Festival de Mar del Plata 2021: críticas de la Competencia Argentina

Festival de Mar del Plata 2021: críticas de la Competencia Argentina

por - cine, Críticas, Festivales, Online, Streaming
19 Nov, 2021 11:05 | Sin comentarios

En este post, como ya es costumbre, iré actualizando las películas de la competencia argentina en tanto se vayan proyectando por primera vez en las salas cinematográficas del festival.

En este post iré actualizando las películas de la competencia argentina en tanto se vayan proyectando por primera vez en las salas cinematográficas del festival. Las que ya están publicadas anticipadamente son de las películas que ya se vieron, previamente, en otros eventos de este tipo. Es una competencia de doce títulos que combina ficciones con documentales. Habrá otro post dedicado a la Competencia Latinoamericana y un tercero para la Competencia Internacional.

LAS CERCANAS, de María Alvarez. Las mellizas Cavallini soñaron con el éxito masivo. Dicen, recuerdan (o creen recordar) que estuvieron al borde de lograrlo, que allá por los años ’50 y ’60 eran consideradas de las más promisorias artistas clásicas nacionales. Isabel y Amelia (Yunga y Coca, como las apodaron) cumplen, poco antes de la pandemia, cuando se filmó la película, 91 años. Viven juntas, solas, aunque acompañadas de recuerdos, memorias, objetos, pósters y un montón de enormes muñecas con un aspecto un tanto creepy

Una de ellas es más parlanchina y naturalmente simpática e histriónica, no quiere que la cámara la tome sin estar maquillada. La otra es más reservada y un tanto seca, pero recuerda mejor los hechos o eso parece. Es la “más dotada técnicamente” de ambas (la “Marta Argerich” dirá) frente a su hermana, más naturalmente sonriente y amable, pero con una relación un tanto más difícil con el instrumento, según ella misma admite. 

En este documental, la directora de LAS CINEPHILAS y EL MUNDO PERDIDO vuelve a centrarse en personas de la tercera edad y en cómo se relacionan, de distintas maneras, con la cultura, con sus historias y entre sí. De las tres películas es la más íntima, la más personal y quizás la más amarga o triste, si uno piensa en los sueños quebrados de gloria de unas hermanas cuyos nombres hasta son difíciles de googlear (no se sorprendan si al hacerlo se topan con dos hermanas uruguayas que son modelos: no son ellas y desconozco si están relacionadas) y que, en algún momento tuvieron sus minutos de fama, algo que el archivo fílmico, que Alvarez usa de modo muy inteligente, deja en evidencia.

Se trata de un film con momentos simpáticos a partir de las ocurrencias y las peleas entre ambas pero también uno que deja un regusto amargo a partir de un inicio y una coda que muestran cómo la casa está siendo vaciada y una serie de memorias “repintadas” sobre un piano viejo que funciona muy mal y en el que hasta les cuesta tocar el “feliz cumpleaños”. Hay algo opresivo en LAS CERCANAS –el título remarca la manera casi pegoteada en la que viven– y cada una de las salidas al exterior de la dupla, que gusta ir a McDonald’s, es vista casi como una fiesta, lo mismo que ir a reparar a uno de los muñecos que más aman y que accidentalmente se rompió. Y hay también algo quizás más inquietante en la tensión subyacente que existe entre las dos: amores cruzados, algunas cuentas no saldadas del todo y recelos que aparecen en los momentos menos pensados. Pero, a su manera, se sostienen y apoyan.

Es un relato tierno, asfixiante pero querible el que presenta la película. Jamás se las mira con patetismo ni condescendencia, por más que algunas situaciones –y obsesiones personales– lleven a pensar en eso. No son objeto de burla ni parte de un museo de curiosidades y Alvarez lo sabe bien. Son dos mellizas con sueños rotos que se sobreviven a sí mismas con lo poco y lo mucho que tienen: muchas muñecas, un piano medio roto, una melodía romántica y una enorme pintura que las retrata más grandes que la vida.


