dice un doctor a su «madrina», que cree que Elder está poseído o algo así–. Hacemos estudios, exámenes y analizamos». Al tipo no parecen encontrarle nada («debe ser stress», le dicen), dejando al espectador el juego abierto a interpretaciones. Russo intentará encontrar una conexión entre el supuesto enfermo y el supuesto sanador, una suerte de «rescate» en una serie de escenas de alto contenido lisérgico. Y los resultados serán tan fascinantes como incomprobables. Más que nada, lo que parece llevarse puesto al protagonista de EL GRAN MOVIMIENTO es la fiebre propia de la ciudad, la enfermedad de la supervivencia. Una de la que se puede salir, pero solo por un rato, bailando desenfrenada y desaforadamente.