Series: crítica de «The Shrink Next Door», de Georgia Pritchett  (Apple TV+)

Series: crítica de «The Shrink Next Door», de Georgia Pritchett (Apple TV+)

Basada en un caso real recuperado en un popular podcast de 2019, esta miniserie que protagonizan Will Ferrell y Paul Rudd se centra en los perversos y manipuladores manejos de un psiquiatra a su paciente durante décadas.

Basado en el podcast del mismo nombre que, a su vez, se basa en un caso real de características bastante espeluznantes, THE SHRINK NEXT DOOR tiene un tono y un esquema narrativo que nunca hace realmente pie ni en qué es lo que está contando ni en cómo lo quiere contar. A juzgar por el talento que hay delante y detrás de cámara –desde un elenco encabezado por Will Ferrell, Paul Rudd y Kathryn Hahn hasta un equipo creativo encabezado por la coguionista de SUCCESSION, Georgia Pritchett, y los realizadores Jesse Peretz y Michael Showalter– se trata de una miniserie que viene con altas expectativas pero casi nunca está a la altura de lo que promete la combinación de tema y equipo de trabajo.

¿Cuál es el problema? Se me ocurren dos posibilidades. Una: el formato. Si bien la extraña historia y relación entre «Marty» Markowitz (Ferrell) y su psiquiatra «Ike» Herschkopf (Rudd) se extendió por casi treinta años, hay un punto en el que su situación se torna cíclica, repetitiva, reitera una y otra vez el mismo esquema haciendo que ocho episodios para contarla sean demasiados. Es un tipo de relación la que tienen ellos dos que, para no volverse monótona, fastidiosa o agotadora, funcionaría mucho mejor en el marco de una película de duración convencional.

El otro posible problema tiene que ver con su tono y con su guión. La serie presenta de entrada a los dos personajes como modelos bastante arquetípicos (digamos, el abusado y el abusador, el dominador y el dominado, el victimario y su víctima), por lo que podemos más o menos adivinar cómo será su relación de ahí en adelante. Y si bien la serie es consciente de eso (arranca, de hecho, mostrando algo bastante cercano al final de la historia y de ahí va para atrás), eso no evita que su desarrollo no se presente como una larga y un tanto tediosa serie de humillaciones mientras uno espera y espera y espera que algo finalmente se rompa ahí. Recién cuando eso sucede, THE SHRINK NEXT DOOR vuelve a generar algún misterio, duda, inquietud. Pero quizás ya es demasiado tarde.

La historia que cuenta la serie se inspira en un podcast iniciado por Joe Nocera, un periodista que fue a una fiesta en una elegante casona vecina a la suya en los Hamptons (lugar de vacaciones de la gente de dinero neoyorquina, a unas dos, tres horas de auto de Manhattan, dependiendo del tráfico) y empezó a notar que algo raro pasaba ahí. Fundamentalmente, que el anfitrión de la fiesta era el tal Ike pero que el verdadero dueño de casa era un hombre que, silenciosamente, preparaba la comida, uno que todos los presentes confundían con alguien que trabajaba allí. ¿A qué se debía esa curiosa situación?

La serie no incluye a Nocera ni a este «descubrimiento» sino que arranca en 2010 cuando un enojadísimo Marty empieza a romper cosas en medio de una de esas fiestas en su casa, mientras ve a Ike sonreír, conversar y sacarse fotos con los invitados. De allí vuelve a 1982 y presenta a un Marty mucho más joven pero igualmente atormentado. Es el dueño de una importante tienda de telas de Manhattan, la que maneja con la ayuda de su hermana Phyllis Markowitz (extraordinaria, como siempre, Hahn) y un pequeño pero fiel grupo de empleados. El problema es que su padre ha muerto hace poco, a Marty se le hace muy pesado y angustiante tener que lidiar con toda la empresa y, con una larga historia de ansiedad encima, la está pasando realmente mal.

Los Markowitz son una familia judía practicante, pero Phyllis entiende que la mejor manera de ayudar a su hermano es llevándolo a ver a un psiquiatra. Eso sí, uno recomendado por el rabino de la familia. Y es así como dan con Ike, un carismático doctor que rápidamente logra establecer una buena relación con Marty. No solo eso, sino que logra ayudarlo a salir de ese pozo depresivo en el que parecía estar. Gracias a su ayuda, el tipo comienza a sentirse más seguro de sí mismo, tiene menos trastornos y dolores físicos (curiosamente, pese a ser psiquiatra, casi nunca se habla de medicación) y empieza a tener una vida un tanto menos desesperante.