PUNTO ROJO, de Nic Loretti. La primera y larga escena (episodio, habría que decir) bien vale toda la película. Un tal «Ladilla» (Demián Salomón) está en algún punto de la provincia de Buenos Aires, sentado en un auto y esperando por alguien en medio de lo que parece ser un trabajito peligroso. Al mejor estilo Tarantino –ese que expande y expande la espera del momento de la acción y en ese tiempo se cuece lo más jugoso de sus films–, Loretti pone a su protagonista a responder preguntas en un concurso radial que da 200 mil pesos al que más sabe de la historia de Racing Club. Y mientras juega ese juego y recibe incómodos llamados que le dificultan participar se va revelando, por un lado, qué es lo que lo llevó ahí y, por otro, se topa con una sorpresa que le cae literalmente desde el cielo.

Contar más sería quizás entrar en un territorio de spoilers (aunque en un punto la trama pasa a ser un juego, una trampa un tanto absurda para mantener viva la tensión de las escenas), así que solo conviene decir que la historia irá atrás en el tiempo para ir revelando como el tal «Ladilla» llegó allí y su relación con los otros dos protagonistas de la trama: un tal Nesquik (Edgardo Castro), involucrado de una manera un tanto enigmática en el asunto, y una militarizada mujer (Moro Anghileri), que parece venir a poner algo de mano dura en medio de la caótica situación.

Hay una segunda larga secuencia que transcurre en un garage unas horas antes (otro recurso tarantinesco, el de usar los tiempos de modo inverso) en la que la tensión y el suspenso de cómo irán girando las cosas es creciente, pero luego PUNTO ROJO empieza a girar un tanto en falso, desentendiéndose de cualquier lógica y empezando a volverse una novela gráfica en movimiento en la cual el interés pasa más por la acción en sí y por el absurdo de ciertas secuencias que por cualquier grado de coherencia interna en el relato.

Aún ahí, cuando ya la película es un vale todo, Loretti logra armar secuencias impactantes, algo particularmente meritorio tomando en cuenta que se trata de un film que tiene un par de locaciones y una mínima cantidad de actores y que fue filmado en plena pandemia. Con poquísimos recursos y mucho ingenio para la puesta en escena y el uso de la tensión y el suspenso, PUNTO ROJO demuestra la habilidad del realizador de KRYPTONITA como narrador audiovisual. De haber tenido un guión con una lógica interna más férrea (no plausible, ya que acá nada lo es, pero sí menos derivativo) podría haberse tratado de una gran película. Así, de todos modos, es un entretenido y por momentos muy gracioso ejercicio de estilo.


RELOJ, SOLEDAD, de César González. Los relojes tienen un peso específico fundamental en la historia y en la vida de la protagonista de este nuevo film del realizador de LLUVIA DE JAULAS. Es el que la despierta cada mañana muy temprano (bueno, ahora es la alarma del celular, pero el asunto es el mismo) para ir a trabajar a la imprenta en la que limpia durante una enorme cantidad de horas desde lugares de trabajo hasta mugrosos baños. Es el que marca los horarios de entrada y salida del tiempo todo entero de vida que parece tener para vivir: es un de casa al trabajo y del trabajo a casa versión siglo XXI. Y es, en cierto momento, el disparador concreto del conflicto dramático que domina la segunda parte del film.

Este film que tiene lugar en la zona sur del conurbano bonaerense –en el Barrio San Jorge de Villa Domínico– se presenta como un relato sobre el tiempo, sobre el poder y sobre quién controla ambas cosas. La protagonista (a la que nunca se nombra pero está interpretada por la coguionista Nadine Cifre) vive sola, pasa horas esperando un colectivo para ir y para volver, no parece tener vida fuera del trabajo, fuma compulsivamente y su único pasatiempo es tomarse un vino en la puerta de un kiosco. Lo demás: una imprenta con máquinas que siguen y siguen (González filma muy bien esa rutina mecanizada de manos, aparatos y procedimientos), un jefe (Edgardo Castro) que siempre parece estar al borde del acoso y la sensación de prisión abierta que incluye, además, los propios condicionamientos de la pandemia, con sus barbijos y (pocos) cuidados.

