Estrenos: crítica de «El empleado y el patrón», de Manuel Nieto Zas
La tercera película del realizador uruguayo se centra en la extraña relación entre dos jóvenes de distinta situación económica cuando se enfrentan a una inesperada tragedia. Con Nahuel Pérez Biscayart, Cristian Borges y Justina Bustos.
A lo largo de su breve pero potente filmografía, Manuel «Manolo» Nieto ha sido uno de los cineastas que más directamente ha puesto a las relaciones de clase en el centro de las tramas de sus films. En algún caso, como en su opera prima LA PERRERA, de un modo lateral. En otros, como en EL LUGAR DEL HIJO, el tema se ubicaba de manera frontal, era el nervio del conflicto. En cierto sentido, EL EMPLEADO Y EL PATRON –que tuvo su estreno mundial en la Quincena de Realizadores de Cannes 2021– puede verse como una continuación temática de aquel film en el que un joven militante universitario de izquierda tenía que hacerse cargo de la finca de su padre, algo para lo que claramente no estaba preparado, ni desde la lógica ni desde la práctica. Y mucho menos desde las contradicciones ideológicas en las que se veía enredado.
Si bien el personaje y sus circunstancias son muy distintas, esta película bien podría retomar esa saga años después. O bien recuperar la historia, al menos metafóricamente, una generación antes. Nahuel Pérez Biscayart encarna a Rodrigo, un joven casado con Federica (Justina Bustos), con quien tiene un hijo muy pequeño que podría tener algún tipo de problema neurológico de nacimiento. Ellos no saben bien qué es lo que le sucede y le están haciendo estudios (médicos y no tanto) para definirlo, pero es un tema que los tiene muy preocupados.
Rodrigo no es –como el protagonista de EL LUGAR DEL HIJO— un patrón común. Vegetariano, cool, asiduo asistente a shows de rock, parece más bien un diseñador gráfico o practicante de alguna de las llamadas profesiones liberales. Pero no: le guste o no, lo parezca o no, es un patrón de estancia. «Moderna», con cosechadoras, soja y tractores, pero estancia al fin. Y necesita personal, ya que se le fueron dos tractoristas. «La gente de la zona ya no quiere trabajar más», le dice un colega. Y no le queda otra que alejarse e ir a buscar a un viejo empleado de su padre, un tal Lacuesta, que vive en un paraje muy alejado, en esas zonas de Uruguay que limitan con Brasil y se habla portuñol. El hombre ya está «medio viejo, con problemas de salud», pero le dice que su hijo se puede hacer cargo del empleo.
Es así que se inicia la relación entre Carlos (Cristian Borges) y Rodrigo. Carlos es un tipo callado pero de mirada intensa que también está casado y tiene una pequeña bebé. Y pronto comienza a manejar uno de los tractores de la empresa, cumpliendo las exigentes rutinas que le indica el capataz, transformándose en un eficiente empleado y manteniendo una muy buena relación con todo el mundo. Pero un día normal de trabajo, en el que decide llevar a su familia arriba del tractor con él, sucede un accidente inesperado que deja secuelas irreparables. Y de allí en adelante las «amistosas» líneas entre patrón y empleado empezarán a enredarse y a complicarse. Y no solo las de ellos, ya que las respectivas familias se verán involucradas también.
Quizás haya que adjudicárselo a cierto temperamento local o a las maneras en las que las clases sociales tienden a desdibujarse cuando los que tienen el poder intentan disimular esa distancia transformándose «en uno más». Lo cierto es que el conflicto no explota de la manera en la que lo haría en una convencional historia de patrones, empleados y accidentes de trabajo. Aquí hay algo más sinuoso, una solidaridad conveniente y disfrazada de empatía, una confusión de roles, hasta un plan «mutuamente beneficioso». Ni el empleado ni el patrón parecen querer hacerse cargo de sus roles en ese conflicto que es un, principalmente, económico. Y ambos juegan al juego de tratar de minimizar las pérdidas o explotar la culpa del otro.
Pero no todos lo ven ni lo sienten igual. A las esposas de ambos, de hecho, les cuesta más hacer esa disimulada danza. Y pronto las miradas entre las dos se volverán cada vez más intensas, recelosas, doloridas: algo más estrictamente humano se mueve por allí. Aparecerán elementos externos que pondrán el drama en movimiento –una carrera de caballos, la reaparición del padre de Rodrigo, interpretado por Jean-Pierre Noher– y EL EMPLEADO Y EL PATRON irá tomando las características de un thriller. Particular, curioso y muy uruguayo, si se quiere, en su civilizado y aparente bajo voltaje que disimula brutales impulsos de violencia, pero thriller al fin.
Un poco como sucede en LIBERTAD –la película española que se dio en la Semana de la Crítica de Cannes en la que se cuenta la relación amistosa entre la hija de la dueña de casa y la hija de la empleada doméstica–, en el film de Nieto se establece de manera igualmente sinuosa esas diferencias de clase, ese «privilegio» que la actitud campechana no alcanza a disimular. El hecho de que haya hijos y padres de por medio, en ambos casos, parece desnudar una trama que se extiende por generaciones, la idea de una utopía social en la que alcanza con «conocerse de toda la vida» y actuar solidario, palmada en la espalda de por medio y un puñadito de billetes en mano, para realmente serlo.
Nieto no apuesta al tracto ideológico declamado ni intenta que su película sea una ilustración visual de ideas previamente establecidas. Al contrario, los hechos, actitudes y situaciones que viven los personajes usualmente problematizan la relación de poder que existe entre las dos familias, tornándola ambigua, hasta confusa, apostando a la inteligencia del espectador a la hora de saber dónde y cómo ubicarse. La extensión del campo, de la frontera, las diferencias de las casas de unos y otros, la impávida mirada de un caballo cuya existencia como mercancía será clave en algún momento dicen a veces más que la propia trama. Y el realizador uruguayo dedica tiempo a capturar todos esos sutiles detalles que rodean a esa relación. El ambiente es, también, un importante elemento narrativo. El que marca muchas veces la diferencia entre los que tienen y los que no.
Es interesante como el Instituto de Cine uruguayo y la prensa afín al gobierno ha tomado esta película como una exaltación de las costumbres campestres desde una perspectiva nacionalista.
El título de una nota del diario oficial del gobierno fue «El campo uruguayo llega a Cannes».
Convengamos que es un gobierno integrado en su mayoría por «patrones», aunque también, claramente votado por «empleados»
En estos momentos en Uruguay se vive el renacer del apoyo estatal a las «aparcerías» y las «sociedades nativistas», la doma, el raid y las payadas, en contraposición al apoyo a otras expresiones culturales más citadinas que se identifican con otras ideologías.
En este contexto, la película ha encontrado un lugar en «el relato oficial»: no importa mucho de qué va, el aire campero ya parece ser suficiente para reconciliar al los conservadores vernáculos con un cine, el uruguayo, hasta ahora vilipendiado por aburrido, mostrador de lo feo y portador de los peores valores foráneos y extranjerizantes .
De hecho, yo la he notado un tanto reaccionaria.