Pero a Phyllis hay algo de Ike que no le gusta. Y está en lo cierto. Ike se va metiendo más y más en la vida de Marty, dejando por completo de lado cualquier tipo de límite ético que debe existir entre doctor y paciente, hasta convertirse en algo así como su gurú personal. A Ike lo motiva, además, otra cosa: Marty tiene mucho mucho dinero y el tipo sabe cómo manejarlo emocionalmente para ir sacándoselo. Es así que, velozmente, el tipo va separando a su paciente del resto de su familia, lo aleja de las pocas personas que tienen buena relación con él y, poco tiempo después, ya se ha convertido en el dueño de su vida, al punto de mudarse a vivir a la casa de los Hamptons donde empezó la serie… pero varias décadas antes.

La trama seguirá acumulando más y más humillaciones que Marty soporta, siempre convencido por Ike de que es lo mejor para él. Y si bien la serie utiliza también el punto de vista del doctor –se lo ve con su mujer, con sus hijos, con su vida más convencional– jamás logra convertirlo en un tipo verdaderamente interesante. Es, del principio a fin, un personaje de una sola nota, casi un villano de dibujos animados. Uno no duda que el tipo puede ser tan o más detestable en la vida real, pero el problema con eso en términos narrativos es que no hay mucho recorrido para darle. Y tampoco hay mucho más en lo que respecta a Marty, un hombre consumido por la ansiedad y los nervios que deja que Ike haga y deshaga todo en su vida. De vuelta: quizás el tipo real sea así y todo lo que se muestra es fiel a lo que pasó, pero verlo durante cinco de ocho episodios de la serie caer una y otra vez en los «mind games» de Ike se vuelve frustrante, molesto, exasperante como relato.

En un film, las secuencias de «abusos psicológicos» podrían resumirse en lo que usualmente se llama el segundo acto. Tolerar humillaciones, trucos y engaños por 40-50 minutos de una película de 90-100 está dentro de lo posible, pero hacerlo durante cinco episodios de una serie termina volviéndose agotador. Y lo que en principio puede ser oscuramente gracioso al final se vuelve entre tedioso e irritante. El otro problema de la serie es que, una vez establecido el mecanismo de abusos, no hay tampoco tantas variantes. Los años pasan rápidamente y no hay demasiadas modificaciones en los patrones de conducta de ambos y en cuáles son las cosas que le interesan a Ike: fundamentalmente, hacer fiestas de disfraces con amigos en una casa que no le pertenece. De hecho, si uno investiga un poco la historia real se dará cuenta que hay cosas que no se utilizaron en la miniserie que podrían haberle dado algunos giros más interesantes de los pocos que hay aquí.

En sus últimos episodios, previsiblemente, ocurrirá la esperada crisis y la historia volverá a ponerse en movimiento, saliendo de ese loop en el que parecía metida durante años y años de la relación entre doctor y paciente. Pero habrá que ver cuántos espectadores llegan hasta allí. Quizás lo hagan, como me sucedió a mí, porque Ferrell y Rudd –una dupla que dio grandes momentos cómicos en las dos películas de ANCHORMAN— son dos comediantes notables que siempre pueden deparar sorpresas y momentos inesperados, de esos que son imposibles de guionar. Pero son muy pocos y nunca terminan de encajar del todo bien. Y es una lástima, porque elencos e historias así no se consiguen ni combinan todos los días.

Hay un ángulo, interesante, que la serie no explora del todo y que tal vez no lo haga porque es un poco «de nicho» o no muchos espectadores podrán sentirse involucrados en el tema. Y tiene que ver con modelos y comportamientos dentro de la colectividad judía, un tema que a sí me toca de cerca y conozco. De algún modo, ambos representan personalidades y elecciones profesionales casi opuestas dentro de una comunidad que valora ambas pero que muchas veces las opone entre sí, casi como modelos identitarios en conflicto. Se podrían escribir libros sobre esta relación –de hecho, casi todos los pacientes de Ike son de la colectividad–, pero aquí solo será un elemento muy secundario con el que conectaremos los que nos sentimos más o menos identificados con algunos de los arquetipos que aquí se presentan. Si fueran un poco más que arquetipos podríamos estar ante una gran serie. Pero lamentablemente no lo son y THE SHRINK NEXT DOOR se queda en una gran promesa incumplida.