Lo que parece ser un film sobre el trabajo mecánico da un giro en un momento a partir de un pequeño delito que dispara a RELOJ, SOLEDAD a tomar las características de una especie de thriller. Habrá tensión, alguna persecución, fugas y la sensación de que cualquier mínimo desliz en el sistema produce una cadena de infortunios a los involucrados. No parece haber salida posible de ese encierro: el «robo del tiempo» termina siendo un intento de metafórica venganza para un sistema que, fundamentalmente, se queda con el nuestro. En este barrio popular del conurbano, además, hay reglas y códigos que, si se rompen, las consecuencias pueden ser muy graves.

Cifre lleva la película adelante casi sola, con pocos diálogos, casi como una «Rosetta» del Gran Buenos Aires, cometiendo imprudencias y errores en su intento, quizás también, de darle alguna emoción a su vida –especialmente en medio de una pandemia que dificulta la sociabilidad– sin medir demasiado las consecuencias. Erica Rivas encarna a su madre con la que tiene una complicada relación, dentro de un elenco de actores no profesionales.

González pinta su universo de manera honesta, cruda, sin condescendencia ni patetismo, poniendo la cámara como testigo casi a escondidas de las experiencias de la protagonista y con algunos planos característicos suyos que apuestan a un registro un tanto más poético. Minimalista pero de amplias resonancias, RELOJ, SOLEDAD es finalmente una historia sobre quién tiene el poder y quién controla los tiempos en una sociedad en estado de permanente supervivencia.


NOH, de Marco Canale, Juan Fernández Gebauer e Ignacio Ragone. Otra película argentina que transcurre en el exterior –y son varias ya las que pasaron por este festival–, este documental con elementos de ficción se centra en la experiencia que llevó a cabo el dramaturgo argentino Marco Canale cuando viajó a Japón a montar una versión local de su obra La velocidad de la luz, que ya había hecho en Argentina con un grupo de mujeres de pueblos originarios y en la que narraban sus historias conectando tradición y modernidad. En Japón, Canale reunió a un grupo en su mayoría de mujeres con igual intención pero con una forma final, al menos aquí, del tipo cinematográfico.

Se podría decir que NOH es el relato de esa experiencia, de ese proceso, aunque hay evidentes elementos armados para la película. La historia que sirve como eje narrativo es la de Chiyoko cuyo marido, un artista de teatro noh, ha muerto y su hijo intenta vender el teatro que ellos tenían como inversión inmobiliaria. La «voz en off» del difunto narra esa historia y NOH parte de ahí para ir mostrando otros personajes y sus pasados (la segunda guerra es un tema que aparece en varias ocasiones) pero, fundamentalmente, para ir narrando el proceso de ensayos e improvisaciones, muchos de los cuales sorprenden y confunden a estos actores amateurs que esperan algo más organizado.

La producción se complica más aún con la llegada del coronavirus, que los obliga a hacer algunos cambios sustanciales, y con algunos problemas familiares del director en Argentina que lo llevan a estar pendiente de lo que sucede allí, poniendo en duda la continuidad del proyecto. Así, la película va conformando su propia versión de «La velocidad de la luz«, una en la que las bellas, melancólicas y específicas tradiciones del teatro noh y las duras historias del pasado se juntan con una igualmente cruenta modernidad rodeada de muerte, una que puede llegar por la más dura realidad viral pero también por los igualmente amargos intentos del «progreso» de llevarse puestas las tradiciones.

Bellamente filmada tanto en santuarios como en parajes y parques vacíos, urbanos y rurales, con divertidos momentos ligados a algunas de las historias (una «chica punk» se roba la película con sus apariciones) y otros emotivos que surgen a partir de otros recuerdos, NOH es otro raro cruce cultural que pone en tensión tradiciones tanto teatrales como cinematográficas clásicas con otras modernas, pasando del noh a la improvisación y del documental clásico al más híbrido. De alguna curiosa manera, todo termina fluyendo de manera elegante y sensible.


METOK, de Martín Sola. En su quinta película y la tercera de una trilogía que hace eje en historias que transcurren en zonas de conflicto político fronterizo –las anteriores fueron HAMDAN y LA FAMILIA CHECHENA–, Solá se centra en la tensa situación existente entre el Tíbet y la República China desde un costado específico pero en el que esos problemas resuenan fuertemente. Metok es una joven tibetana a quien la familia envió de pequeña a vivir a la India para estudiar allí y, a la vez, salir de la complicada situación política que se vive en su región.

La película se centra en una Metok ya adulta, que es médica y monje budista, a la que vemos y escuchamos contar parte de su historia en su lugar de residencia. La joven recibe la noticia de parte de su madre de que la necesitan en su pueblo para atender un parto complicado –no hay nadie allí que pueda hacerlo– y Metok debe cruzar la peligrosa frontera para lo cual necesita de un guía que la ayude para poder llegar y cumplir con la misión encomendada.

El film tiene una primera parte que transcurre en el templo en el que Metok vive y mantiene un tono espiritual, casi cósmico, con largos planos de rituales y caminatas por el lugar. Luego de eso la joven se pondrá en movimiento y la película hará lo propio, sin perder del todo esa forma sugerente y casi etérea que tiene Solá de filmar y que combina muy bien con la temática elegida, si bien aquí el centro pasa menos por lo místico y más por cuestiones de índole política y hasta de género.

Como en los anteriores films de esta trilogía, Solá encuentra siempre recursos formales propios y personales para poner en escena conflictos políticos que suelen ser tratados en el cine (tanto en ficciones como en documentales y METOK parece una mezcla de las dos cosas) usualmente de un modo más convencional. Y eso le da a su filmografía un carácter único y reconocible, como si sus films fueran más un «mood» –un estado anímico o de la mente– que un relato propiamente dicho. Aquí aparecen las dos cosas ya que Metok tiene una tarea y una misión bastante difícil que cumplir, pero la poética cinematográfica sigue siendo fiel a la obra de un realizador que observa y narra todo como si la cámara se fundiera con el ambiente físico que retrata.


HUSEK, de Daniela Seggiaro. El acceso de un proyecto de desarrollo inmobiliario del gobierno provincial salteño a una tierra perteneciente a los wichis es el eje del conflicto central de HUSEK, la nueva película de la realizadora de NOSILATIAJ, LA BELLEZA, que transcurre en una zona cerca del límite entre esa provincia, Bolivia y Paraguay, en el territorio conocido como el Gran Chaco. Se trata de un film que combina dos tradiciones de relato: por momento toma de las convenciones clásicas del drama social y en otros se acerca más a lo que sería un documental etnográfico sobre las costumbres y tradiciones de la gente local, con sus historias de vida y actividades diarias. Esos cambios estilísticos suelen estar ligados a los personajes, a las miradas y a los territorios en los que transcurre la acción.

Tras observar la forma de vida local –calma, reposada, centrada en la recolección de miel que hace Leonel con su abuelo Valentino– rápidamente se presenta el choque cultural esperado con la llegada de una arquitecta y un funcionario provincial, quienes llegan hasta el pueblo con intenciones de convencer a los locales de aceptar ser parte de ese proyecto que implica movilizarlos de una zona a otra. Y allí se encuentran con que la situación es bastante compleja y que ya hay tensiones fuertes entre los habitantes de la pequeña aldea wichi y los que llevan adelante esta propuesta. Y que ese rechazo tiene más que ver con no aceptar una forma más «urbanizada» de entender la experiencia cotidiana y la vida social y tampoco querer dejar las tierras de sus ancestros.

Uno de los motivos por el que los locales no quieren participar del nuevo emprendimiento está ligado a la tradición y al pasado del lugar (algunas de ellas involucran a brujos y ciertas leyendas populares) pero las autoridades locales empiezan a tensionar aún más la relación, exigiéndoles que firmen un permiso. La que más de cerca vive el conflicto entre su trabajo y su experiencia en el lugar es la arquitecta Ana (Verónica Gerez), que de a poco empieza a dudar de la necesidad real de «llevar la civilización» a ese pacifico lugar y a sospechar de las intenciones de algunos miembros del gobierno al que representa.

HUSEK está hablada en wichi y en castellano (a veces, yendo y viniendo en la misma frase) y se trata de un relato simple pero muy sentido y honesto sobre este tipo de choques culturales que suceden todo el tiempo en el país. La película se vuelve un tanto más convencional cuando la acción se muda a la ciudad de Salta y presenta a personajes un tanto más estereotipados (candidatos políticos oportunistas, funcionarios un tanto turbios y otros que prefieren aceptar decisiones que no comparten para no poner en riesgo sus trabajos), casi de un thriller convencional. Pero la presencia de Leonel y su abuelo Valentino allí tensan y complican la situación. Lo mismo que la evidente transición que atraviesa Ana respecto a sus fidelidades.

Los momentos más interesantes de la propuesta suceden cuando Seggiaro utiliza la excusa del conflicto y del proyecto inmobiliario (con sus videos 3D y su imaginario de «progreso») para adentrarse en las tradiciones de los wichis más que cuando abre las puertas a un clásico thriller o drama social que podría dar paso a uno policial o a otro fantástico según quien sea el que observe y narre. Cuando deja relucir ese costado observacional, HUSEK gana mucho y se vuelve una exploración sobre un modo de vida que resiste y una película sobre gente que no quiere tener mucho que ver con eso que llaman civilización. «Acá somos ricos», dice Leonel. Y de ese otro tipo de riqueza, finalmente, habla esta noble película.


DANUBIO, de Agustina Pérez Rial. Combinando muy ingeniosamente documental y ficción, hechos reales y otros inventados para la ocasión pero que sirven de hilo conductor de una trama más real de lo que uno quisiera suponer, DANUBIO cuenta una historia paralela y oculta del Festival de Mar del Plata y de la ciudad en sí, especialmente en lo que se refiere a las persecuciones y el espionaje contra miembros del Partido Comunista local y su potencial conexión con las visitas de los países de la ex Unión Soviética al evento cinematográfico en su primera etapa, la que concluyó en el año 1970.

La parte “ficcional” del film (no siempre es del todo claro qué es y qué no, pero en el fondo no importa mucho) es la historia de la narradora y protagonista –más bien, importante testigo presencial– de la saga. Es ella (su voz es de la actriz Nina Gilmizyanova) la que cuenta la llegada de su familia de Rusia para establecerse en Mar del Plata en los años ‘50 y su relato –tomado de distintas historias de inmigración del este europeo– está ilustrado por impecables imágenes fílmicas y fotografías de la ciudad entonces. De a poco se empieza a colar el festival de cine, en su etapa peronista (su supuesta familia era fanática de Eva Perón), con el tamaño que tenía entonces, repleto de visitas y delegaciones internacionales y hasta con la presencia del General Perón conduciendo un acto masivo en la Rambla, entre película y película.

El Danubio terminará siendo una asociación secreta en la que participan miembros del Partido Comunista marplatense, la que, a través de la protagonista que oficia de traductora de la delegación soviética en el festival, intentará conectarse con los invitados de esos países mientras todos ellos (sí, inclusive los invitados al festival) son acosados y perseguidos por espías y policías locales. Se trata de una serie de operativos (reales) que consistían en revisar sus habitaciones, enviar informes sobre cada actividad de los visitantes y controlar sus movimientos, encuentros, reuniones y fiestas.

Más allá de la historia personal-ficcional, mucho de lo que se cuenta en DANUBIO es real, y Pérez Rial ya trabajó con estos materiales en proyectos previos, como el cortometraje LOS ARCONTES, además de instalaciones y trabajos académicos ligados a estos temas y a la historia marplatense. En ambos casos, más allá de los relatos, lo que impresiona son los materiales históricos de archivo –de muy buena calidad– de la ciudad y del festival, especialmente para los que solo atravesamos sus ediciones de los ‘90 en adelante.

La idea de que bajo la atmósfera festivalera exista una red de espías siguiendo a los visitantes de los que entonces se conocían como los países que estaban “detrás de la Cortina de Hierro” es fascinante pero altamente problemática. En su creativo híbrido documental/ficción la realizadora no solo logra ponerlo en primer plano –cuestionando de paso al propio evento que acoge el film– sino que presenta una rara mirada sobre esa época, marcada por el glamour, las visitas internacionales de famosas personalidades, las multitudes en las calles y los espectaculares eventos sociales. Toda una elegante fantasía que de algún modo supo disfrazar y ocultar conflictos políticos globales –y también locales– que se insertan en el entramado de una película que tranquilamente podría convertirse en un extraordinario thriller de espionaje de la Guerra Fría.


ESTRELLA ROJA, de Sofía Bordenave. Una película rusa, soviética –cualquier coincidencia con DANUBIO quizás sea solo eso, una coincidencia–, el film de la realizadora cordobesa funciona como una particular celebración de los 100 años de la Revolución Rusa narrada a través de una historia familiar que es a la vez social y política. La estrategia formal es curiosa: una voz en off en inglés con fuerte acento ruso (una mujer quizás llamada Anastasia) nos conecta con otra mujer, una suerte de viajera en el tiempo –o persona que no envejece– que recorre escenarios históricos de esa revolución para contar historias secretas y anécdotas de personajes que la atravesaron, especialmente artistas y poetas. Una segunda sección nos traerá al presente, centrándose en la historia de un par de jóvenes (conectados con aquella mujer) que recorren los techos de San Petersburgo y observan su fascinante decadencia edilicia. Y en la tercera volverá la voz de Anastasia para profundizar aún más en las historias, logros, contradicciones y consecuencias de aquel momento histórico.

Utilizando, con un gran ojo para la composición fotográfica, escenarios urbanos y campestres de Rusia, sus enormes plazas e imponentes edificaciones, el relato que Bordenave tiene para contar es fascinante pese a su carácter por momentos un tanto enredado. Va de las marchas convocadas en las plazas a los secretos encuentros políticos, de las vivencias cotidianas de familias que fueron atravesadas por la historia hacia el mundo intelectual soviético de la época, poniendo especial énfasis en curiosos desarrollos “científicos” que inspiran el título del film, ligado a la confusa idea de la existencia de vida en Marte.

Aunque parezca difícil encuadrarla como parte del cine argentino y menos aún del cordobés, ESTRELLA ROJA (no confundir con la película de Gabriel Lichtmann que tiene igual nombre y hasta similares ambiciones de docuficción histórica) es una sorpresa, una curiosidad, una posible revelación. Lo que atrapa en ella, además de la particularidad de los relatos y observaciones que la integran, es la confiada puesta en escena de Bordenave, segura de que los testimonios y las historias que presenta no necesitan sí o sí de material de archivo sino de la presencia empírica (cinematográfica, pero “real” al fin) de los escenarios que la cobijaron y que, aún por omisión, la siguen cobijando.


ATLAS, de Guadalupe Gaona e Ignacio Masllorens. Este curioso documental funciona en dos niveles paralelos. Por un lado, cuenta la historia de Christofredo Jakob, un neurobiólogo alemán que llegó a la Argentina a fines del siglo XIX para hacer investigaciones fascinado también con la cantidad de «cerebros disponibles» que le conseguían aquí. Esa historia es rescatada por los directores de dos maneras. Por un lado, a partir de una bastante simpática aunque un tanto bizarra entrevista con Cuqui, la nieta del doctor, un personaje que termina robándose el protagonismo de la película a partir de sus curiosos comentarios y recuerdos. La otra forma tiene que ver con los materiales que hoy quedaron en el Hospital Moyano (entonces conocido como Hospital de los Alienados) y que reflejan lo pobremente que se conservaron esas investigaciones: cartas, textos, fotos y hasta cerebros y animales conservados en formol. A todo esto se le suman muchas imágenes de archivo que sirven para contextualizar la época y sus diferencias con el presente, especialmente en lo que respecta al trato de los pacientes con «problemas mentales».

Si bien por momentos se vuelve un tanto confuso de seguir (básicamente Cuqui es del tipo de entrevistados que es más entretenido por sus comentarios al paso que por la coherencia de sus recuerdos), ATLAS es un documental valioso que no solo rescata el trabajo de Jakob sino que observa y analiza una época de exploración científica un tanto torpe y cruel (una serie como THE KNICK observa un mundo similar de hospitales de más de cien años atrás), pero siempre alimentada desde la búsqueda del conocimiento. Es claro que en la actualidad muchas de las prácticas del científico han sido revisadas y cuestionadas, pero sus experiencias fueron valiosas para los logros un tanto más humanos (o humanistas) que hubo después en el campo científico y que se muestran aquí en conversaciones sobre pacientes del Moyano en las que se encaran estos mismos temas de maneras más terapéuticas y en medio de otro contexto social.

Como es costumbre en el cine de Masllorens (como MARTIN BLASZKO III, entre otros), ATLAS dedica un buen tiempo a la observación: de lugares de la ciudad hoy venidos a menos, de animales que habitan el zoológico, de monumentos raídos y de personajes que habitan y recorren esos escenarios, entre otras cosas. Se trata de una combinación un tanto rara de elementos dispares que, sin embargo, permite captar una serie de ideas que van de la exploración científica de un siglo atrás a la actual, con sus similitudes (pocas) y diferencias (muchas). Y la Cuqui flota sobre todo, hablándole a la entrevistadora mientras su acompañante (¿su hija, quizás?) la interrumpe, la corrige y, mientras la escucha hablar, observa fijamente la cámara con la más inescrutable de las miradas.


MATAR A LA BESTIA, de Agustina San Martín. Estrenada mundialmente en el Festival de Toronto, la opera prima en el largometraje de la directora que participó de la competencia oficial de Cannes con su corto MONSTRUO DIOS es una suerte de viaje al «corazón de la oscuridad» de una chica que, como el protagonista de aquella novela de Joseph Conrad, va más a encontrarse con sí misma que a otra cosa. Emilia (Tamara Rocca) viaja a una zona calurosa, rodeada de una selva oscura y polvorientos caminos de tierra roja, en Misiones, cerca de la frontera con Brasil. Acaba de morir su madre y va allá a buscar a su hermano Mateo, al que no ve hace mucho tiempo y desconoce su exacto paradero y situación.

En un viaje de exploración y de (auto) descubrimiento en el que está más en juego el futuro que el pasado, Emilia se instala en lo de su tía Inés (Ana Brun), un caserón señorial que supo tener cierta elegancia y ahora está un tanto venido a menos. Inés es una señora extraña, que vive atemorizada por una supuesta bestia que circula alrededor de la zona, y que oculta más cosas de lo que parece. En una película que apuesta por un tono onírico más que realista, San Martín va construyendo el recorrido de Emilia, que va de los miedos iniciales a la curiosidad posterior y de ahí a cierta liberación ligada a su sexualidad y a poder dejar de lado los terrores que la siguen desde lo que parecen ser oscuros traumas infantiles, en los que el mundo de su hermano pudo haber tenido algo que ver. En ese viaje se vuelve importante la presencia de Julieth (Julieth Micolta), una chica afrocaribeña que es la nueva huésped de la casa de su tía, y quien de algún modo la ayudará en ese viaje interior.

MATAR A LA BESTIA puede coquetear con el realismo en ciertos momentos, pero se mueve más en un espacio fantasmal, una suerte de David Lynch subtropical (o ciertos films de Claire Denis en escenarios africanos) en el que las imágenes muchas veces están compuestas como cuadros en movimiento, elegantemente fotografiados, y en las que los cuerpos transpirados, las miradas cargadas de deseo y las bocas de las actrices parecen expresar más que la historia. Si bien la trama no es del todo una excusa argumental (hay una implícita critica al machismo en ese conflicto inicial), San Martín la toma como disparador para un grupo de mujeres que intentan liberarse de esa opresión tanto física como psicológica. «Tenés que alejarte de las personas que te causan dolor», le dice su tía, que también abandonó el tronco de esa entelequia que alguna vez supo ser una familia.

La película transcurre entre noches calurosas, en bosques iluminados con linternas a la búsqueda de un monstruo que quizás sea más psicológico que mitológico y está repleta de elegantes planos que convierten a todo lo que se ve en una suerte de paraíso/infierno de 40 grados a la sombra en el que parece existir un subterráneo combate entre sexos, entre fuerzas opuestas. Se puede leer como una lucha por la liberación sexual en un paraje reprimido y religioso pero que también es muy hipócrita en ese sentido. No es casual, de hecho, que en un momento las tres mujeres escuchen y hasta bailen un «Ave María» con ritmo de música disco.

Más allá de que algunas metáforas pueden ser un tanto directas, MATAR A LA BESTIA es una de las películas más intrigantes, misteriosas y seductoras del cine argentino reciente. Tiene similitudes con ESE FIN DE SEMANA, de Mara Pescio, película que trabaja temas parecidos en esos mismos escenarios, o hasta LOS VAGOS, de Gustavo Biazzi (todas, de hecho, comparten el mismo coproductor misionero, Santiago Carabante), de características similares: sexo, juventud, deseo, escenas de machismo implícito y explícito. Acá el tono puede ser más onírico, de sueño húmedo (en más de un sentido) y de una cualidad casi pictórica, pero en todos los casos el eje es parecido. La de San Martín es una crítica a un sistema patriarcal que funciona a través del miedo y del terror, y que solo parece permitir algún tipo de liberación cuando los personajes se atreven a enfrentar a ese «monstruo» que las acecha y no las deja dormir por las noches.


LA LUNA REPRESENTA MI CORAZON, de Juan Ignacio Hsu. Los pros y los contras, los beneficios y los problemas del documental familiar están presentes en esta nueva película del director de LA SALADA. Se trata de un film en el que el realizador viaja dos veces (en 2012 y 2019) al país natal de su madre, Taiwán, en compañía de su hermano. Es que la madre de ambos se volvió allí en 2002 y no se han vuelto a ver desde entonces. Lo que Hsu hace es seguir con su cámara las peripecias, reuniones, conversaciones, viajes, encuentros y desencuentros que se dieron a lo largo de esos dos viajes, insertando a la vez una trama de ficción que intenta visualizar de modo dramático algunos de los sucesos que se mencionan.

De a poco iremos descubriendo detalles importantes de la familia, uno ligado a los motivos que los llevaron a irse de Taiwán hacia Argentina originalmente y otro ligado al padre del realizador, quien murió en circunstancias policiales complicadas, poco antes del regreso al país de su madre. Las historias irán surgiendo en los diálogos entre una madre que parece un tanto fría y distante con sus dos hijos adultos que lidian con sus propios problemas. Y lo mismo sucederá con otras personas que se van cruzando en el camino. Es un pasado oscuro y violento, pero al realizador le interesa además ver cómo eso se refleja en la actualidad.

Si bien tengo cada vez más reparos con este tipo de «documentales terapéuticos», creo que Hsu logra por momentos entrar en un tema que escapa al «ombliguismo» que suele resultar(me) cansador en este tipo de propuestas, ya que su historia familiar de migraciones de ida y de vuelta se conecta claramente con la Historia política de Taiwán y de la Argentina. Y el caso policial –que tiene finalmente menos peso del que parece que va a tener en un principio– le otorga también un carácter particularmente intrigante. Algo igualmente curioso y simpático pasa con la decisión de Hsu de musicalizar la película con covers en mandarín de clásicos del rock argentino de Gustavo Cerati, Charly García o Fito Páez.

Lo que no funciona demasiado bien son las escenas de ficción adosadas, que encima hacen que la película termine durando mucho más que lo necesario. Y hay algo ligado al caos y desmadre visual de la propuesta que tampoco convence demasiado, especialmente en algunos momentos. Si bien se agradece la naturalidad y espontaneidad de los registros, por momentos hay cosas que parecen grabadas por un teléfono prendido que alguien se olvidó en algún sillón.

LA LUNA… ofrece dos cosas que muchos documentales de este tipo no tienen: un personaje extraordinario como es la madre del realizador y una historia con un peso específico real que va más allá del «tengo problemas con mi mamá» que suele ser el punto de inicio y cierre de muchas películas de este estilo. Dicho de otro modo: esos temas están aquí, pero para analizarlos y entenderlos hay también que poder meterse en los oscuros pasadizos de la gran historia del siglo XX.


UNA ESCUELA EN CERRO HUESO, de Betania Cappato. Ver crítica acá.